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Domingo, 20 de diciembre de 2009

CULTURA › GABRIEL GARCIA MARQUEZ Y FERNANDO VALLEJO, VISTOS A TRAVES DE UN VIAJE POR ARACATACA Y MEDELLIN

Los sicarios no conocieron Macondo

El pequeño pueblo que inspiró la novela Cien años de soledad. La gran urbe que desató la furia de La virgen de los sicarios. Cruzadas sus historias, puede esbozarse un pequeño mapa de los mitos y las realidades colombianas. Pero la ficción siempre tiene algo más para decir.

 Por Fernando D´addario

Desde Medellín y Aracataca

El conserje del hotel sobreactúa su rol de baqueano antioqueño y con una sonrisa complaciente enumera lugares, nombres y señales, dibuja planos y recomienda paseos inútiles. Pregunta por Maradona, nombra al Pibe Valderrama, menciona a Pablo Escobar, como para dejar constancia de su ubicuidad cómplice. En San Antonio, pleno centro de Medellín, donde todo es posible, se le pregunta por Fernando Vallejo, el escritor, y devuelve una mirada de extrañeza. No lo conoce, nunca ha oído hablar de él. Con una insistencia casi protocolar, se le añade: “El autor del libro La virgen de los sicarios... ¿No vio la película?”. Tal vez por primera vez en años, el conserje ensaya un rictus de incomodidad: “No puedo ayudarlo”.

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La llegada a Aracataca, en cambio, precipita el encuentro inmediato con la leyenda literaria. “Bienvenidos a la tierra del realismo mágico”, reza el cartel, pocos metros antes de que una foto de Gabriel García Márquez y el epígrafe preciso –“Macondo”– den cuenta de la fantasía que el turista andaba buscando. Tras una hora y media de viaje desde Santa Marta, atravesando kilómetros de ciénaga en una buseta sin horario ni destino fijo, uno se encuentra con que, en efecto, Aracataca (el pueblo donde nació García Márquez) es Macondo. Pero lo es, apenas, en virtud de una convención catastral. Todos los pueblitos de la Guajira colombiana, estragados por la humedad, el sol abrasador y una vegetación de novela, podrían haber sido el escenario ficcional para Cien años de soledad. Y de algún modo lo son, aunque Aracataca reclame la exclusividad turística. El privilegio no es ejercido con mucho profesionalismo. Un puñado de lugareños que parecen haber esperado todo el día la llegada de la buseta se tiran encima de los dos pasajeros que bajan, apelando a la consigna infalible: “¡A la casa de Gabo, dos mil pesos!” Como todo medio de transporte ofrecen un “ciclo-taxi”, una bicicleta con un carrito atrás, donde se suben los forasteros. Se establece un brevísimo silencio, impuesto por un prurito de corrección política. El método para pasear a los turistas tiene un tufillo a resabio esclavista o algo parecido. Pero no asoman a la vista otros medios de transporte. “¡A la casa de Gabo pues...!”

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En Medellín, habrá que recorrer negocios, puestos y librerías hasta dar con alguien que registre la existencia de Vallejo. En el Centro Comercial del Libro, un vendedor joven da la primera pista: “Salvo en determinados círculos, acá no van a encontrar a nadie que conozca a Vallejo. Y el que lo conoce, lo niega. Es que con sus libros no nos ha hecho quedar nada bien a los colombianos y menos a los paisas (como se les dice a los ciudadanos de Antioquia, departamento al que pertenece Medellín)”. Tal vez tengan algo de razón estos paisas hipersensibles. En La virgen de los sicarios, Vallejo escribió sobre ellos: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad”. Tan amables que parecen. Habrá que darle un poco más de crédito a Vallejo, verdugo literario de una Medellín que vivió y –por lo visto– sufrió. Su libro más famoso nos acerca a un apocalipsis de amor trágico, donde “la muerte viaja siempre más rápido que la información”, donde los sicarios se cobran sus cuentas a cada minuto y donde los taxistas se convierten en asesinos al volante con su música de vallenato “a todo taco”. Hay cierto morbo que acompaña al turista sediento de experiencias antropológicas. Quiere volver a casa sano y salvo, sin que le arrebaten un dólar de más, pero, al mismo tiempo, sueña con olfatear a distancia la muerte ajena, con sentir, por unos pocos pesos colombianos, la adrenalina del peligro inminente. Medellín, contra todos los pronósticos, se ve hermosa.

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Las calles de Aracataca transportan a Cien años de soledad empujadas por un esfuerzo de la voluntad. Nadie pretende encontrarse con una bella mujer que se eleve a los cielos ni con el último de los Aurelianos expiando culpas ajenas con su cola de chancho. Pero mientras el chofer del ciclo–taxi suda los 40º de calor en su esfuerzo sobrehumano por atravesar el centro del pueblo, los negocios, las casas y la gente van deshaciendo el sortilegio. Se ve una ferretería. ¿Cómo se llama? “Macondo”. Pocos metros más adelante, un taller mecánico. ¿Hace falta decir qué nombre le pusieron? Al llegar a la vieja casa donde se crió Gabo (ahora restaurada y convertida en museo), se experimenta una extraña sensación de desasosiego. Debe ser la nostalgia inherente a todo encuentro mano a mano con la ficción literaria. La posibilidad de palpar lo que nunca jamás sucedió. Ahí está el castaño al que fue atado José Arcadio, el patriarca de la estirpe de los Buendía, hasta terminar sus días consumido por la locura. El guardia se queda mirando el árbol a la espera de un comentario superador, que no llega.

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El taxi sube por la calle Ayacucho, rumbo al barrio Buenos Aires. Es una de las rutas a las comunas de Medellín, que se extienden en las laderas de los cerros y establecen una virtual frontera social. Vallejo, claro, no es complaciente con ellas: “Podríamos decir, para simplificar las cosas, que bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar”. En la novela, el pequeño Alexis, sicario de profesión, asesina a un par de taxistas para complacer a su amante y protector, un hombre que, entre muchas otras cosas, no soporta el volumen atroz de la radio, con sus condenados vallenatos. El turista-cronista es un poco más tolerante a los particularismos culturales y toma un taxi cualquiera, de los que suben a las comunas a suerte y verdad. Pero tiene mala suerte. Le tocó un taxista low-fi. Va con la radio prendida, pero a un volumen apenas audible. No se sabe si lo que suena es salsa, vallenato o qué. Dan ganas de pedirle: “¡Señor, haga el favor de subir el volumen! ¿Usted tampoco leyó el libro?”

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–¿Viene seguido García Márquez por acá?

–Gabito viene siempre, todos los años. Acá lo queremos mucho.

Lo dice el guía mientras resopla por el esfuerzo del pedaleo, tras tropezar con sucesivos baches y cunetas. Dice “Gabito”, como si hubiesen compartido parrandas en Cartagena. No es bueno quedarse con una sola opinión. Más tarde, en un local de billares y venta de ron, otro cataquero (así les dicen a los habitantes de Aracataca, vaya uno a saber por qué) contesta, frente a la misma pregunta: “Gabo no vino nunca acá. Se olvidó de su pueblo”. Por suerte, sólo hay algo más convincente que el contacto directo con las masas: se llama Google. Allí hay 50.100 entradas a la búsqueda “García Márquez en Aracataca”. Aunque algunas de ellas se contradicen entre sí, hay consenso en un dato: Gabo, que vive en México, visitó su pueblo por última vez en mayo de 2007, tras 24 años de ausencia. Llegó en un tren precedido por una locomotora pintada con mariposas amarillas y fue recibido por una multitud que lo recibió como a un héroe. Más o menos por esa época, al alcalde de Aracataca se le ocurrió cambiarle el nombre al pueblo. Quería llamarlo “Aracataca-Macondo”. Llamó a una consulta popular, pero la iniciativa fracasó ante el escaso entusiasmo de la gente.

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En un barcito del barrio Buenos Aires, casi llegando a Marulanda, un paisa pide al mozo lo que aquí llaman “desayuno sencillo”. Que consiste en arroz, huevo frito, arepa (la comida tradicional de los colombianos y los venezolanos) y queso. Más un vaso de café y otro de chocolate. Uno se siente un alfeñique anoréxico del Río de la Plata, satisfecho con un café “tinto” (negro) y una medialuna. Se ve llegar a toda velocidad a un adolescente en moto. Frena justo frente a la ventana que despide la fritanga del desayuno sencillo. “Ahora saca un revólver, le pega tres tiros al paisa de la arepa y el huevo frito, y sale corriendo”, es el pensamiento que no llega a dibujarse en los labios. Una nueva decepción: los dos tipos se saludan con un choque de manos, hacen una alusión a la agónica victoria del Nacional de Medellín y el más joven se despide después de darle al más viejo un paquetito (que según los primeros indicios, ni siquiera es droga).

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La visita a los cataqueros se ve súbitamente empañada por un aguacero del trópico. En este caso el recuerdo de Cien años de soledad desencadena cierto escozor: “Llovió cuatro años, once meses y dos días”, se lee en la novela macondiana. Peligra el regreso. Pero en 2009 la lluvia dura seis minutos y treinta segundos. Al instante, el calor se potencia con la humedad y el polvo que sube de las calles. El pueblo vuelve a su esquema de movimientos lentos y miradas profundas, como si todo volviera a empezar en una rutina de mucho más de cien años. El pedido de una cerveza Aguila en un puestito al costado de la ruta habilita a la breve charla con unos parroquianos que compiten en silencios y en resistencia a los efectos del aguardiente:

–¿A qué hora pasa el bus que va para Barranquilla?

–Va llegando...

–Pero cuánto falta, ¿media hora, dos horas?

–Va saliendo de allá... –y hace un gesto con el brazo que se dirige a un territorio indefinido, que bien puede indicar 10 metros o tres kilómetros en dirección al horizonte.

La buseta llega, como todo, y Aracataca vuelve a ser lo que era.

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El paisa habla de la violencia de “acá abajo” como si la hubiera visto en una película vieja. “La vaina cambió. Ahora se matan allá arriba”, dice el hombre, que eleva su mirada a la infinita imprecisión geográfica de las comunas en la montaña. Son los barrios de Aranjuez, La Esperanza, El Popular, entre tantos otros; nombres propios de la pesadilla que Vallejo tradujo en literatura. Desde cualquier lugar del llano se los ve, mejor si es de noche, cuando palpitan las lucecitas de las casas para certificar que allí también vive gente. Un dirigente indígena, integrante de la coalición progresista que tiene a su cargo la alcaldía de Medellín, explica que la nueva política social derivó en una drástica disminución de la violencia urbana. En los barrios más pobres se construyeron los llamados “Parques-Bibliotecas”, intervenciones arquitectónicas bancadas con un altísimo presupuesto (más bajo, de todos modos, que el que representaba el financiamiento de los paramilitares para la represión del narcotráfico y la guerrilla) destinado a actividades culturales y recreativas para los jóvenes.

Ajeno a las estadísticas sobre criminalidad, un vendedor callejero advierte la presencia de la pareja de extranjeros y larga sobre la avenida Bolívar una catarata de ofertas de CD truchos: hay vallenatos, rancheras, re-ggaeton, salsa, boleros.

–Queremos un buen compilado de la mejor cumbia colombiana.

–No tengo nada. Acá casi nadie escucha cumbia. Es música de viejos...

–¿Cómo puede ser? –la incredulidad esconde cierta indignación, como si en Buenos Aires el turista-cronista fuera un conocedor del género. Idoneidad que le permite agregar: “La cumbia es el ritmo más popular de la Argentina”.

–¿Cumbia en la Argentina? No puede ser... –el vendedor pone cara de perplejidad, como si le estuvieran hablando de Fernando Vallejo–. Si los argentinos escuchan tango. Acá tenemos la casa de Gardel y...

No está mal, finalmente, el disco triple de vallenatos, comprado a diez mil pesos (cinco dólares) después de haber regateado la mitad. Es ideal para escuchar “a todo taco” en las calles porteñas y sentir que, al fin y al cabo, Medellín no fue más que un sueño digno de García Márquez y, Aracataca, una dulce pesadilla diseñada por Vallejo.

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A Vallejo no lo quieren mucho en Medellín.
Gabo convirtió “su” Aracataca en un territorio de ensueño. Volvió hace dos años.
Imagen: Rafael Yohai & EFE
 
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