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Miércoles, 25 de noviembre de 2009

ENTREVISTA EXCLUSIVA AL PERIODISTA Y ESCRITOR JON LEE ANDERSON

“Si me ubicara en un bando y no criticara, me neutralizaría”

El autor de Che Guevara: una vida revolucionaria y La caída de Bagdad, e integrante del staff de The New Yorker, presentó en México su último libro, El dictador, los demonios y otras crónicas, que incluye su encuentro con Pinochet.

 Por Mónica Maristain

Desde Oaxaca

Su rostro rubicundo y serio, con una fiereza poco vista en los corrillos literarios o intelectuales que suele frecuentar para hablar de sus libros, se dulcifica cuando, mano a mano, Jon Lee Anderson (California, 1957) hace gala de su oficio periodístico para mostrarse sinceramente interesado por las cosas del mundo y las personas que lo rodean circunstancialmente. Dicen que este gringo crecido en casi todas las fronteras del mundo, protagonista de una biografía propia de un libro de Salgari, que habla el español con acento cubano y colombiano –con un tono menor y casi silencioso, como si cantara un bolero–, es el digno y legítimo heredero del polaco Ryszard Kapuscinski, el gran maestro del periodismo fallecido en 2007. Como aquél, el autor de La caída de Bagdad recorre Africa y desenvuelve los conflictos del mundo en rotundos y preciados artículos que publica en la prestigiosa revista The New Yorker, de cuyo staff es miembro permanente.

Sin embargo, acaso el mejor biógrafo del Che Guevara luego de su consultadísima y elogiada Che Guevara: una vida revolucionaria (1997) es otro tipo de maestro. Si a Kapuscinski le fue dado pensar el periodismo, ensancharlo en sus inolvidables clases por distintas universidades o colegios del mundo, a Anderson le toca hacerlo y expandirlo en un periplo incansable, especie de aventura permanente y física para el que sin dudas lo ayuda su cuerpo de Iron Man, de casi dos metros de altura, que ha sobrevivido –él dice que por obra expresa y solícita del azar– a múltiples enfermedades y vicisitudes. Página/12 lo entrevistó en exclusiva en Oaxaca, ciudad mexicana a la que fue a presentar su reciente libro El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama, 2009). En ese trabajo está incluida la maravillosa entrevista a Augusto Pinochet, en la que éste confesó haber sido en su vida “sólo un aspirante a dictador”.

–En la vida, ¿ha visto morir a mucha gente frente a sus ojos?

–No tanto, algunas veces.

–¿Y qué es lo que más lo ha impresionado de todas esas muertes?

–El primero que vi morir. Un chico nicaragüense que me acompañó a un combate: Manuel, tenía 27 años. Nos encontrábamos encañonados por un francotirador detrás de un árbol grande. Una vez que estábamos allí ya no podíamos salir porque estaba el francotirador. Y mató a Manuel delante de mí. Me costó mucho tiempo recuperarme de eso. En la escapada, finalmente logramos salir. Manuel estaba suplicando que lo matáramos, quería morir. El dolor era tanto, nadie le quiso tirar y murió después de once horas de agonía.

–¿A partir de eso cambió la visión de su propio oficio? ¿O siempre tuvo claro que era un oficio donde podía perder la vida?

–No. Había experimentado el miedo o el terror, sólo que ésa fue la primera muerte a mi lado. Fue una bala que le cayó a Manuel y no a mí. Lo que esa muerte me enseñó fue el valor y la presencia del azar. No es el destino, es el azar. Se reduce a eso: a pedazos de plomo volando por el aire. Y ya está. He tenido mucha suerte.

–El azar y la suerte jugaron un papel importante en su trabajo.

–Bueno, de chico hacía listas. Antes de los 18, atravesar el Atlántico a remo, por ejemplo. Pero mis listas eran todas así, no muy prácticas, ninguna tenía que ver con una carrera profesional o con ganar dinero; ir de Este a Oeste en camello o ser minero de carbón en Gales.

–¿Qué le queda pendiente?

–Ser minero de carbón en Gales. Luego me di cuenta de que los remos no eran para mí. No soy de records, era más bien la noción de soledad lo que buscaba. Eran diferentes hazañas que me completarían, lo que consideraba necesario para forjarme como hombre. Entonces, la mayoría de esas cosas las he hecho. A los 25 años, más o menos, me percaté de que no hacía falta cumplir con las listas que iba haciendo de niño, pero de todos modos fui guardián, carcelero, he cortado tabaco como negro, como dicen en el Sur. Muchas cosas.

–Y además los mineros la pasan mal por aquellas regiones.

–Sí, ya no hay. Lo que quería era experimentar. Y creo que fui muy influido por leer T.H. Lawrence en esa época.

–Cuando usted quería ser naturalista.

–Sí, y es que quería experimentarlo todo en carne propia, siempre, desde chico. Ese fue mi lío de correr. No podía reconocer límites. Y ya hoy me doy cuenta de que aquello era terrible para mis padres, porque mi curiosidad, mis ansias, eran sanas, pero no eran prácticas.

–¿Y nunca tomó en cuenta el peligro que corría?

–No, para nada. En Africa, por ejemplo, la semana que Idi Amin tomó el poder en Uganda, yo andaba deambulando solo; en Tanzania caminé por el Serengeti, con un poncho y una manta, y estaba feliz de la vida. Me levanté en la mañana y había animales a mi alrededor. Seguí caminando y me recogieron en medio de la nada. Y cuando los africanos me preguntaban mi edad, porque me vieron joven, les mentía. Recién cumplía 14 años y les dije que era un voluntario de un Cuerpo de Paz, de 28 años; los africanos no podían medir mi edad. Supongo que supieron que estaba mintiendo pero... En la adolescencia subí el Kilimanjaro y mentí acerca de mi edad porque no dejan escalar a los jóvenes. Unos británicos que eran geólogos y estaban en una expedición, aparecieron en un Land Rover y vieron caminar a un chico rubio. Me subieron. Me doy cuenta ahora de que se habrán quedado espantados, porque se dedicaban a estudiar el comportamiento de los leones y muy cerca de donde yo iba caminando había una familia de leones. Luego de unas cuantas horas me convencieron de tomar una avioneta que llevaba al director de la expedición a Nairobi. Al final, iba a caminar hasta el lago de Tanzania y me fui por la oferta de un avión gratis.

–Fue un camino físico por el que le debe dar muchas gracias a su cuerpo. Ha respondido a sus demandas...

–Me he pegado todas las enfermedades posibles, pero ninguna muy duradera. Una vez casi pierdo las extremidades, tenía infecciones tropicales y me hospitalizaron varias veces. Tuve que inyectarme diariamente. Eso fue una preocupación, pero era muy dejado, llegué a sentirlo como algo normal. Llevaba penicilina y me inyectaba para bajar el nivel de infección. Estando en la sala de hospital, mis padres me suplicaron que no volviera a la selva, pero era donde siempre quería estar. Tanto así, que allá por la edad de 20, era un inyectador profesional. En la selva del Ecuador adquirí fama y la gente venía a que la inyectara. Inyecté a una mujer embarazada, que tenía espanto al médico. Inyecté al administrador de un centro de investigación selvática. Recuerdo su nombre todavía: Alcides Mármol. Tenía un look a lo David Niven y era un alcohólico, tomaba como una botella de whisky escocés por día, por eso necesitaba inyecciones diarias de vitaminas.

–Ahora que pasó los 50, ¿el cuerpo sigue respondiéndole a estas aventuras o ya está más aplacado? Ya no querrá subir el Kilimanjaro...

–Sí, claro que quiero volver a subirlo, me vendría bien. Llevar mi hijo, a cualquiera de mis hijos que quiera ir. Sería bonito volver. No reconozco mucho los límites. Supongo que objetivamente los reconozco, soy mayor y eso, pero los desafíos no son desafíos ya. No tengo ninguna cosa específica que necesite hacer, son nociones más o menos de cómo quiero vivir o ideas que quiero satisfacer, pero ya no tengo esa lista.

–¿Y sigue pensando que los seres humanos tienen que forjarse?

–Creo que para los varones es muy importante el ritual de masculinidad. En las tribus había ritos en las edades clave, pubertad, adolescencia y eso es lo que nos falta en el mundo moderno. Cuando vemos a los hooligans ingleses, estamos viendo a chicos que buscan una manera de convertirse en hombres en una sociedad que desconoce los valores de hombría tradicional.

Son sociedades blandas, las nuestras, donde no hay nada que nos marque el paso. Por algo, lo que nosotros llamamos los hombres primitivos, las sociedades primitivas, tienen tantos rituales. Marcan el paso. Pero es una necesidad muy humana, lo vemos de otra forma hoy en día. En sociedades hasta cierto punto a la deriva. No estoy abogando a que volvamos a lo anterior, sino encontrar maneras de reconocer estos impulsos que siguen siendo parte de nuestra psiquis, nuestra forma de ser. No sé, lo veo como algo esencial en la vida.

–El personaje intelectual y político del Che Guevara también cumplió un periplo físico, tratando de vencer el asma. ¿Se identificó con él?

–Sí, claro, mucho, porque para mí la vida era una odisea. Fui un gran devorador de libros por mi madre escritora, pero mis autores predilectos eran los que tenían una vida real más allá de la escritura. Hasta hoy existen escritores que no he leído porque no sentí primero una afinidad con su vida. Si eran simples escritores y no vivían en el mundo físico no me llamaban la atención. Es una carencia mía, pero así es. Conrad me fascina y Hemingway en una época. Greene, a su modo, era un hombre de acción, por su posición política, aunque en la práctica era un ser sedentario.

–Además, su literatura es potente, masculina...

–Sí, y es del mundo trazado luego por mí, ya responde a una etapa más madura mía en que reconozco otro tipo de viajes y fronteras. El dilema moral, la búsqueda moral en mí, es inherente a toda su literatura y eso me fascina. Desconozco, por ejemplo, un mundo legítimamente establecido. Para mí no hay un mundo legítimamente establecido. Reconozco ciertos cánones o códigos, lo demás está a expensas de qué me convence. Desconozco los gobiernos, las leyes, las naciones, hasta que puedo comprobar que merecen mi respeto. No tengo fe ciega en las convenciones, ninguna.

–¿Existe el bien?

–Sí. He conocido gente que es realmente buena y gente que es realmente malvada, que sabe que no es buena, que vive para cometer el mal. Tal cual, sabe lo que hace. Es una noción que no existe en el mundo actual, pero ése es uno de los problemas del mundo actual. Nos hemos librado de los tótems, de la religión, de las monarquías y estamos un poco a la deriva. Pensamos que podemos volver a encontrar la rueda. Así como la necesidad de marcar el paso del tiempo, como las estaciones. Hay cosas que son reales en la naturaleza. Si uno estudia a los chimpancés o a los gorilas se da cuenta de que hay unos que son malos, malos y asesinos, y están los pacíficos. No es una noción humana. O sea, sí, la noción del bien y el mal es un concepto nuestro, pero si no lo tuviéramos estaríamos matándonos todo el tiempo.

–Pero, entonces, el mal para usted es un elemento genético...

–No necesariamente. No sé. Simplemente sé que existen malos. Sabemos que no es bueno matar. No nos hace falta un cura para decirnos eso, pero matamos, claro, y hay formas y formas de matar. Matar en legítima defensa, en defensa de la familia, es un mal menor a matar por el placer de matar. No creo que el descubrimiento del ADN elimine la distinción del bien y del mal. Cometer el mal, en la mente criminal, es una ideología, como lo podría ser la de los activistas del libre mercado. Hay gente que ha vivido vidas tan marginales y extremas, violentas, que conscientemente desprecian y detestan a la sociedad convencional. He conocido gente así, viven con ganas de ver cómo pueden lastimar al prójimo. Los objetivizan, no los ven como individuos. Cuando hablamos de la criminalización de la sociedad hablamos de gente que vive para el mal. Fíjese los maras en El Salvador y Guatemala, esos que decapitan a sus chicas y ponen sus cabezas a la vista pública: saben que están cometiendo el mal y por eso lo hacen. Y su razón de ser es quién puede ser más malo que el otro. Vivimos en un mundo así. No sé si esas personas son recuperables.

–Cuando vio a Pinochet, ¿vio al mal?

–Sí, pero es distinto al mal al que me estoy refiriendo. Es un mal de un hombre de una época en que las ideologías estaban tan llenas de componentes convencionales, es decir, de las antiguas creencias, religión, familia. Estamos hablando de la época de los grandes credos totalitarios. Pinochet era fascinante porque era como el último nazi, por así decirlo. Si usted tuviera que decir quiénes eran las más reconocidas caras del fascismo, del credo totalitario de derecha del siglo XX, comenzaría con Hitler, seguido por Mussolini, seguido por Franco y seguido por Pinochet. Eso era fascinante, por eso quería mirarlo a los ojos. Era un pedazo de historia viva. Estaba convencido de que tenía la razón. Yo reconocía que él era un hombre de esa época, que tanto los hombres de izquierda como de derecha eran capaces de acciones apocalípticas, que implicaban a veces el asesinato masivo. Es un fenómeno que tiene que ver con esa vertiente histórica y a lo mejor ha marcado por el hecho que por primera vez descubrimos la forma de acabar con la humanidad. Porque a partir de la bomba atómica y el Holocausto –casi como que van de la mano–, tenemos un período de ruptura con esos credos totalitarios y una nueva generación de contestatarios, un poco descendidos del totalitarismo, pero ya rebeldes, buscan la utopía. Y la buscan a la buena y a la mala. Desde el Che hasta Pol Pot, desde Abimael Guzmán a Marcos, pero son parte de lo mismo, es la búsqueda de la ruptura.

–Pinochet fue de los tiempos en que todo el mapa de América latina estaba en rojo. ¿Cuál de los focos rojos del continente son los más visibles ahora?

–Bueno, diría que están en México y en Centroamérica. México, Guatemala, El Salvador y Honduras, por la criminalización de la sociedad. Obviamente, Colombia y Venezuela, porque por ahí se filtra una guerra entre países, con Ecuador colado. Brasil probablemente sobrellevará los problemas interiores de injusticia social y criminalización de la sociedad que hasta cierto punto padecen todos los países latinoamericanos, en mayor o menor medida, por su pujanza y dinamismo, y el hecho de que hasta cierto punto es un continente dentro del continente, pero podría ser que no también.

–Cuando está aquí, todo el mundo quiere que hable de América latina. ¿Le pesa tener que hacer análisis todo el tiempo, frente a los medios?

–Lo que me saca de quicio un poco es lo tendencioso de la polémica, y de que una y otra me quieren poner en un bando. Trato de eludirlo. Si lo adoptara mecánicamente, si lo asumiera y dejara de criticar, entonces me neutralizaría. Perdería mi valor como observador. Mis piezas son ecuánimes. A buenos entendedores, pocas palabras. ¿Adónde nos ha llevado el gritar consignas? Hay un torbellino retórico y propagandístico. Mucha gente hablando, blablabla.

–¿Su próximo libro será sobre América latina o sobre Africa?

–Soy un poco supersticioso, no hablo de lo que no he hecho. Pero sí, mi próximo libro será sobre América latina.

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La vida del californiano Anderson se parece a una novela de aventuras de Emilio Salgari.
 
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