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Lunes, 20 de febrero de 2006

MUSICA › MERCEDES SOSA EN EL ROSEDAL

La Negra, en un gran abrazo cantado

Ante 70 mil personas, brindó un recital impecable. Estuvo Charly como invitado.

 Por Cristian Vitale

“Tantas veces me mataron / tantas veces me morí / sin embargo estoy aquí, resucitando.” La noche es divina y cada palabra de La cigarra, materializada en la voz de Mercedes Sosa, remueve muchas sensaciones. En el Rosedal de Palermo hay más de 70 mil personas que las sienten profundo. Permanecen mudas, solemnes, introspectivas, quietas. La impresión es que un reguero de hormigas corre por unos y otras. Es que la Negra de todos, a los 70 años, no le estaba cantando al sol –como la cigarra de Walsh–, pero sí a la hermana luna, después de haber asistido a cierto entierro en vida, “sola y llorando”. Ella estaba ahí, íntegra, como si las internaciones, descompensaciones y depresiones que marcaron la cotidianidad de sus últimos años hubiesen sido exorcizadas por el canto. Sana y feliz se presentó para cerrar el ciclo de recitales veraniegos –y gratuitos– organizados por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Y hasta bailó.

Su hilo poderoso y claro de voz, intacto, cautivó a la multitud durante dos horas, con un set que incluyó clásicos de toda su carrera y varios invitados. Hubo zambas y chacareras –inevitable–. También pañuelos al viento y algún que otro zapateo masivo en temas puntuales (Volver a los 17 de Violeta Parra, Chacarera del olvidado de Duende Garnica), o rescates sesentosos como Al jardín de la República, que la Negra aprovechó para cachetear sutilmente –y otra vez– a Bussi: “Hace mucho que no la canto, ahora puedo”. Pero, estéticamente, lo que primó en su noche porteña fueron esas cálidas y trabajadas canciones que atraviesan las fronteras del género. Ya para el quinto tema –Alfosina y el mar– el rumbo que la Negra quería imprimirle a la noche estaba dado: el objetivo era pegar ahí, cerquita del alma colectiva, más que centrarse en el agite de los cuerpos. En ese nicho, premeditado y consciente, habría que ubicar los temas que enmudecieron a la muchedumbre: Los niños de nuestro olvido –tema de Víctor Heredia y René Vargas Vera, que abre su último disco, Corazón libre–, He visto al otro país –grito libertario de Teresa Parodi–, una conmovedora versión de Palabras para Julia, de Paco Ibáñez, en dueto vocal con Liliana Herrero; Sólo se trata de vivir, de Litto Nebbia, poblada de interesantísimos arreglos cruza de tango con bossa nova; y una canción que, según ella, sólo canta por, para y en Buenos Aires: El día que me quieras. Todas irreprochables, igual que –casi– todo el bloque que dedicó, como es típico, a canciones del acervo rockero nacional.

Antes de encarar una celestial versión de Desarma y sangra, Mercedes hizo un stop y dijo: “Es hora de que le den un Premio Nobel a Ernesto Sabato. ¿Por qué no? Si todos los de mi generación hemos crecido leyendo Sobre héroes y tumbas, El túnel, y todos esos libros maravillosos”. Ideal para la alegoría –y no sólo por su pasado–, porque el descenso al infierno sabatiano no apareció en ninguna de las canciones que sobrevinieron al pedido. Ni en Yo vengo a ofrecer mi corazón o Y dale alegría a mi corazón, de Fito Páez. Ni en el bloque a dúo con Charly García –¡qué bueno es que no se brote!–, que incluyó una antigüedad de Sui Generis (Cuando ya me empiece a quedar solo), la inoxidable Inconsciente colectivo y De mí, con un contrapunto entre gritos agudos de Mercedes y ronquidos de vigilia marca Charly.

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