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Lunes, 25 de junio de 2012

CULTURA › POLICIALES POR ENCARGO REúNE TRES “NOVELITAS INFERNALES” DE DAVID VIñAS

La versión profana del intelectual de “Contorno”

Mate Cocido, Chicho Grande y Chicho Chico fueron publicadas originalmente en 1953, pero bajo la firma de Pedro Pago. Ahora, la Biblioteca Nacional las rescata a través de su colección Los Raros, con un estudio preliminar de Marcos Zangrandi.

 Por Silvina Friera

La necesidad tiene cara de hereje. El seudónimo –“falso nombre” en griego– oculta una identidad que opta por un modo de clandestinidad próxima al pudor literario y su maleza de prejuicios contra los géneros populares. La escritura responde a las consignas del mercado, dogma del que reniega una intensa minoría de creyentes y eruditos. El horizonte inmediato es el dinero; el margen de maniobra para experimentar parece imposible, apenas una nota residual al pie de un deseo. Pedro Pago emergió de un mandato tan perentorio como irrebatible: alimentar a una familia. No se hacía ilusiones respecto de sus obras Mate Cocido, Chicho Grande y Chicho Chico, publicadas por la editorial Vorágine en la colección Crimen –que presumía ser “la primera colección de novelas policiales argentinas”–, en 1953. Aunque no renegó de la autoría de esos textos, David Viñas asumió su paternidad tardíamente. Aún estaba exiliado cuando le reveló a la crítica literaria Estela Valverde que en los últimos años del peronismo había escrito “unas novelitas infernales que no son nada infernales” bajo el seudónimo de Pedro Pago. Policiales por encargo, de Pedro Pago, reúne los tres libros del joven Viñas, con un estudio preliminar de Marcos Zangrandi, editados por la Biblioteca Nacional en su emblemática colección Los Raros.

Un bandido pragmático

Las “novelitas infernales” de Pedro Pago –seudónimo zumbón hacia ese doble de Viñas sometido al metálico– están lejos del policial tal como lo planteaba Rodolfo Walsh, según postula Zangrandi. No hay un detective que desentrañe la madeja de un asesinato, ni un crimen misterioso, ni pistas, ni una serie de delitos que sean el motor de una investigación. El enigma de estas narraciones es el delincuente mismo como incógnita social. ¿Por qué un hombre humilde, honesto, trabajador, deviene mafioso, bandolero, “fuera de la ley”? La primera novela, Mate Cocido, es la única que intenta ser fiel al derrotero de David Segundo Peralta, un obrero tucumano encuadernador de 21 años, acusado tempranamente de un robo que no cometió. La institución policial es arbitraria y un semillero de injusticias. “El destino se le caía encima de una forma imprevista y trágica: sintió todo el dolor del hombre que es acusado de algo que desconoce, que lo hace sentir desligado de toda la realidad, que lo hace sentir extraño frente a los valores de bien y de mal”, se lee en las primeras líneas. La prosa de Pedro Pago es de una uniforme y calculada convencionalidad, clásica en su factura y en su resolución. Los primeros tres capítulos están dedicados a compendiar la vida antes de la leyenda: la primera condena, el traslado a la provincia de Córdoba, el record de detenciones –12 en un año, en 1920–- y cómo poco a poco se transforma en un veterano de esos “tristes lugares” que son las cárceles. Ya en el cuarto capítulo entra en acción el famoso Mate Cocido. En realidad debería ser “Cosido”, popular alias que respondía a la profunda cicatriz en la frente de Peralta, y que en las fotos policiales resaltaba por la calva. Pago/Viñas escamotea esa seña particular; en el juego de palabras entre la infusión criolla –cocido– y la herida en la cabeza, prefiere el apodo tal vez menos aguerrido.

El Mate Cocido de Pago no es un valiente de “labios para afuera”. Tampoco estaría alineado, automáticamente, en las filas de los “justicieros románticos”. Es notable cómo el narrador de la novela enfatiza en varias oportunidades la voluntad manifiesta de Peralta de evitar la violencia, un tópico que está en sintonía más con la documentación histórica que con la voluntad de cristalizar una filiación anarquista. En esta misma línea, el lenguaje de Mate Cocido puede ostentar en módicas dosis la insolencia o los chispazos del hombre “culto” y educado que dicen que fue. El abuso de palabras “raras” o sofisticadas atentaría contra la legibilidad de una novela que se vendía masivamente en los quioscos. “Este asunto de las noticias tenemos que tenerlo bien arreglado en el futuro –dijo Mate Cocido–, tenemos que organizar nuestro sistema de información de una forma inobjetable.” Agrega a continuación el compañero más fiel del bandido: “‘¿Inobjetable?’, preguntó Zamacola, que no entendió el término”. En uno de los atracos más conocidos de la época –promediando la década del ’30 del siglo pasado–, la banda de Mate Cocido asalta la sucursal de Bunge & Born en la localidad de Pampa del Infierno (Chaco). Lo más sugestivo de este capítulo, la roncha que instala Pago en la piel de la leyenda, es lo que hace el jefe indiscutido cuando se alza con el botín. Lo reparte en partes iguales, pero abandona a dos de los integrantes (Herrera y Bejarano) durante la huida. La explicación del jefe mete cuña al mito romántico y se presume de cosecha Viñas: “A esa gente no la vamos a necesitar más. Ellos ya han hecho todo lo que sabían hacer. Ahora me molestarían en el sentido de que podrían delatar todos nuestros escondites”.

El Menard borgeano ya postulaba que “la gloria es una incomprensión, y quizá la peor”. Pronto el Mate Cocido de Pago cosecha imitadores, exégetas que empobrecerán al “original”. Se entera, como corresponde, leyendo los diarios. El inicio del capítulo once tiene algo de quijotesco. La dupla Mate Cocido-Zamacola descubre que asaltaron a un tipo llamado Lavié en Enrique Urien, un lugar que no recuerdan haber visitado. No todo lo que se cuenta tiene su correlato en los hechos reales. Zamacola no murió en un tiroteo con la policía hacia 1939, como se afirma en las últimas páginas del libro. El maleante en cuestión, luego de su paso por la cárcel, se dedicó al comercio de la madera en una localidad chaqueña, tuvo muchos hijos y una larga vida. En cambio, el destino de Peralta quedó en suspenso. Se sabe que logró escapar, pero no hay registros de su paradero, sólo conjeturas: que deambuló por varias provincias y que se instaló en Paraguay. Eminente es el final de esa primera novelita infernal del Viñas previo a Contorno: “Solamente pensaba en escapar y en hundirse para siempre en la selva. En esa selva de la que no saldría jamás. Que lo tragaría por ensalmo y que lo cubriría para siempre”.

Chicho Grande y Chicho Chico pastorean bajo el libre albedrío de Pedro Pago. Poco tienen en común estas novelas con las peripecias de los famosos capomafias de la década del ’30; están ambientadas casi enteramente en la ciudad de Buenos Aires –salvo un trágico episodio de Chicho Chico en Mar del Plata–, cuando las bandas de Juan Galiffi y Francisco Marrone –los nombres verdaderos de los hampones– actuaron principalmente en Rosario y algunas pequeñas localidades cercanas. Zangrandi subraya, en el estudio preliminar, la entrada en escena de Agata Galiffi –la hija de Juan– por el modo en que reduce la dimensión de Chicho Grande. “Ella es la que muestra el verdadero carácter en la mesa de los capos que se disputan el poder y que enérgicamente interrumpe la violación de la muchacha secuestrada”, afirma el crítico. Agata no vacila en gritarle, nada menos que al padre, “¡viejo de porquería!”. Ciertamente que la imagen de un jefe mafioso se pulveriza ante los ojos del lector para componer la de un pobre miserable sin autoridad moral. Los tópicos de la enfermedad, la vejez y la debilidad están inscriptos en la obra posterior de Viñas: Los dueños de la tierra (1958), Hombre de a caballo (1968), Jauría (1974) y Cuerpo a cuerpo (1979).

Sería demasiado arriesgado anticipar que la publicación de esta tríada de novelas consiga hundir el mito de Pedro Pago como el lado fantasmal de Viñas, como material renegado. Más allá de la que la utilización de seudónimos era frecuente entre los autores del género –la lista es más extensa, pero se podría apuntar a Bustos Domecq y Suárez Lynch (Borges y Bioy) y a Daniel Hernández (Walsh)–, Viñas no las reeditó en vida; minimizó el valor de esos textos. Quizás ese otro “yo” tenía una ductilidad de escritura en función del mercado demasiado exultante o “pecaminosa” para el joven intelectual de Contorno, revista que se lanzó precisamente en 1953, el mismo año en que Pedro Pago irrumpió en el circuito mainstream. La versión profana de Viñas –popular y festiva– podría ampliar el campo de batalla de un fugaz centelleo. El tiempo siempre hace su trabajo, aunque nunca es definitivo. Quizás un día no muy lejano se diluyan las tensiones marginales entre Viñas y su doble.

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En estas novelas, el enigma es el delincuente mismo, visto como una incógnita social.
Imagen: Pablo Piovano
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