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Viernes, 25 de enero de 2008

ENTREVISTA CON EL ESCRITOR Y PERIODISTA RICARDO FEIERSTEIN

“Esta colectividad aportó el sentido de la memoria”

El autor de Vida cotidiana de los judíos argentinos explica las motivaciones de su exhaustivo trabajo, que rastrea usos, costumbres y diversas sendas culturales desde la llegada de los primeros inmigrantes, a fines del siglo XIX, hasta la actualidad.

 Por Angel Berlanga

“El pequeño problema de la existencia es que hay que vivirla para adelante, aunque se la entiende mirando para atrás.” La frase del filósofo danés Sören Kierkegaard, citada por Ricardo Feierstein en Consorcio utopía –la novela que publicó a mediados de 2007– y utilizada como principal acápite de su reciente Vida cotidiana de los judíos argentinos, reaparece cuando a este arquitecto, narrador, periodista y editor responde sobre las razones que lo llevaron a esta dilatada investigación sobre una colectividad que empezó a llegar a estas tierras en agosto de 1889, a bordo del Wesser: raíz particular entre una diversidad de corrientes inmigratorias que refundaron este país y que, con el correr de las décadas, derivaría también en una heterogeneidad de pertenencia que contrasta con rigideces propias y ajenas. “En lo personal y en lo político fui formado en los años ’60, una época en la que era importante entender la totalidad de lo que sucedía”, dice Feierstein en un departamento del barrio de Núñez que él mismo diseñó. La relación entre el todo y la parte, entre lo general y lo particular, tan propia de la arquitectura, configura también el binomio que juega esta Vida cotidiana con su Historia de los judíos argentinos, publicado en 1993 y reeditado por última vez en 2006. “Como sucede con el individuo del psicoanálisis, que a través del rastreo de los traumas de infancia, de los mandatos paternos y de la novela familiar puede entenderse un caso único que a la vez aporta a la comprensión de las leyes generales de la conducta y el carácter humano, el rastreo de esos rasgos en la comunidad, que ya tiene 120 años en la Argentina, permiten ver qué es hoy. Y no sólo eso: también me produce un enorme placer intelectual.”

Tradiciones, estereotipos, apegos y desapegos a la religión, entrecruces de lenguas, miradas de los otros, oficios y barrios, educación y vestimentas, producciones e inserciones culturales en diversas artes, gastronomía y vacaciones, instituciones y vida social: sobre esas y otras vertientes del cotidiano escribe Feierstein, que entre las 471 páginas de su libro incluye además letras de canciones, fotografías, afiches y fragmentos de diversos libros, aguafuertes de Roberto Arlt, glosario del idish rioplatense, poemas de César Tiempo (que primero se llamó Israel Zeitlin), memorias de Isidoro Blaisten, textos sobre cocina de Jorge Schussheim. “Para mí la historia tiene dos hijos legítimos y otros dos bastardos”, dice Feierstein; en el grupo inicial ubica al “primogénito”, el enfoque académico (con fuentes, comprobaciones documentales y procesos económicos y sociales), y al estudio del cotidiano, “que da la escala humana”, dice. En el otro grupo ubica la historia escolar (“porque es muy parcial, es sobre todo la militar, da cuenta de batallas”), y la de los chimentos, “que derivó en la novela histórica como género, los hijos de Belgrano y las amantes de Rosas, una moda literaria”.

“Soy lo que se llama un judío de barrio –dice Feierstein–. Mi papá era sastre, artesano. Familia muy humilde. Vivíamos en Villa Pueyrredón, pero siempre dijimos que éramos de Devoto, porque era más prestigioso. Barrio de inmigrantes a fines de los ’40: yo hice la escuela pública acompañado por las Naciones Unidas, porque había hijos de yugoslavos, de turcos, de franceses, de españoles e italianos, y también de gente que venía del interior, de La Rioja o de Santa Fe. Y ésa fue la experiencia más maravillosa de mi vida, porque me enseñó el tema de la diferencia, de la otredad. En general, el prejuicio y la intolerancia nacen del desconocimiento del otro. El mejor amigo de mi infancia fue un libanés, me crié en su casa y él se crió en la mía. Y eso quita toda diferencia absurda entre nacionalidades, etnias, religiones.” El escritor dice que profundizó “tarde” sobre la temática judía, cuando tenía 20 o 22 años, que en los ’60 perteneció al Partido Socialista Argentino de Vanguardia y que formó parte de un kibutz al pie del Golan porque eso le ofrecía “la posibilidad de sintetizar la vida en una comuna socialista compuesta por judíos y argentinos”. “Siempre en términos seculares, porque yo no soy religioso”, aclara. “Hace unos 30 años que vengo estudiando esta temática, a partir de una pregunta: ¿por qué nací acá? Yo no podría vivir fuera de la Argentina, porque cuando lo hice sentí que el nivel de nostalgia y extrañamiento era insoportable. Mi abuelo paterno nació en una pequeña y muy pobre aldea polaca, Jarchow, y ahí era una especie de padrino, de consultor moral: su familia había vivido ahí mil años. Y aunque vivió dos décadas acá nunca llegó a la Argentina ni aprendió el castellano. Juntaba a los nietos y les contaba cuentos en idish, y el único que no entendía era yo. De grande eso me rebotó, me di cuenta de que me perdí algo de esa tradición. Los domingos él le pedía a algún hijo que lo acompañara hasta el puerto para mirar los barcos que salían hacia Europa. Los miraba, nada más”.

–Cita varias definiciones acerca de qué significa ser judío hoy. ¿Con cuál se identifica más?

–Con una que menciona Gregorio Klimovsky, que no sé de dónde la sacó: el judaísmo es como un diamante con muchas facetas. Unos más religiosos, otros más tradicionalistas, otros más culturales, otros más étnicos, otros gastronómicos, otros imaginarios. Esta última es una categoría interesante: “Nosotros somos los sobrevivientes del atentado a la AMIA”, me dijo una señora. Yo trabajo desde hace muchos años ahí, mi secretaria murió ahí. “¿Ah sí? ¿Usted en qué piso estaba?”, le pregunté. “En mi casa.” “¿Y entonces cómo sobreviviente?” “Y, porque en cualquier momento pude haber ido a hacer un trámite.” Bueh, era una sobreviviente imaginaria, digamos. Yo creo que no hay una única definición. Para mí todas las facetas tienen valores equivalentes y cada uno elige lo que respeta, o lo que le gusta, o lo que practica. Para los ortodoxos no es así: para ellos la religión es el centro. Este es un tema de discusión interna.

–¿Qué porcentaje de la colectividad es religiosa?

–Los religiosos reales no deben superar el veinte por ciento. Como pasa con los fundamentalistas, son un núcleo duro, fuerte, que se mantiene, y en épocas de mucha incertidumbre en las que no se sabe qué va a pasar mañana, como ésta, da seguridad y contención pertenecer a estos núcleos. Crecen no tanto por convencimiento sino porque ofrecen un marco de contención, como pasa con las iglesias evangélicas respecto de las católicas. Por otra parte se da una discusión filosófica: cómo mantener una tradición sin rituales, por un lado, y por otro cómo hacer para que los rituales no sean cáscaras vacías.

–¿Cómo incidieron los atentados en la vida cotidiana?

–En mí, poderosamente. En mi producción literaria, que me representa y es muy autobiográfica, esto aparece muy claro. En los años en los que asumió Alfonsín escribí Mestizo, una novela en la que decía que veía al país como modélico en cuanto a integración. Pero el atentado me llevó a escribir otra novela, La logia del umbral, en la que planteo que antes tenía la seguridad de ser parte de este país y ahora tengo, apenas, la esperanza. Entre la cobertura mediática, la participación de Menem, Corach y toda esa gente, y la reacción de la ciudadanía, con el atentado se pusieron en evidencia cosas terribles. Desde el cardenal Quarracino, que dijo que todos los judíos tendrían que irse a vivir a un barrio aparte, así en los atentados no morían cristianos, hasta el taxista que decía “mirá, estos judíos nos llenaron la ciudad de pilotes”. Desde luego, al igual que pasó con los desaparecidos en la dictadura, la cuestión habría cicatrizado más rápido si los responsables hubieran sido encontrados y condenados. Por un lado siento que la mayoría de los argentinos somos pluralistas e integradores, pero por otro ésta es la única colectividad que sufrió un ataque de este tipo. Poner una bomba en una institución como la AMIA, que da ayudas sociales, que consigue trabajo, que da gratis medicamentos y comida, es una locura. Y si se ve que fue un atentado llave en mano, con la Policía Federal posibilitando cosas, uno se pregunta: ¿dónde creí que vivía, dónde estoy viviendo?

–¿Cómo observa, en términos generales, la integración cultural de los emigrantes en la Argentina?

–Desde el punto de vista práctico, es el mejor proceso que conozco. Porque en Estados Unidos, que es tan mencionado, hay barrios, pero están separados: hay un reconocimiento cultural, pero no una integración plural y real. Lo que sucede acá es que este modelo integrador, modélico, coincide con que se trata del país más fascista de Latinoamérica, al que llegaron los criminales de guerra nazis y en el que hay una xenofobia que, creo, no existe en otras partes. Hubo represión en todo el continente, pero Argentina fue el único país en el que estuvo especialmente dirigida a los judíos cercanos a grupos guerrilleros. Hay 2000 judíos desaparecidos entre los 30.000, una proporción seis veces mayor a los porcentajes de la población. Hubo un ensañamiento especial.

–¿Qué diría que distingue, en el cotidiano, a esta colectividad entre otras?

–Hay muchas cosas en común, somos argentinos. Y argentinos de primera, como cualquier otra colectividad. Esa es otra discusión, porque hay gente que a veces siente que por tener un apellido más difícil, o porque a algunos no le gustan los judíos, tendría que observar una conducta más prudente, o más discreta. Un disparate. Diría que esta colectividad aportó el sentido de la memoria, porque está muy ligada a su pasado. Alguna vez un dirigente de derechos humanos dijo que le debían al punto de vista judío observar a la memoria como constituyente del presente. En ese sentido el judaísmo me parece un punto de vista moderno frente al posmodernismo, que no reconoce historia, pasado ni futuro, y es presente perpetuo.

–¿Qué ha ido pasando, a lo largo del tiempo, con el uso de la lengua?

–Fue muy cambiante. En los primeros años del siglo XX el 85 por ciento de la inmigración era ashkenazi, de Europa Central oriental, y hablaban idish, que se mantuvo dos generaciones; y el otro 15 por ciento era sefardí, los expulsados de España en su momento, que hablaban djudezmo, ladino, judeoespañol, que en una generación fue transformado al castellano. Pero con el nacimiento de Israel y la adopción del hebreo como idioma bíblico para uniformar se da un momento de corte: hay un momento de discusión en las escuelas, se suspende la enseñanza del idish y se empieza con el hebreo. Eso, sumado a la aniquilación de los 5.800.000 judíos que hablaban idish en Europa, durante la Segunda Guerra, quita la posibilidad de seguir reproduciendo de manera creativa ese idioma: ya casi no hay escritores ni lectores. Y el hebreo, que es hablado por grupos o círculos, todavía no llegó a constituirse como lengua unificadora, entre otras razones por cuestiones políticas. Y es muy difícil. El grueso de la comunidad, diría, habla muy bien el castellano.

“Hay que guardar un equilibro entre lo que se puede conservar en lo cotidiano, lo que se puede recrear y lo que se pierde –concluye Feierstein–. Una huella fuerte es lo gastronómico, los sabores que uno tiene de chico de la cocina de su mamá. Mis nietos, que tienen 10 y 14, se identifican mucho con la comida judía. Pero no es sencillo, porque están muy solicitados con el mp3, los juegos de rol, la informática. Quizá mejor así, qué sé yo. No hay obligación de seguir repitiendo indefinidamente. Creo que es bueno recrear. Y creo que es bueno saber quién es uno. Lo más triste del mundo es no saber quién es uno.”

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Feierstein se define como un “judío de barrio”, criado en Villa Pueyrredón.
Imagen: Gustavo Mujica
 
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