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Sábado, 13 de junio de 2009

OPINIóN

El parto del elefante

 Por Eduardo Fabregat

¿Qué es más importante, grabar o tocar? Días atrás, en una charla informal, el guitarrista y cantante Mariano Fernández comentaba que Aire, tercer disco de Me Darás Mil Hijos, había sido “un parto... un parto de elefante, tres años de trabajo que casi nos volvieron locos”. Afortunadamente, semejante esfuerzo valió la pena, se tradujo en un notable resultado artístico, una de las razones que convierte a MDMH en una de las bandas a seguir de la escena independiente. Otra de las razones es lo que produce en vivo: esas dos facetas de un mismo proyecto dieron pie en aquella charla a algunas apreciaciones que merecen un debate ciertamente más extenso. Para una banda que varía entre 9 y 12 integrantes (según se presenten con sección de vientos o no), llevar adelante su historia a veces puede parecer un eterno parto de paquidermo. Pero no queda más remedio que encararlo y pujar: lo otro es la inmovilidad, que nunca fue sinónimo de arte.

Algunas décadas atrás solía fantasearse con la ultramodernidad que supondría la llegada del año 2000. La cifra tan redonda daba pie a los raptos de imaginación más variados, y a medida que la fecha se acercaba supieron dispararse también las presunciones catastróficas, que podían pasar por la interpretación religiosa del fin del mundo, la afiebrada lectura de los textos de Nostradamus o la paranoia del Y2K, aquel temor de que la humanidad quedara reseteada por un apagón tecnológico que nunca llegó. Es curioso que todo eso parezca historia tan antigua justo ahora, el momento en que realmente la modernidad mezcla todas las barajas, deja patas arriba las reglas del juego, obliga a pensar todo de nuevo. Ya nada es como era, y es una realidad tan potente que resulta ocioso preguntarse cuándo fue que cambió todo. No hay autos voladores, ni viajes interplanetarios: lo más llamativo, lo que produce el paisaje más extraño, está en lo cotidiano.

En la poderosa leyenda de The Beatles hay una historia recurrente, que dio pie a infinidad de chistes sobre el olfato de la industria: es aquella que rescata la anécdota del sello Decca rechazando a la banda porque “los grupos de guitarra son cosa del pasado”. Descorazonados por la falta de interés, John, Paul, George y Ringo terminarían cayendo en las manos y orejas de George Martin, y el resto fue historia grande. El trasfondo de esa anécdota es la significación, la trascendencia que tenía el disco por entonces. Los Beatles ya eran una banda bien curtida en el escenario, las horas y horas de show en Hamburgo habían cristalizado su sonido y su entendimiento. Pero el disco, el primer disco sobre todo, era un trofeo a alcanzar, la certificación de existencia más allá de lo efímero de la ejecución en vivo. La cosa es aún más curiosa si se tiene en cuenta que la música (y el músico) trascendió los siglos sin que hubieran formas de retenerla y reproducirla en un soporte determinado. Una vez nacido el disco, y a partir de los ’40 y ’50 del siglo XX, su reinado pareció opacar todo lo demás: nadie podía hablar seriamente de una carrera si no tenía discos grabados que la jalonaran. Incluso los muchachos de Liverpool, hartos de escuchar alaridos en vez de la música que estaban tocando, renunciaron a mostrarse en vivo y se dedicaron al estudio, convirtiéndolo en una herramienta creativa más.

Es así como la historia de la música contemporánea encontró hitos con los que ir encadenando épocas, logros, bajones, estilos y cambios de marea en obras encerradas primero en pasta, después en vinilo negro y cinta magnética, luego en policarbonato plateado, y después... y después comienza la nebulosa, los interrogantes, los mazos con trampa. La invención del MP3 y el advenimiento de la era digital fueron el punto de partida para este paisaje, tan lleno de nuevos matices que obliga a la reflexión permanente sobre los pasos a seguir. Cualquier análisis serio deja claro que el compact disc es un formato en retirada, que los músicos pueden seguir pensando su obra en álbumes, pero el público los fragmentará, que esa obra puede ser comercializada en pen drives, teléfonos, conexión de banda ancha y tarjetas con pin para descargar.

El modo en que el público se relaciona con los artistas aún no está tan subvertido: uno aún espera El nuevo de Fito, El nuevo de Andrés, de Spinetta o el Indio o Cerati. Pero para quienes no cuentan con ese renombre y esa expectativa las cosas no son tan tajantes, ni son tan claras. Y al mismo tiempo, el ocaso del disco y la explosión tecnológica significan también la lenta degradación de la dictadura de los sellos. Hace ya una década larga, Manu Chao señaló en una entrevista con quien esto escribe que los músicos consentían demasiado el capricho de las grandes grabadoras, que su intención era grabar discos más breves, de 5 o 6 canciones, cada menos tiempo. El nunca cumplió esa promesa, pero era un razonamiento interesante. Hoy, The Beatles no tendrían por qué esperar el pulgar arriba de Decca o de EMI para llegar al trofeo redondo, podrían registrar sus canciones en su propia computadora, subirlas a su propio sitio y confiar en el efecto viral de la red. Es cierto que el sistema de compresión MP3 atenta contra la calidad del sonido, pero ya hay suficientes variantes –como el FLAC– como para que digitalizar no signifique recortar.

¿Por qué, entonces, atarse a formas que ya son parte del pasado? Recurriendo a alegorías animales, en el parto del elefante la industria se sigue quedando con la parte del león. Ahora como antes, los músicos son plenamente conscientes de que la subsistencia no está en los discos, ni siquiera en el plus del aparato de difusión que prometen las grandes discográficas, que a veces se queda en mera promesa. A Divididos se le reclama que hace diez años que no edita nuevo material, pero la banda nunca dejó de tocar: quizá su error sea que el temor al pirateo la llevó a no renovar el repertorio, no estrenar canciones en esa vida de escenario, pero lo suyo está lejos de ser inactividad. Aunque ahora finalmente estén trabajando en el estudio, parecen haber tomado la decisión de recordar que lo trascendente es lo aparentemente efímero, que nadie puede convertir a Mollo y Arnedo en un archivo downloadable o recortarles las frecuencias. Que nada reemplazará nunca ese vínculo directo. Que entre ellos y el borderó hay muchos menos intermediarios ansiosos por morder su parte.

De este brumoso terreno es donde salen las puntas para continuar el debate: ¿hasta qué punto es imprescindible concebir, gestar, parir al paquidermo, cuando el músico dispone de formas más ágiles, veloces y certeras para desarrollar su arte? ¿Cuánta energía hay que poner en la imposible tarea de modificar las leyes del negocio discográfico, y cuánta en reclamar que haya más escenarios para el acto efímero que trasciende las épocas? ¿Por qué invertir hasta los riñones en una producción que muchos bajarán sin pagar, incluso antes de que el disco tenga existencia efectiva? ¿Por qué no mantener un flujo periódico, menos traumático, menos elefantiásico, de canciones que sostengan una práctica del contacto real, la verdad de la milanesa de un músico frente a su auditorio?

El siglo del disco está llegando a su fin, y el músico se reencuentra con la verdadera trascendencia. No es necesario parir con dolor. Y una guitarra no tiene por qué pesar siete toneladas.

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