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Martes, 4 de agosto de 2015

CULTURA › JUAN CARLOS KREIMER HABLA DE LA REEDICIóN DE PUNK, LA MUERTE JOVEN

“El punk se convirtió en escenografía”

El escritor y periodista escribió el libro en Londres durante la explosión del movimiento musical y social, mientras todo sucedía. Luego se alejó del rock, pero su trabajo encontró una y otra vez lectores jóvenes. La nueva edición está ampliada con recuerdos de la época.

 Por Juan Ignacio Provéndola

Juan Carlos Kreimer llevaba dos años en Londres, adonde había ido acompañando a su novia bailarina tras una estadía en París. Trabajaba de acomodador en un teatro y, en sus ratos libres, escribió Tipo de ninguna parte, una novela que calificó como “maldita, caótica y anárquica”. Para Ute Korner, gerenta de la editorial catalana Burgera, era “pura mierda”. Ella le propuso otra cosa: hacer un libro sobre esos chicos pintarrajeados que mencionaba de manera tangencial. Le daba 2 mil dólares de adelanto y un mes de plazo. Así surgió Punk, la muerte joven, obra fundamental de ese fenómeno que Kreimer vivió en primera persona, en pleno 1977. Tiempo que le bastó verlo crecer, explotar... y fagocitarse.

La obra de Kreimer envejeció mucho mejor que su objeto de estudio. Es por eso que aún sigue encontrando jóvenes lectores que lo descubren y viejas editoriales que la vuelven perdurable. La nueva edición, 38 años después que la primera, incluye, además, un material inédito. Está, a modo de anexo, con el nombre de “Historias Paralelas”. “La editorial me pidió que cuente cómo fue que escribí el libro –explica Kreimer–. Tenía notas apuntadas de esa época que quería incluir en el texto original, pero estaba tan bien armado que me parecía una herejía romperlo. Entonces, el verano pasado me fui de vacaciones y las llevé como ayudamemoria. Dije: ‘Voy a contar todo lo que sé y recuerde... porque no quiero escribir nunca más sobre el punk’. La perspectiva me hizo agregar cosas que en ese momento deseché, o que las pasé por arriba.”

–¿Cómo fue la experiencia de releerse treinta años después?

–No lo tomé como una misión literal. Traté de hacerlo para recordar más bien el entorno en el que produje eso. Es increíble lo que ocurre en la conciencia, porque incluso llegué a recordar cosas que ni siquiera había escrito. Revisé esos viejos apuntes más como algo inspirador. Aunque en ese momento ya tenía grabador, tomaba muchas notas de las palabras claves de una charla, que era lo que se estilaba hacer. Se reconstruía lo hablado a partir de esos apuntes y un buen periodista era quien lograba hacer eso de la mejor manera. Vengo de esa escuela y, aunque actualmente grabo, por lo general termino usando solamente las ideas que apunto en un papel.

–En esas notas recrea una escena en la que escucha conmovido en la soledad de su cuarto un disco de Cafrune que acababan de regalarle. ¿Estaba abstraído de su condición de extranjero en Londres?

–Había tanta data y cosas que ocurrían, que me dejaba llevar. Y olvidaba. Porque tampoco había tanta cosa argentina. Ni siquiera un restaurante, por nombrar algo con lo que uno hoy puede encontrarse en muchas ciudades europeas. El disco me lo regaló Alexander Trocchi, a quien conocí por una amiga. El tipo era un prócer beatnik para mí y lo encontré en una feria, sentado en banquito, ordenando cajas con las manos sucias. Cuando se enteró de que yo era argentino, sacó de una de ellas un disco de Cafrune, todo gastado, que aún sigo teniendo. No lo podía creer.

–¿Estaba entonces en alguna búsqueda personal o era simplemente un inmigrante entregado a las necesidades de la subsistencia?

–Estaba en una transición. Por un lado, veía la muerte de cierto idealismo sesentoso. Por el otro, tenía muy presente la sangría que estaba ocurriendo en la Argentina. Los discursos alternativos habían sido cooptados por el sistema y yo estaba huérfano de referentes. De repente, apareció Malcolm McLaren y me pareció que era el tipo que más lo captaba. Y que más lo aprovechaba, naturalmente.

–¿El punk lo sedujo o se sintió empalagado?

–Musicalmente, algunos temas eran muy lindos. Y algunas zapadas también. Lo que ocurre con el punk es que no es para escucharlo siempre, como “Yesterday”, “When I’m 64” o “Let it be”. Era una música de combate, que era donde se estaba en aquel entonces. Pero no escuchaba los discos como un fanático ni tampoco me hice amigo de los músicos. Por supuesto que había personas muy macanudas, como Richard Hell, Joe Strummer, Tom Verlaine, Ian Dury o la propia Patti Smith, con quienes resultaba agradable charlar. Pero era difícil hacerte amigos de tipos con éxito, porque había cincuenta periodistas con esa intención y yo no quería correrlos de atrás como ellos.

–¿Conservó relación con alguna de aquellas personalidades del punk que frecuentó?

–No. El único vínculo que mantuve un tiempo fue con una chica de España que me ayudo a buscar info de allá. Pero nada más que eso, porque después me volví y por supuesto que aún no existía el e-mail, entonces no era tan sencillo restablecer las relaciones. Además, el rock me empezó a aburrir y descubrí otras cosas, como la gestalt, la antipsiquiatría o la búsqueda del potencial humano, que me parecían mucho más profundas e interesantes. El rock era una cosa medio cíclica que, en el fondo, terminó contribuyendo a seguir el circo del sistema. Lo otro, en cambio, representaba una búsqueda personal, porque metía el cuerpo y trataba de ver quién era uno. Para ser mejor, en definitiva. El punk, por su parte, dejó de ser un espíritu y se convirtió en una escenografía. Volví a Londres varias veces, sobre todo cuando edité en la Argentina la colección For Beginners, que es de allá. Después, ya no. Ni tampoco me muero por ir. En realidad, no me muero por ir a ningún lado en particular. La paso bien acá.

–En Bicizen, otro libro suyo, escribió que lo que lo hace sentirse local en un lugar es recorrerlo en bicicleta. ¿Eso hizo en Londres durante la época de su investigación sobre el punk?

–Una noche, volviendo del teatro a mi departamento, encontré un cuadro de una bicicleta inglesa tirada en un tacho. Como buen argentino, me lo cargué al hombro. Al otro día lo limpié, le saqué el óxido y fui a una bicicletería. Buscaba cosas usadas para armarla y me dieron un asiento, un manubrio y unos cables para el freno. Además, la pintaron de azul y blanco. Todo por 15 dólares, que es lo que ganaba en una semana. Y me duró más tres años. ¡Lo más caro terminó siendo el candado!

–En ese momento, andar en bicicleta de manera cotidiana era tan contracultural como el propio punk...

–¡Era de pobre! En esa época vivíamos con muy poca guita. Podías trabajar un tiempo y después zafar. O dedicarte a viajar. El Ministerio del Interior te daba un carnet de periodista que, entre otras cosas, te servía para sacar pasajes por Aerolíneas Argentinas a la mitad del valor. La trampa era comprar la ida y la vuelta y después pedir que te devolvieran el tramo de vuelta en efectivo para poder moverte en el destino. Digamos que, si tenías inquietudes, había más facilidades para canalizarlas. Gracias a eso, por ejemplo, fui varias veces a Estados Unidos. Viajaba, hacía notas, las traía y las vendía acá. Iba a hoteles o paraba en lo de amigos. Era otra época. Había como una especie de Internacional para los jóvenes. Siempre encontrabas un amigo, o un amigo de un amigo, y te ayudaba a arrancar. Ahora entiendo que eso es más difícil.

–¿Dónde ve expresada hoy la contracultura? ¿O cree que, de tanto insistir, esta terminó cooptada por la cultura oficial?

–Hay que rastrearla en algunos sitios de Internet, en trabajos de editores independientes, en grupos indies, en los pintores callejeros, en la gente que se autoedita. La veo por ese lado. Pasa que, hoy en día, la viralización de la información hace que cualquier cosa que aparece se replique y pierda su poder de fuego. Si pensamos en la contracultura como algo que está en contra de la cultura, diría que murió. En todo caso, creo que la contracultura no la opone, sino que la contrapesa. Y, viéndolo así, está más viva que nunca.

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