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Domingo, 13 de agosto de 2006

POLEMICA POR LA HERENCIA LITERARIA DE JAMES JOYCE, EN MANOS DE UN NIETO QUE DESTRUYE MATERIALES

Una revolución en los derechos de autor

¿Hasta qué punto pueden los herederos utilizar su poder, y el derecho a la intimidad, para obstaculizar la investigación académica? Esa es la pregunta que se debate en estos días en un tribunal californiano.

 Por Andrea Rizzi *

Un tribunal californiano tiene sobre su mesa un caso que puede revolucionar el concepto de derecho de autor: la demanda de la académica Carol Shloss contra el heredero de James Joyce, Stephen. Este, alegando la defensa de la intimidad de su familia, restringió duramente la posibilidad de cita de escritos de su abuelo y destruyó cartas escritas por su tía Lucia Joyce. Si la obra y la vida de los grandes escritores son, en cierto sentido, patrimonio de la humanidad, legalmente la creación está protegida por la propiedad intelectual hasta los 70 años de su muerte. ¿Hasta qué punto pueden los herederos utilizar ese poder, y el derecho a la intimidad, para obstaculizar la investigación académica?

Carol Loeb Shloss, profesora de literatura de la Universidad de Stanford, lleva adelante su causa contra el nieto y único heredero de James Joyce, el gran escritor irlandés muerto en Zurich en 1941: son las dos partes de un caso –en el tribunal civil del Distrito Norte de California– que mantiene en vilo a la comunidad de estudiosos de la obra del dublinés y cuya definición podría revolucionar el concepto de derecho de autor en manos de un heredero. ¿Hasta dónde es posible utilizar ese derecho –y el derecho a la intimidad– para obstaculizar investigaciones académicas? Esa es la cuestión y su solución tiene un interés universal que trasciende el caso.

El conflicto viene de lejos. Carol Shloss empezó a investigar sobre Lucia Joyce, hija de James y tía de Stephen, en 1988. Shloss estaba convencida de que “Lucia tuvo una gran influencia en la escritura del padre, y especialmente en la redacción de Finnegan’s Wake, su última obra”, según explica. Shloss sospechaba que Lucia –pese a los muchos años de internamiento en institutos psiquiátricos– no era esquizofrénica, sino una persona con escaso equilibrio pero dotada de enorme talento. Talento del que el padre trajo inspiración y que plasmó sobre el papel, durante largas sesiones en las que, en el mismo cuarto, “ella bailaba y él escribía”.

En ese mismo 1988, Stephen Joyce anunció públicamente la destrucción de cartas que Lucia les había enviado a él y a su mujer. Stephen, que hoy tiene 74 años, y prefiere no hacer declaraciones, también destruyó tres postales enviadas a Lucia por Samuel Beckett, atendiendo el deseo de éste. “No he destruido ningún papel o carta en manos de mi abuelo, todavía”, aclaró Stephen al año siguiente en una carta a The New York Times. “Yo creo firmemente que hay una parte de la vida de cada ser humano que, independientemente de lo famoso que sea, debería permanecer privada”, proseguía. “Además, creo que la privacidad de la familia Joyce ha sido invadida más que la de cualquier otro autor en este siglo. Si mi mujer o yo encontráramos más cartas así de íntimas (como las de 1909, escritas por James Joyce a su mujer Nora con un alto contenido erótico, y publicadas después de la muerte del autor), las destruiríamos enseguida”, advertía, preguntándose: “¿Cómo se sentirían James y Nora ante esa escandalosa intrusión en la parte más íntima de sus vidas?”.

Ante semejante anuncio, Micheal Yeats, hijo de William Butler Yeats, manifestó su desacuerdo con Stephen, alegando que “el material relacionado con autores como Joyce y Yeats pertenece al mundo, no a la familia”. Los investigadores joyceanos subrayan además que “debido al fuerte componente autobiográfico de la obra del autor, es de suma importancia la investigación sobre su vida y la de las personas que le rodearon”. Los hechos de 1988-1989 fueron el arranque de la tempestuosa relación entre Stephen y el mundo académico. Shloss no es la única destinataria de la actitud del heredero, que en las últimas dos décadas negó sistemáticamente el acceso a documentos que tiene en su resguardo y con mucha frecuencia la posibilidad de citar la obra de su abuelo, que permanecerá bajo derecho de autor hasta 2012, cuando habrán transcurrido 70 años de la muerte.

Fritz Senn, de la Fundación James Joyce de Zurich, no duda en calificar de “dictatorial” la actitud de Stephen. “Todos los estudiosos estamos sufriendo la misma situación, la misma actitud absoluta e injustificadamente restrictiva”. Luca Crispi, el investigador joyceano de la Biblioteca Nacional Irlandesa, comparte la opinión. “La gestión es demasiado restrictiva y, además, no depende de ningún criterio objetivo fijado. Todo es arbitrario”. Crispi señala que se siente obligado a “advertir a los jóvenes investigadores que se interesan por Joyce de lo que hay” y a desaconsejarles seguir adelante. “No me gusta que sea él el juez, el que decida si un académico puede utilizar cierto material o no. Pero tiene los derechos”, comenta.

Es ése el punto sobre el que quiere incidir el equipo de abogados de Stanford que representa a Shloss. David Olson, uno de ellos, dice: “El derecho de autor fue diseñado para proteger a los creadores, no para dar a los herederos el poder de bloquear a los académicos. Con el tiempo, sin embargo, se han ido imponiendo con éxito prácticas intimidatorias por parte de los herederos”. Lo que quieren demostrar es que Stephen “abusa de su derecho de propiedad intelectual, que lo ha utilizado ilegítimamente para extender su poder, silenciar el debate, dificultar el acceso a material público y afirmar el derecho a la intimidad de su familia de forma más amplia de lo legal”, según apunta Robert Spoo, otro abogado del equipo y, antes, editor durante 10 años del James Joyce Quarterly (“la” publicación del sector, según Crispi).

“Esta causa es una cuestión

de principio. No se puede trabajar bajo constantes amenazas”, dice Shloss. Su libro sobre Lucia Joyce se publicó en 2003, pero con duros recortes. Stephen negó el permiso a publicar numerosos extractos recolectados por la profesora en 15 años de trabajo. La editorial, para evitar riesgos de demanda, aceptó cortar. “Pero esas citas no violaban el derecho a la intimidad”, alega Olson, ya que “todos los documentos en cuestión son de público acceso”. La lucha de Stephen, cuyo segundo nombre es James, también es de principios. Al restringir la utilización del material, renuncia a los ingresos correspondientes.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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