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Sábado, 20 de junio de 2009

OPINIóN

El arte, esa máquina del tiempo

 Por Eduardo Fabregat

“Imaginate a la isla como una gran bandeja giradiscos. Cuando Benjamin Linus movió la isla, el disco empezó a saltar una y otra vez.” La ¿explicación? del físico Daniel Faraday es una de las claves de la delirante quinta temporada de Lost, en la que los sobrevivientes del vuelo Oceanic 815 que quedaron en la isla se la pasan saltando de época en época, de los ’50 a los ’70 y más allá, encontrando a diferentes personajes secundarios con diferentes edades... e incluso a ellos mismos en el comienzo de su naufragio. Es ficción, claro. Ciencia ficción, para más datos. Pero al cabo no suena tan desquiciado darle la derecha al científico loco de Oxford: al antojo del público usuario, la vida también puede ser una turntable que salta y descoloca, que lleva de visita a diferentes paisajes temporales. Y dentro de ellos, a todo un paisaje personal. Emotional rescue.

El ejercicio de la memoria suele tener la forma del capricho. Uno puede no recordar el nombre de la persona que le presentaron la semana pasada, pero retiene a la perfección el número de teléfono de la casa de su infancia. Más aún: se recuerda el sonido de su timbre, el aspecto del aparato, la resistencia del disco y el peso del auricular, dónde estaba colocado en la casa (nota para el público más flamante: allá lejos y hace tiempo, el teléfono era algo tan poco móvil como el horno o la heladera, el celular era el temido camioncito que se llevaba melenudos en la puerta de los recitales) y hasta el color del tapete que tenía debajo (segunda nota: el monstruo de baquelita siempre tenía un tapete abajo, un adorno para realzar su importancia). La memoria me resulta complicada, no me acuerdo ni de las cosas que leí, decía, cantaba Spinetta, pero esta vez hay que contradecir al Flaco. Uno sí se acuerda de las cosas que leyó. Y las canciones que escuchó. Y las películas que vio. Y las emisiones de radio que oyó. Y los programas de televisión que disfrutó o padeció. Y todo eso junto, todo mezclado, aderezado con la inseparable biografía, construye un recuerdo tan vivo como esta mañana: el arte como máquina del tiempo.

Sólo ese pegamento mágico consigue el flashazo hacia atrás, el H. G. Wells de Rod Taylor dándole murras a esos Morlocks que parecían músicos beat pero musculosos y peor entrazados. Nos costará un día y medio recordar de dónde tenemos a ese tipo que nos saludó en el bar, pero basta escuchar el arpegio de piano de “Children’s crusade” de Sting para conjurar esa noche que vimos Bring on the night en el Atlas Lavalle, y en la mochila llevábamos Oficio de tinieblas 5 de Camilo José Cela, y a la salida fuimos a La Martona de Corrientes con el mejor amigo a envidiarle al ex Police la impresora de pentagramas y charlar como en mónadas del viejo Cela sobre el corazón destrozado por la chica conocida en el Estrella de Maldonado. Buenas noches Sr. Wells, buenas noches Sr. Abrams, la verdad es que no andaban tan para el lado de los tomates.

Las películas que tratan de viajes en el tiempo suelen pasarse de rosca, rizar el rizo a extremos incomprensibles. Los devaneos de la versión George Pal de The time machine (1960) quedaban pálidos ante la propuesta de Terminator (ni hablar de sus continuaciones) o los castigos retroactivos de Minority Report o el inolvidable, por momentos excesivo, vaivén de Marty McFly y el Doc Emmett Brown en Back to the future. Sin embargo, la cabeza se permite suspender la incredulidad, entrar en el juego y comprar y comprender las paradojas, no solo por uso del intelecto sino también por la fuerza de la costumbre. De pronto suena en la radio “Money” de Pink Floyd o “Black dog” de Led Zeppelin o “Street fighting man” de The Rolling Stones y las paredes se difuminan, el presente se diluye y estamos otra vez en el living de la casa de un compañero de primaria, escuchando ráfagas de sonidos raros que provienen de la habitación del hermano mayor y sus amigos, que apenas nos dirigen la palabra y usan unas raras remeras de batik y pasan con unos discos bajo el brazo que dicen Yes y tienen unos dibujos rarísimos.

La última edición de La Mano ofrece un informe sobre la locura en el rock, y cuando se lee el título de la canción “Am I going insane?” de Black Sabbath ya no es 2009, es 1982, la Guerra de Malvinas aún está sucediendo y las risitas desquiciadas de Ozzy Osbourne y sus acólitos, bichos raros en la era de ABBA y Village People, refuerzan la sensación de irrealidad, de transporte en el tiempo. Volvemos a estar ahí, entre los muros de una pieza que ya no existe pero vuelve a existir hasta en sus más mínimos detalles.

Estamos adentro pero también observamos desde afuera, porque es imposible terminar de desactivar la conciencia. Viajeros del tiempo pero responsables, sabemos que aunque pudiéramos no nos atreveríamos a tocar nada, a cambiar el curso de las cosas: está demasiado presente el consejo del Doc, no hay que alterar el espacio-tiempo, y también está claro que aquí no hay ningún DeLorean a 88 millas por hora, que el salto del giradiscos no deja de ser un intenso y creíble ejercicio de la imaginación.

¿Cómo olvidarse de esas cosas? La combinación de factores pasados no hace más que enriquecer el presente. El secreto de las radios de clásicos, del mezcladito infernal de La Mega, del canal Volver o TCM Classics radica en ese valor agregado por el consumidor, su propia biografía, para vulnerar la línea del tiempo. La gran incógnita para la sexta temporada de Lost es si los viajeros, una vez estabilizada la púa de la bandeja, lograrán modificar el devenir de los sucesos, reescribir la propia historia reciente.

Pero uno no quiere reescribir. Uno quiere re-leer, re-escuchar, re-vivir, aun con los modos artificiales de la memoria. Es común que en el relato hacia afuera las anécdotas se enriquezcan, se embellezcan con detalles que no son ni mentira ni verdad. Son solo eso, detalles. Pero en el viaje particular y privado las cosas se presentan como son, como fueron. Y hay escenarios que son inexplicables, difíciles de transmitir: cualquiera puede hacerse una idea del contexto de un Moris en Obras o unos Redondos en Obras porque Obras sigue allí, algo maquillado y con otro nombre pero más o menos igual. Lo que no hay es un atlas que señale las características del Tizona de Flores donde tocaba Punto Rojo. No hay manera de describir lo que sucede cuando suena “The breaks” de Kurtis Blow o “Ladies night” de Kool & the Gang o uno de los Grandes Lentos del rock argentino y el viajero se va al tiempo de los bailes en Bet Am, Náutico Hacoaj, Hebraica o Bet El: los atentados a la Embajada y a la AMIA clausuraron para siempre esa línea temporal.

El viaje está ahí, al alcance de la mano y de la cabeza. El viaje puede hacerse (gracias, Dr. Faraday) incluso con una misma bandeja: quien creció escuchando vinilos aún hoy debe refrenar el impulso de levantarse a dar vuelta el disco cuando termina “Yo no me caí del cielo”, “Problem child” o “Seaside rendezvous” o “Ticket to ride” o “Viernes 3 AM” (la lista podría ser interminable). Y si uno se levantara a dar vuelta el disco no sería muy diferente de los losties viendo, oliendo, experimentando, palpando los tiempos idos, dándole rosca a la palanca de la maquinita de Mr. Wells.

El siglo pasado, a la misma hora.

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