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Lunes, 8 de agosto de 2011

CULTURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA, DRAMATURGA Y DIRECTORA TEATRAL LOLA ARIAS

“La experiencia de la ciudad es vivir entre fantasmas”

Acaba de publicar Los posnucleares, un puñado de relatos tan impactantes como sus obras de teatro. “Todas las vidas son potencialmente fascinantes para la ficción”, señala la autora de historias en las que conviven la crueldad descarnada y la ternura.

 Por Silvina Friera

¿A qué edad termina la juventud?, se pregunta una mujer a punto de cumplir 30 años, mientras está nadando con sus brazos como “largos cuchillos que atraviesan el agua”. No es un latiguillo retórico. El interrogante queda flotando en la superficie de un cuento. Pero regresa, como esquirlas de una ficción incrustadas un sábado al mediodía, en esta zona de Las Cañitas –Migueletes y Maure–, donde “el fascismo de las señoras con labios y tetas de plástico” –dice la implacable Lola Arias– repite una y otra vez la misma coreografía del odio en sus miradas envejecidas. Intima, portátil, impredecible, viva. Así es la escritora, dramaturga y directora teatral que acaba de publicar Los posnucleares (Emecé), un ramillete de relatos tan impactantes como sus obras de teatro. Si en Mi vida después los límites entre lo real y la ficción se borran –y los espectadores y los actores corren un riesgo–, el lector será abducido por una atmósfera similar: un borde incómodo en el que todo está a punto de suceder. Pero no sucede. Ella pone el dedo en la llaga del nudo sin pretender desatarlo jamás. “Nunca estuve tan nerviosa como con este libro”, admite Arias a Página/12. Resopla con la gracia de quien busca el envión definitivo para completar la última brazada. El flequillo se despeina. La ironía se afila en sus ojos chispeantes. “Sólo si escribís narrativa sos escritora; con el teatro y la poesía es como si no aprobaras el examen. ¡Ahora sí me recibí, me dieron el título de escritora porque publiqué mis cuentos! Es un poco absurdo, ¿no?”

En el principio hubo una niña que escribió su primera obra de teatro a los 10 años. Solo había dos protagonistas: ella y un huevo. Ahora, a los 34 años, revuelve el café con leche y pulveriza el mito de la precocidad con el cuchillo de su lengua despiadada. Lejos de aplaudirla a rabiar y babearse con las maravillas de la pequeña, sus padres se quedaron dormidos en el estreno doméstico de esa pieza. A pesar del lapidario “fracaso” primigenio, no dejó de bosquejar obras con peces y otras frágiles criaturas mientras picoteaba de la música –cantó en una banda de blues y tomó clases de piano–, de las clases de danza contemporánea o de natación. Después estudiaría Letras y Dramaturgia y publicaría sus poemas, Las impúdicas en el paraíso; y también sus obras de teatro, traducidas al inglés, francés y alemán: La escuálida familia, Poses para dormir y la trilogía conformada por Striptease, Sueño con revólver y El amor es un francotirador. “Mi narrativa es una vida paralela que ahora sale a la luz. Los cuentos fueron escritos a lo largo de muchos años, pero en el último año y medio se asentaron y trabajé más porque empecé a pensar en publicar. Siempre escribí narrativa y sabía que en algún momento iba a pasar algo”, cuenta Arias.

–En el primer relato de Los posnucleares aparece una pregunta: cuándo termina la juventud. ¿La propia percepción del mundo después de los treinta y pico se filtró en la ficción?

–No era tan consciente de esa sensibilidad de las mujeres de treinta y pico. Yo tengo 34 años y hay algo de la propia experiencia que evidentemente está trabajando en esos relatos y que supongo tiene que ver con esa zona entre ser hija y madre, entre la juventud y la adultez. La pregunta sobre cuándo termina la juventud creo que es imposible de responder. De hecho, yo escribí un texto que nunca terminé, “El fin de la juventud.” Pero a partir de los treinta y pico es el momento de la vida en que uno se convierte en lo que será.

–En muchos cuentos se combina la crueldad descarnada y la ternura para mirar a determinados seres, como en los relatos “China”, sobre una mujer que limpia, o “El sereno”. ¿Por qué se desliza por esta cuerda que oscila entre lo cruel y lo más “compasivo”?

–Entiendo la idea, pero no sé si la palabra es “compasivo”. Quizás hay un borde en que lo cruel tiene un punto de emoción que quiebra esa mirada implacable que describe, que hace esos retratos de esas vidas, de esos fantasmas. El sereno del edificio es una figura fantasmática que está posando como una escultura humana en el hall del edificio, junto a la planta; como la mujer de la periferia que viene a la ciudad a limpiar la casa de esa chica que no se sabe qué hace. Hay algo muy cruel porque es cruel describir cómo alguien limpia; es cruel la mirada de alguien que mira cómo otra limpia su casa y hace lo que vos no hacés. En realidad no hay nada en sí mismo, en la adjetivación o en la forma del relato, que sea cruel. Pero cruel es la descripción de la acción de limpiar. Y sin embargo, hay un momento en que esas vidas se cruzan y se revela algo de la vida de esas mujeres que de repente las emparienta o las aproxima. Me interesaba indagar en lo cotidiano –no en lo extraordinario–, en el diario de las “profesiones invisibles”: lo que hacen, lo que observan, lo que piensan. En el caso del sereno, es ese tiempo vacío, ese tiempo muerto de la noche; qué pasa cuando todos duermen y hay uno solo que está despierto, como la única conciencia, el único vigía o guardián de los que duermen.

–¿Qué encuentra en esa idea de ser fantasmas para los otros?

–La experiencia de la ciudad es vivir entre fantasmas, entre figuras desconocidas que están demasiado cerca y sobre las que uno no indaga. Me doy cuenta de que durante mucho tiempo escribía más desde el “escritorio”, desde la “torre”. Me parecía que podía saber solo observando. Pero en un momento me di cuenta de que se podía hablar, de que se podía ir hacia los otros. En ese sentido, estos textos tienen que ver con conversaciones reales con esas personas, con ese transgredir esa situación de fantasmas para saber qué les pasa. El otro día hablaba con un sereno de un edificio y me contaba que la seguridad es una mentira; que él estaba trabajando como sereno porque tuvo otros trabajos, hizo otras cosas –fue supervisor de limpieza–, pero se quedó fuera del sistema. “¿Qué seguridad doy a quién?”, me decía, sentado frente a una pantalla que mira la entrada del edificio. ¿A quién le sirve lo que está haciendo? Creo que vivimos en una ciudad paranoica, donde cada uno está en la suya y donde el otro es siempre una amenaza.

En los relatos de Los posnucleares hay una indagación del tiempo a través de distintas “tomas”: el tiempo de la natación (“La nadadora”), el tiempo de la noche (“El sereno” o “El hombre que duerme”), el tiempo de una vacación de un padre con sus dos hijas (“La casa de la playa”), el tiempo arrugado de dos amantes (“El tratamiento”) y el tiempo de una Navidad para una chica que trabaja en una veterinaria (“Navidad”). Arias concentra de un modo impecable y obsesivo esos momentos, sin que importen demasiado el “antes” y el “después”. Pero también explora la genealogía de una obsesión (“La llave”) en el cuento donde una joven no puede evitar acumular llaves. “Hay algo melancólico en ese montón de llaves diseminadas en el cajón de la mesita de luz –dice la narradora–. Como si esas llaves me permitieran abrir las puertas de los lugares pero no como son ahora sino como eran antes. No son llaves de lugares sino llaves de pasados, como si fueran máquinas del tiempo.”

–¿Cómo explica esa persistencia por explorar lo documental o insinuar que lo narrado está muy próximo a la “vida misma”?

–Me gusta ese borde entre lo ficcional y lo real, donde uno siente que está muy cerca. Pero a la vez no es una escritura realista que intenta copiar lo real, aunque sí atravesarlo con un lenguaje y una búsqueda de imágenes que no pretende dar cuenta de eso como si fuera una fotografía. Hay algo de ese borde que el lector percibe y que genera la sensación de que está basado en algo real. Esas personas el escritor las conoce, habló con ellos, esto sucedió. Esa ilusión a mí me gusta. No importa si sucedió o no; pero me interesa generar ese efecto.

–¿Cuándo empezó a trabajar con este borde entre lo real y la ficción?

–En mi proyecto de escritura siempre estuvo; de hecho, hay un montón de textos con un borde en lo biográfico, pero más aplicado sobre mí. Creo que ese borde se acentúa a partir de la obra que hice con un bebé, Striptease. El texto era ficcional, pero tenía toda una serie de didascalias de lo que hacía un bebé en escena, durante la última conversación telefónica de una pareja que no está más junta. La imagen, cuando escribía la obra, era como si viera solo a un bebé en escena y escuchara las voces de los padres; el bebé como la materialización de ese amor que ya no existe, pero que está ahí vivo, dando vueltas. Cuando la puse en escena, tomé la decisión de hacerla con el bebé. ¡Y fue una locura! Esa idea abstracta se volvió muy real en la figura del bebé, en la fragilidad de ese cuerpo pequeño que da vueltas por el escenario y no se sabe qué le va pasar.

–Esa sensación de fragilidad también está en sus cuentos, ¿no?, aunque quizá se perciba más en sus obras, sobre el escenario.

–Sí, trabajo con lo vulnerable, con lo emocionalmente complejo, con poner al otro en una posición en la que no va a estar cómodo. Porque esa vulnerabilidad que me interesa ver está en la vida. Mucho del teatro que se veía y me rodeaba tenía más que ver con la idea de mostrar la potencia, el virtuosismo, la fuerza. ¿Qué pasa si hacemos el teatro de los débiles, de los frágiles, de los que están a punto de caerse del escenario? Están ahí, porque tampoco se caen, todavía se pueden sostener. Pero es un teatro o una zona difícil del arte, que implica mucho para todos los que lo hacen porque requiere una manera radical de involucrarse.

El desafío en la narrativa, como en el teatro, es salir de la emboscada de las historias excepcionales. “Todas las vidas son potencialmente fascinantes para la ficción –subraya Arias–. No es que la vida de la actriz Carla Crespo, que mientras estaba de gira con la obra Mi vida después se enteró dónde estaban los restos sin manos de su padre desaparecido, es más interesante que la mujer que limpia en mi cuento.” La escritora y dramaturga estrenó otra obra documental, Mucamas, en el festival Ciudades Paralelas, una instalación en el hotel Ibis, donde en cada cuarto había un video, fotos y una carta que narraban una porción de la vida de las mucamas del hotel. La obra se montó en Berlín, Varsovia y Zurich, y próximamente será estrenada en Copenhague. “Me acuerdo de lo que me dijeron acá, en la primera reunión, cuando les conté de mi proyecto. ‘¿Qué es lo interesante de nuestras vidas?’, me preguntaron las mucamas del hotel Ibis sorprendidas”.

–Están tan invisibilizadas por la sociedad que no creen que tengan algo para contar...

–Claro, me decían: “Limpio todo el día, después me voy a casa, me ocupo de mis hijos y de mi marido. No tengo nada para contar”. Yo las entrevistaba a las cuatro de la tarde, cuando terminaban su trabajo, hechas mierda porque trabajan ocho horas sin parar: hacen seis cuartos por hora, diez minutos por cuarto; son una máquina de limpiar. En esas conversaciones me hablaban desde los preservativos que habían levantado hasta cómo es limpiar el baño de los otros. Ellas descubrían que tenían un montón de observaciones que hacer sobre su trabajo: cómo es limpiar, qué relación tiene una persona sobre un espacio donde no tiene una responsabilidad y no ve a quién lo limpia. La relación huésped-mucama se basa en ese desencuentro, en esa relación fantasmática. Hablar con ellas me proporcionaba un montón de revelaciones; debería haber hecho un libro de citas con frases que me dijeron.

–¿Qué frases recuerda?

–Una me dijo: “La gente se divide entre los que limpian la mierda que está pegada al inodoro y los que no”. Había frases geniales, observaciones muy agudas sobre los desechos del otro. Otra me comentaba: “Si yo juntara todo el semen que encontré en estos años y lo vendiera por Internet, no sabés la cantidad de plata que podría hacer” (risas). Otra me contó que se había enamorado de un huésped y le dejaba siempre una carta y un chocolate: “El chocolate se lo comía, la carta nunca me la contestaba”. Quiero hacer un libro sobre las historias de las mucamas en el mundo; un libro más documental, como si la sociedad se pudiera mirar sólo desde las personas que limpian.

–¿Qué sucede cuando mira lo que otros no miran desde la narrativa? ¿Qué revelaciones se producen?

–Me gusta indagar en lo “invisible” o en lo secreto desde otro lugar, desde esa zona más siniestra de la vida cotidiana. Lo que se revela es eso de la vida misma que es medio aterrador: cuál es el borde entre el otro y yo, qué tipo de relaciones se establecen. Creo que hay muchos relatos sobre lo conflictivo de las relaciones familiares, un ámbito lleno de incomodidades y bordes extraños. No soy de hacer planes cuando escribo, pero pienso mucho hasta dónde voy, hasta dónde se sugiere o se dice. Los relatos dejan espacio para lo no dicho, lo que nunca se termina de revelar. Trabajo en contra de mostrar demasiado; prefiero sacar más que completar, como si todo estuviera a punto de suceder. Pero la tragedia no sucede.

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“Me gusta ese borde entre lo ficcional y lo real, donde uno siente que está muy cerca.”
Imagen: Joaquín Salguero
 
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