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Sábado, 25 de abril de 2009

OPINIóN

Escenas de la vida en Marte

 Por Eduardo Fabregat

La noticia apareció esta semana entre los cables internacionales, aunque uno se queda con la sensación de haberla leído antes. Edgar Mitchell, ex astronauta estadounidense que fue miembro de la tripulación de la Apolo XIV en 1971, aseguró que “no estamos solos en el universo”, y que el gobierno de su país hace todo lo posible para ocultar que el supuesto aterrizaje extraterrestre en Roswell en 1947 no es un mito sino la pura verdad. Como es habitual, la NASA salió a desmentir la especie, pero el tema quedará como pasto para los debates de rigor. Es que la vida en otros planetas es uno de los temas favoritos de la especie humana, fuente de inspiración para un interminable abanico de expresiones artísticas. De la comunicación con tonos de Encuentros cercanos del tercer tipo de Steven Spielberg a las canciones de Los extraterrestres se comieron mi Buick de Thomas Dolby, pasando por un par de Everests de libros y películas de sci–fi, revistas con “documentos fotográficos definitivos”, programas radiales al estilo Orson Welles y ensayos seudocientíficos, la teoría lógicamente basada en la vastedad del universo nos ha convencido de que, como aseguraban Mulder y Scully, la verdad está ahí afuera. Inefables enanitos verdes y monstruosos Aliens dientudos que salen del pecho de un infortunado huésped. No estamos solos.

En ese abanico que va sin dificultad de lo ridículo a lo inquietante, hay obras que hacen algo más que regodearse con el mero juego de imaginar. En 1950, cuando contaba con apenas 30 años, Ray Bradbury escribió su obra cumbre. Crónicas marcianas no sólo convertía al planeta rojo en un destino posible y cercano. Servía, sobre todo, como amarga reflexión sobre el espíritu del hombre, que se acercaba a Marte no con la pasión del explorador sino con la soberbia del conquistador. Los primeros relatos cuentan las astutas maniobras de los marcianos para burlar la depredación humana, pero promediando el libro los terrestres al fin se instalan a sus anchas: es solo cuestión de tiempo que la vida marciana se extinga, del mismo modo en que se extingue la vida en una Tierra acosada por las guerras y un mal entendido sentido de progreso. “El picnic de un millón de años” cierra esas crónicas con una combinación de desesperanza y nuevo comienzo, una familia que huye de la Tierra devastada. En un Marte lleno de hermosas ciudades derruidas, el padre de esa familia de Robinsones trata de calmar la ansiedad de sus tres hijos, que quieren al fin ver, conocer a los marcianos; enciende una hoguera que alimenta con documentos oficiales y habla, para ellos pero también para sí, también para el lector.

“Estoy quemando toda una manera de vivir, de la misma forma que otra manera de vivir se quema ahora en la Tierra. Perdonadme si os hablo como un político, pero al fin y al cabo soy un ex gobernador; un gobernador honesto, por eso me odiaron. La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han callado las radios. Por eso hemos huido...”

Al final del relato, William Thomas le dará el gusto a sus hijos: “Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”

Ya basta de buscar ahí afuera, decía el gran Ray. Los marcianos somos nosotros.

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El 20 de marzo pasado, el periodista Luis Paz realizó en este diario una entrevista con los responsables de la muestra Game on! Allí se consignaba un dato revelador, suficiente para quedarse pensando un buen rato: el Pong, esquemático y monocromo tatarabuelo de los videojuegos, fue lanzado al mercado por Atari en 1972. Entre la aparición de la palabra escrita y los primeros experimentos de –cuándo no– los chinos en el arte de imprimirla pasaron varios siglos. Entre esos experimentos y la imprenta de tipos móviles fabricada por Gutenberg pasaron más de cuatrocientos años. La industria del videojuego solo necesitó 36 años para completar el recorrido entre las míseras barritas y la pelota cuadrada del Pong y los videogames de apariencia real, cuyas posibilidades aún no vislumbran frontera alguna. Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír, supo cantar un tipo de antena atenta, capaz de resumir el universo en una frase, en 1987. Hace una eternidad.

La semana pasada, en Amsterdam se realizó otra edición de Next Web, respetado encuentro periódico de expertos en tecnología y nuevos medios de comunicación. Uno de los temas centrales que se meneó en la serie de conferencias fue la muerte del blog: según reportó Andrew Keen en el diario The Independent, Hermione Way, fundadora del sitio Newspepper.com, señaló en el encuentro holandés que “El blogging tal como lo conocemos está muerto. Se terminó”. Parece una afirmación temeraria, pero tiene sus fundamentos. El sistema de “publicación simple” y el RSS (Really Simple Syndication) impulsado por Dave Winer en 1997 hoy aparece jaqueado/ hackeado por el

boom de las redes sociales. Si hace un par de años se leían por todos lados informes del estilo de “cada segundo se abren en el mundo quichicientos blogs”, hoy todo eso quedó sepultado, historia vieja, por la marcha arrasadora de Facebook, MySpace o Twitter. Las nuevas, pulposas vedettes de Internet miran a WordPress y especialmente Blogger (que cuenta con muchas menos herramientas que WP) como a una bataclana estragada que baila en un escenario polvoriento. Con la condescendencia con la que una consola Wii o una PlayStation 4 podría mirar al Pong. El blog, la revolución del otro día, es ahora la piedra Rosetta.

“La verdadera revolución no estará en el código abierto, sino en las mentes abiertas”, escribió Winer en 1998 en el blog pionero Scripting News. La web del siglo XXI exige precisamente mentes abiertas, dedos ágiles y capacidad de adaptación. Exige algo que se parece a lo sobrehumano. Todo se construye y se destruye tan rápidamente.

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El día está terminando, la noche es tan silenciosa como los canales de Marte. Ya está. Ya leímos los debates, los intercambios más o menos corteses o las puteadas cibernéticas de los grupos de Facebook “Yo banco a Montoya” o “Muerte a Montoya”, centrados en el tipo que hace un año era un enfermo que inventaba impuestos y perseguía a los ciudadanos para sumar a la caja de los políticos corruptos, y ahora es un luchador de la libertad que se enfrenta a la tiranía reinante. Sin dejar de responder múltiples mensajes de texto, leímos un tweet del empleado de relaciones públicas de Britney Spears que, sin exceder los 140 caracteres, dice “Hoy fue un buen día, vi a mi personal trainer y me fui de shopping. Preciosas botas nuevas imitación de piel de leopardo”. En YouTube encontramos la filmación de celular de los ademanes de Raphael en el Luna y otra con los cavernosos alaridos de Lemmy Kilmister en Argentinos Juniors. Mientras chateábamos por el MSN o el Google Talk o FB, recorrimos rápidamente algunas de las piezas de música, fotos, textos, videos, reflexiones, audios, colgados por los 220 millones de usuarios de MySpace. Con un ojo puesto en el noticiero, una oreja en una radio online y la otra en el reclamo del hijo que quiere compartir un partidito en la consola, pusimos el ojo restante en el cartoon hecho a pedido en el que finalmente el Coyote se almuerza al Correcaminos, otro hit de la web. La mano izquierda apretó el botón de “ignorar” el llamado de un pesado por celular, mientras la mano derecha movía el mouse para acercar esa vista de Google Earth que revela una extraña mancha en el horizonte. Un plato volador, diría el astronauta Mitchell, aunque a nosotros nos parece un bloque de pixeles metido a propósito para generar tráfico. El teléfono sonó otra vez y lo atendimos, pero ahora no podríamos decir qué hablamos porque estábamos riéndonos con la parodia del control de la Playstation 4 lleno de botoncitos que encontramos en un sitio de geeks. Leímos varios blogs –que estarán muertos para Hermione Way pero no para nosotros, no todavía– y comentamos en algunos, nos peleamos completamente al pedo con un comentador anónimo y nos hicimos amigos de un nick simpático. Fundamos el grupo “Cárcel a los especuladores que subieron un 200% el precio del repelente de mosquitos”. Visitamos el maravilloso sitio de comedia Funny or Die, revisamos seis o siete cuentas de mail, nos sentimos algo ridículos haciendo el test de “Qué libro latinoamericano eres” o “Qué canción heavy metal eres”. La tele abrió un nuevo canal de simulaciones de sexo entre animales extintos: lo chequearemos después, si Edenor o Edesur no nos cortan la luz porque en el barrio nadie pone el aire acondicionado a 23 grados. Vivimos el día que termina enganchados a una, dos, veinte, mil máquinas.

Apretamos Inicio, apretamos Apagar. Y allí, reflejado en la pantalla oscura, los ojos enrojecidos y achinados de tanto baño catódico, un extraterrestre nos devuelve una larga, larga mirada silenciosa.

Ya basta de buscar ahí afuera.

Los marcianos somos nosotros.

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