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Sábado, 11 de julio de 2009

OPINIóN

Cinco letras y un funeral

 Por Eduardo Fabregat

La broma viene circulando con intensidad desde hace días, casi desde que se conoció la noticia: la muerte de Michael Jackson pegó tanto que miles y miles de personas lo homenajean luciendo su clásico barbijo. Sí, claro, casi todos los chistes son crueles, pero la chanza viene al caso porque une dos temas que acaparan la atención de los últimos días, virus noticioso, charla cotidiana y pasto abundante para el último momento. Cinco letras y un funeral, el término gripe repetido hasta el hartazgo y las faraónicas exequias del Rey del Pop.

Hace poco, en el programa televisivo 6 en el 7 a las 8, se recordó que a comienzos del siglo pasado la gripe española mató a 70 millones de personas, y el mundo siguió andando. Pero es necesario recordar que entonces no existía la televisión ni Internet, potentes herramientas que convierten a la paranoia en la disciplina olímpica más extendida de estos días.

Corren tiempos de alta temperatura. A la abundante crispación pre y post electoral se agregó la fiebre que sube el mercurio de los que cayeron bajo el N1H1, y la que calienta el marote de empresarios teatrales, distribuidores cinematográficos, actores, técnicos, empleados de salas, comerciantes de shopping, dueños de peloteros y salones de festejo de cumpleaños, que no pueden creer tanta mala suerte, que las cinco letras malditas imperen en el peor momento posible. Demasiados artistas dedicados al género infantil saben que de este par de meses depende buena parte de la subsistencia anual. Demasiados padres, que creían que la noria de pasear a los niños en receso se traducía en unas vacaciones de infierno, descubren que había un círculo aún más abajo, el de tener a los diablillos obligatoriamente aislados en casa.

Los chupetes electrónicos arden. Cartoon Network empieza a tener la consistencia de las pesadillas.

(Pero también) Este aislamiento es una excelente oportunidad para ejercer otras formas de cultura, para acceder al milagro de volver a ver, volver a leer, volver a escuchar, reforzarle a los hijos la sensación de que un libro abierto es una puerta al universo, darle rienda suelta a uno de esos juegos de expresión artística que siempre quedan sepultados por las urgencias de la vida sin virus. La gripe puede subir la fiebre, pero también los niveles de creatividad.

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No se lo llevó la gripe, sino la eclosión de vaya a saberse cuántos factores médicos conocidos y desconocidos. La muerte de Michael Jackson pareció el inevitable colofón a un historial de rarezas y deformidades, y desde su último suspiro abundan las teorías, que van del cálculo de la infinidad de porquerías que llevaba en el cuerpo a la versión del asesinato, que volvía a incendiar los cables de ayer. Del asunto se hablará durante meses, y es pura lógica tratándose de quien se trataba. Pero si la muerte suele obrar milagros sobre las figuras públicas, en el caso de quien podía ser llamado alternativamente Rey del Pop o Wacko Jacko termina siendo su cirugía estética más efectiva.

El funeral celebrado el martes en Los Angeles –el término es adecuado en todas sus acepciones: por momentos todo pareció una celebración, empezando por el áureo ataúd digno de un Tutankamón– fue el acabóse de la limpieza de imagen. En las opiniones vertidas en todo el mundo, nada más cierto que las referencias a sus cualidades de gran cantante, bailarín y coreógrafo extraordinario, artista consumado, reinventor de la escena pop. Jackson fue todo eso, claro que sí. Donde las cosas empiezan a hacer ruido, a salirse de caja, es en las definiciones que se extienden a su supuesta excelencia en el ejercicio de la paternidad, la inenarrable belleza del ser humano, la magnificencia de su persona hecha de pura bondad. Todo el mundo decidió barrer bajo la suntuosa alfombra la enfermiza relación de Michael Jackson con los niños, y hasta se indignó cuando alguien osó opinar que una persona inocente, que no tiene nada que ocultar, no paga 20 millones de dólares para que se retire una demanda por abuso sexual. “Vuestro padre no tenía nada de raro”, alentó el reverendo Al Sharpton a los hijos de Jackson. Es una afirmación por lo menos discutible.

En un blog de Internet, allí donde reinan los chistes sin corset de corrección política, pudo leerse: “Grassi condenado, Jackson muerto. Felices los niños”.

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También cabe detenerse en otro de los argumentos esgrimidos en esta calenturienta, griposa ola de loas. “Michael, te vamos a extrañar”, se repite una y otra vez, y la frase suena más hueca que nunca. Sobre todo por el tiempo verbal: a Jackson, el Michael Jackson deslumbrante de Thriller, Bad, incluso al del Dangerous Tour, ya se lo extrañaba hace rato. En el campo estrictamente artístico, Michael llevaba muerto unos cuantos años. La afirmación, segura chispa de indignación del fan acérrimo, se sustenta en obvios datos de la realidad. Dangerous, su disco de 1991, supo brillar a pesar de la repetición de fórmulas, pero quedó avasallado por una ola tan potente como la que él había sabido generar en 1982: el grunge sintonizó con los más jóvenes de un modo que Jackson ya no podía recrear. Cuatro años después, el artista hizo otro de sus actos grandilocuentes, la erección de una gigantesca estatua de sí mismo que sirvió para un comercial de Pepsi y la tapa de un álbum titulado con la misma aparatosidad. HIStory: Past, present and future, Book 1 contenía un disco de hits y un segundo disco de material nuevo, que quedó sepultado por el peso del primero. En 1997, Blood on the dancefloor, HIStory in the mix presentó canciones remixadas y cinco temas nuevos, que no levantaron el más mínimo oleaje. Jackson ya era una marca de tiempos idos, y una mínima luz de esperanza de que su talento pudiera hacerlo resurgir.

No fue así. Su último disco de estudio, Invincible (2001), es apenas mediocre, fue un fracaso de ventas (al menos para sus estándares) y encima conjugó una apreciable ironía: en ese momento Jackson empezaba a ser muchas cosas, y ninguna podía asociarse a la invencibilidad. El juicio por abuso de menores lo terminaría declarando inocente, pero la exposición pública de sus miserias terminó de quebrantarlo. Prometió un single a beneficio de las víctimas del 11 de septiembre, pero esa canción nunca llegó. Se exilió en Bahrein, estafó a un jeque que puso plata para producir un disco que nunca grabó, se enfrentó al remate de objetos de memorabilia y su rancho-parque de diversiones-zoológico Neverland para hacer frente a las deudas causadas por un modo de vida excesivo. Cada aparición lo mostraba más raro que antes, más pálido, con agujeros en la nariz, con sus hijos enmascarados, en silla de ruedas. El anuncio de sus shows de regreso en el O2 Arena de Londres propició sus últimos actos resonantes, con un record de venta de entradas y el rumor de que entraría al escenario montado en un elefante. El título de ese show, This is it, sonaba a última apuesta, a no va más, suerte y verdad: la serie de 50 conciertos debía ser el tablón que salvara las finanzas. Muchos lo leyeron como su despedida del escenario. Al final tuvieron razón.

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No se lo llevó la gripe, sino una enfermedad con auténtico poder de devastación. Ironías del destino, Allen Klein murió sin saber que aún era el dueño de canciones medianamente conocidas como “Brown sugar”, “Jumpin’ Jack Flash” o “(I can’t get no) Satisfaction”. Murió, en rigor, sin saber ni recordar ya casi nada, no sólo su rol en la música contemporánea: el sábado pasado en Nueva York, el Mal de Alzheimer le dio el último empujón a un personaje del show business a quien más de uno hubiera querido tirar de un acantilado. Empezando por sus ex empleadores, gente de renombre como John Lennon y Mick Jagger, que fueron seducidos por el modo brutal en el que interpelaba a los capitostes de la industria, pero terminaron descubriendo que al cabo el tiburón de New Jersey sólo rendía cuentas a sí mismo. De algún modo, Klein (cinco letras, como la gripe) encarnó aquello que aún hoy sigue estando mal en la industria de la música, el poder de los intermediarios, la apropiación de la obra de los músicos por parte de quienes no saben –ni les interesa– siquiera rasguear una guitarra.

De su funeral no se supo nada.

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