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Domingo, 10 de marzo de 2013

MUSICA › FITO PAEZ, UN RELAJADO RECORRIDO POR CINCUENTA AÑOS

“El paso del tiempo les da dimensión a las emociones”

Todos saben que nació en el ’63: el medio siglo es la excusa perfecta para repasar las pasiones de un creador esencial para la música argentina, que vive este momento “sin gravedad, día a día, sin olvidar que los únicos que tenemos la risa somos los humanos”.

 Por Gloria Guerrero

Este año, Fito editará un libro y tres discos; el primero, El sacrificio, se presentará en el Luna Park el 22 de este mes.
Imagen: Cecilia Salas.

Es quizá el único artista argentino cuya edad no necesita ser googleada. “Nací en el ’63”, avisó en 1984, y esta semana los números completan el giro: Fito Páez cumple 50, con una mochila de casi 25 discos; un fructífero puñado de películas como guionista y director y una novela de 321 páginas que tardó tres años en escribir y aparece en estos días. “Se llama La puta que habla”, dice, chocho. “Estoy contento. Es mi primer libro; me volví loco, pero gocé mucho del proceso: ir descubriendo la trama, ver cómo empiezan a crecer las pilas de hojas, cómo juntar las servilletas con la compu... Fue muy emocionante, tanto como hacer música. Todos los personajes de la novela están atravesados por dos fenómenos: el amor y la pasión, que para mí son lo más importante.” Y deja claro que no da igual: “No son lo mismo el amor y la pasión”.

Suele decirse que tres cosas realizan la vida. La primera es tener un hijo, y Fito ya tiene dos. Margarita (8), talentosa minipianista desinhibida, un tornado que derrapa en patineta por el living; Martín (13) resultó un artista plástico sorprendente: sus obras decoran las paredes del departamento de su padre. La segunda cosa es escribir un libro...

–Le falta plantar un árbol.

–(Se ríe.) Todos los mandatos son muy graciosos. Pero no sirven para pensar el paso del tiempo; eso puede volver loco a cualquiera. Por otro lado, también está el gozo del paso del tiempo: poder disfrutar cuando ves que tu hijo está creciendo, cuando ya no le entra una zapatilla... La vida es un fenómeno delirante; yo no sé si se puede estar bien o mal. Creo que lo que podés es tomar lucidez de lo que significa el extraño disparate de estar acá, en el mundo. Por supuesto, tenemos un quilombo bárbaro; toda la materia humana es materia de confusión, de inseguridades. Pero hay un momento en el que firmás que tal personaje va a decir tal cosa; en el que decidís qué vas a enseñarle a tu hijo, o “este acorde va de esta manera, y el metal va a la derecha y las cuerdas a la izquierda”. Son momentos hermosos. El paso del tiempo genera eso: darles dimensión a las emociones.

–Y aprender.

–Claro. Si no sabés, aprender. El paso del tiempo es un canal que te permite pensar: “Mirá, esto es importante, lo otro no”. A fin de cuentas es elemental hablar de la familia, de la gente con la que uno va viviendo. Como decía Charly hace unos años: “los aliados”. Uno comparte cosas y decide con quién compartirlas. Las cosas van y vienen; no siempre decidís vos: a veces decide el otro...

–“La sombra de tu aliado”.

–(Se ríe.) Ah, sí... Luisito... En ese maremoto se genera algo que no sé cómo calificar, pero que hace disfrutable la vida.

–Poco después de editarse Del 63 declaró que no había quedado muy conforme y describió el disco como “flojo”. ¿Sigue pensando igual?

–No, no. Ahora puedo decir las cosas más científicamente (sonríe). Yo vivía tiempos de composición más cancionísticos y más folklóricos; estaba empezando a investigar eso, y me cayó encima el submarino amarillo de García. Todo lo que había planeado lo descarté. El Titanic García me tomó por completo: me empezaron a interesar las baterías, los bajos, el adentro del estudio. Charly venía a mis sesiones de Del 63, miraba, fumaba; opinaba de cuando en cuando, pero su figura fue fundamental para direccionar aquel álbum que fue de búsqueda, en un período de crisálida. Esto es lo que quise decir entonces, sin tanto conocimiento como ahora. Hay mezclas que están mal y frecuencias que no están bien trabajadas, pero todo se ordenó en Giros, porque allí hay tres o cuatro ataques sobre la fusión: “Giros”, “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y “DLG”; con mucha precisión sobre sonidos y timbres. Fue un paso fuerte. Y también en Giros se nota cierto enfrentamiento ante la figura de Charly: “Ok, toco ‘Taquicardia’, manejo el rock y te toco todo García, pero además pongo mi herencia tanguera y folklórica, y no la voy a dejar”. Ahora suena gracioso, pero en ese momento era casi faltarle el respeto a la aristocracia musical porteña.

–Y se vio como un piletazo: venía de componer y tocar para Baglietto, luego subió a escena con García. Muchos vieron Del 63 como una jugada apresurada: “¿Este chico se tira en paracaídas tan pronto?”.

–Y la respuesta es sí. Irme de Rosario a los 17 años no sé si era muy aconsejable. Y me quemaba todo mi material... con Juan no se ensayaba. Y mi materia es el parlante y el instrumento sonando. Yo necesitaba sala de ensayo. Tocar, armar un grupo. Me quemaban las manos. Un chico con las hormonas revueltas; el deseo, querer todo ya mismo. Con Juan hicimos giras que fueron muy divertidas, divinas... pero no había sala. Y yo soy un hombre de prueba y error: “Vamos a armar este tema; no funciona, armamos otra versión”. La materia de la música es la sala.

–Sin llegar a lo obsesivo...

–(Risas.) Sin llegar a obse... Sí (carcajada), soy obse, sí. A veces sos tan obsesivo que aprendés a no serlo tanto. Pero tenés que pasar por ahí.

–También dijo: “Hay voces que están mal; no en afinación, sino en volumen”. El asunto de su peculiar afinación sigue dando letra.

–En Cosquín me contaron que se dice que uso un procesador para afinar en vivo. No; hace tres años que estoy haciendo fonoaudiología. Me parece que ahí hay un prejuicio absurdo, como decir que Dylan cantaba mal. No es importante. Cuando hablamos de Puccini, de una ópera, afinar es importante, pero en el arte popular lo importante es la expresión. Fue y es tanto el caudal de lo que quiero contar, hacer o decir, que eso es lo que gana.

–“Decidir entre el mar y la arena”, como escribió en “Tres agujas”.

–El mar y la arena es un límite, supongo. Es como el suicidio; quizás es eso: me quedo o me voy.

–No quería más nadar en piletas.

–No: quería el mar. La pileta me parecía muy chiquita.

Academias

–¿Que aprendió de Charly?

–Charly es Mozart. Me acuerdo de cuando entré a la sala de Núñez con el grupo de Modern Clix: Willy Iturri, Alfredo Toth, Fabi Cantilo, el Gonzo, Daniel Melingo y yo. Llegué una semana más tarde, los demás ya estaban ensayando. Y desde las primeras horas, yo sabía que ahí era El Lugar. Si preguntás dónde estaba la pelota años más tarde, estaba en el laboratorio de Prince de Sign ‘O’ the Times. Pero en aquellos años, en América latina, todo estaba en aquella sala. Tuve el privilegio de estudiar allí, vi a Charly armar Modern Clix. En “Bancate ese defecto” había un acorde que yo llenaba de dedos y venía Charly y me decía: “Este no”; con sus manos me levantaba los dedos del teclado y me dejaba cuatro dedos, de los nueve que yo ponía. Y eso, con el bajo de Alfredo y los bombos que había preparado con Willy, y la máquina de ritmo, más la guitarra, era como ver una flor abriéndose... Eso ocurría en cada concierto: Charly te ordenaba en quince minutos cómo tenían que hacerse las cosas. Clics Modernos debe estar dentro de los mejores diez discos de la historia de la música.

–Canciones que llevan treinta años y que parecen escritas ayer.

–Están escritas mañana: es un disco del futuro.

–De la Academia de García pasó a la de Spinetta con La La La.

–Son siempre ellos tres: Nebbia, Spinetta y García. Espíritus inquietos, elaborándose y creciendo en una época casi hostil, donde el mar estaba en otro lado. Ellos eran arroyos maravillosos. Son majestuosos, como la obra de Juan L. Ortiz; van a quedar en la historia del mundo. Todos los días, estos hombres tomaron decisiones para inventar belleza y nobleza. Incluso no hablando desde el bien, digamos; jugando fuerte, no pensándose políticamente correctos. A Luis le llevaba el material y él quería las inversiones de los pianos y las formas de armonías guitarrísticas pasadas al piano eran insólitas... (se ríe). Ahí aprendí otra manera de armar los acordes: era insólito. Para uno, que escuchaba Beatles o Stones... la naturaleza de Luis era otra. El Sol Mayor no era Sol Mayor: era diferente. Las armonías de “Serpiente de gas” o “Atiborrado” son clases de música.

–¿Lo utilizó después en su trabajo?

–Sí, muchísimo. Cuando uno es pibe es muy bestia, muy bruto a veces. Alguien te dice: “A mí la música contemporánea no me gusta”, o “A mí no me gusta el jazz”. Lo que pasa no es que “no te gusta”, no tenés el lenguaje para comprenderlo. Para explicar en criollo básico lo que me pasó con Luis: si bien a los 12 yo me sabía “Jugo de lúcuma”, cuando fui al piano con su material, que él quería que lo hiciera mío también, me encontré con muchas dificultades que fueron extraordinarias y me abrieron la cabeza.

–¿Qué le pasó al escuchar la versión de Spinetta de “Tres agujas” en el disco homenaje a los 40 años de rock argentino?

–Eramos amigos; con Luis todo era ironía... Le dije: “Qué linda versión hiciste, sos un cabrón”. Y él me contestó: “Sí, lo que pasa es que el cantante no cantó” (risas). Fue muy hermoso escuchar esas inflexiones en él; le dio un color y un fraseo maravillosos. Con Luis todo era calidez y humor. Y rigor. Era riguroso, pero de una manera cálida. Le gustaba mucho trabajar: era estar siempre encima del material, ponerle esto y sacarle lo otro. En épocas de Giros recuerdo que escuchó una mezcla de “Alguna vez voy a ser libre”, se sacó el auricular y me dijo: “¡Vos estás loco!”. Ya le había gustado mucho “Tres agujas”, y a partir de ese momento me dije: vamos a encontrarnos. Pero no con planes de música...

–Por entonces los trece años de diferencia debían de parecerles siglos.

–Yo era muy chiquito, era su fan, pero él ya era un padre de familia... Y se inició un vínculo que para mí fue crucial. Por todo lo que nos amamos, lo que nos dejamos, por todo lo que él también quiso brindarme. Decidió brindarme eso, como amigo: su espíritu. Y entonces, después de un año de reuniones y de pizzas y del nene de Luis (Dante) haciendo lío, y escuchando música y leyendo, surgió la posibilidad de hacer La La La. Por otro lado, Spinetta no estaba tocando en vivo. Recuerdo una charla con Alejandro Avalis, mi amigo-manager de toda la vida; me decía: “Loco, no puede ser que Luis no toque, es un disparate”. Lo fuimos cercando y lo llevamos a una gira por Santa Fe. Después lo cruzamos a Chile, la primera vez que Luis tocó fuera de la Argentina. Ahí surgió el gabinete de La La La. Ahora valoro una idea que entonces no entendí. Yo le decía: “Hagamos voces, Luis. Trabajemos voces en la melodía central”. Y él me contestaba: “No, cantá vos y yo te copio; canto yo y vos me copiás”. Es uno de los rasgos de La La La, que se ve en la foto: seamos una única persona. Fusionémonos, como la mosca de Cronenberg. Yo le decía: “Luis, me aburro; quiero oír una voz, algo, acá”. “¡No, no, no entendés!”, me contestaba. Y tenía razón. Escucho el disco y entiendo esa especie de extraño color. Es muy raro cómo suena tu voz doblada por otro. Cuando uno se dobla la voz, aparece un efecto, cierta calidez dada por el mismo timbre, pero cuando lo hace otro es muy siniestro, inquietante. Lo llevamos a un límite en el “no te olvides de mí” de “Grisel”: mete miedo. Esa grabación fue inolvidable.

Lenguajes

–Aquella versión de “Grisel” confirma, una vez más, esa disposición suya para servir tango, folklore y rock en una misma mesa.

–La música es un lenguaje. Después usás las palabras como querés. Con palabras podés hacer un soneto, una novela de terror o un cuento para niños. Con la música es exactamente igual: están las leyes, las normas, las técnicas, y vos con eso hacés lo que coño sea. Ahora vamos a atenuar esa idea tan científica; no se puede tocar como un gitano: tenés que ser gitano. Pero esta teoría también es rebatida, porque los japoneses clonan todo, son alucinantes (se ríe). Pero hay algo en lo específico de cada lugar, cada historia, cada tierra, que canta de una manera porque sólo las personas que están allí lo pueden interpretar tan claro. Pero todo es lenguaje. Yo no tengo ese tipo de subgéneros, yo veo notas. Escucho sonidos. Y si los pongo en una partitura veo cositas blancas, negras, palitos para intentar ordenar algo que, en principio, es inordenable.

–¿Qué canción está harto de tocar?

–¿“Mariposa”?

–“Yo vengo a ofrecer mi corazón”: ¿no le enferma tocarla una y otra vez?

–No, no tengo ninguna canción que me reviente. Amo lo que hice. Una vez leí en un reportaje a un escritor consagrado –no vamos a dar nombres, que se arman polémicas absurdas– y renegaba de todo lo que había hecho en su adolescencia; un tipo aplaudido en el mundo. Dijo: “Esos libros los habría quemado”. ¿No estás orgulloso de haber sido aquel niño, con aquel deseo, que devino en un escritorazo? Detrás de esa idea hay algo espantoso: “Lo que no me aprueba la historia no está correcto”. El rocanrol me enseñó que la historia está muy bien, pero que yo quiero tocar: quiero hacer sonar la guitarra. No me importa lo que diga la Mamá Historia, la Mamá Buenos Modales. Es una mariconada. En ese sentido, siempre defendí la impronta. Estoy orgulloso de lo que hice y, si esa canción le gusta a alguien, la voy a cantar. Me gusta hacer lo viejo y lo nuevo. No tengo ese conflicto, y menos con “Yo vengo...”

–Mercedes Sosa tampoco...

–(Se agarra la cabeza.) Primero fue el teléfono. Me llama ella: “Quiero hablar con Fito Páez; soy Mercedes Sosa”. Se me cayeron los pantalones. Le digo: “No, Mercedes, que se me sale el corazón del cuerpo”. Yo sabía de memoria Mujeres argentinas, Cantata Sudamericana...; conocía por mi padre todas sus versiones de las zambas clásicas. De golpe Mercedes tuvo un cuerpo real, ¡que te llamaba por teléfono!... Fue otra persona, tan hermosa, tan linda, con quien tuvimos a la vez tantos conflictos –de la vida, del trabajo– apasionantes... Y fue como una mamá, me cuidaba. Las palabras de esta canción, en su voz, le daban una dimensión al texto que yo no sabía que tenía y que los años fueron marcando: el tema llegó a Cuba y fue como un himno; en Brasil la grabó Milton Nascimento; en España hay una versión gitana y otra de Ana Belén... ¡la grabamos en Francia! Resonaba solo. Hubo una versión con Rada, en Uruguay, con los Fattoruso...

–De hecho, el percusionista Osvaldo Fattoruso...

–... era como de la familia; Osvaldo era un sol. Una persona hermosa, un músico extraordinario; grabó en casi todos mis discos... Hicimos muchas giras. Aumento la lista ahora: “García, Spinetta, Nebbia y Fattoruso”. Y Opa, sobre todo: ellos iban en paralelo con García en La Máquina de Hacer Pájaros. Eran piel y mucha elegancia. Con los años fui descubriendo todo el material de los Fattoruso; Otroshakers fue una joya maravillosa.

–¿Cómo resultó que Ciudad de pobres corazones, durante uno de sus tiempos más tremendos, terminara compuesto en el paraíso de Tahití?

–Una nube sórdida y terrible se volcó sobre la casa de la calle Balcarce y todo se tiñó de oscuridad, y no había otra manera de entender. Loco, loco, loco. Tus dos mamás asesinadas a cuchillazos y a balazos, punto; y la mujer que trabajaba en tu casa, embarazada de siete meses. Un horror. Fue mi naturaleza pisciana, creo: salimos con Ale Avalis y pasamos por una agencia de viajes. Había un cartel de una playa y le dije: “Vámonos ahí ahora”. Era Tahití. Sol. No tenía hijos, ni novia, porque nos estábamos separando con Fabi. Nos fuimos diez días a una cabaña. Nos quedamos sin plata; pasó de todo en ese viaje... Pero hubo algo que me ordenó. Había algo ahí que quería salir, entender, cantar, y salió potente. Hubiera preferido no haber escrito ninguna canción de aquéllas. Pero la vida es así, y ya. Fue un álbum precioso, porque empecé a investigar con los teclados digitales; demeé en caseteras viejas, haciendo playback, después nos metimos en Panda y armamos el retoque digital, que era muy moderno. Y ese disco tuvo una vida larga. La tiene todavía.

–Primero fue un rosarinero melanco, después un pibe ingenuo y ahora iba al choque en camioneta. Nadie sabía por dónde agarrarlo.

–(Se ríe.) Es que ésa es la vida para todos. El tema es cuando uno intenta ordenarse y lo valioso es cuando juega a la verdad. No en este caso, sino en cualquiera. La verdad está allí, sin miramientos. Por supuesto que tiene que existir la crítica: es el límite que vos mismo te ponés. Si yo hubiera publicado todo lo que hice, tendríamos 70 discos. Salieron los 25 que consideré potables.

–Ey! salió al año siguiente. ¿Qué se sentía sacar un disco por año, cosa hoy impensable para artistas que demoran media década en trabajar?

–(Risas.) También fue urgente. Es que no había Internet; se estudiaba música. Yo estaba todo el día con el piano... Tenés que darle, es tu laburo. Tengo miles de cosas guardadas que a veces algún manotazo le pegan al presente –en uno de los discos de 2013 se colaron dos temas de hace veintipico de años–, pero en Ey! me dije: “No aguanto más estar cantando lo mismo de antes”. Quería tocar otra cosa.

–Tercer mundo lo encontró sin un peso y queriendo irse del país. En su barrio le fiaban el café...

–La comida también, me tenían que fiar todo. ..

–Pero ahí está “Y dale alegría a mi corazón”, corazón de cancha.

–Eso fue impactante. El disco salió y, tres meses después, estábamos a pocas cuadras de la cancha de Boca, en la casa de Sergio Pérez Fernández, y eran las 6 de la tarde, y se escucha: “Y dale alegría...”. Nos quedamos congelados, salimos... ¡y estaba la hinchada de Boca cantando! ¡Sentí la locura del mundo! Fue un momento emocionante. La primera vez que escuchás una canción tuya cantada por una hinchada de fútbol....

–¿Y la primera vez que escuchó una de sus canciones por la radio?

–Fue acá en Buenos Aires; estábamos con Baglietto en un taxi y pasaron “La vida es una moneda”. El disco había salido hacía un día y yo tenía 18 años... fue muy delirante. Como cuando escuché “Un vestido y un amor” por Caetano...

–Si espera otros veinte o cuarenta años, habrá mas sorpresas.

–Son abrazos; no de los que matan, sino de los que te inyectan responsabilidad. Presión. La puta madre, que no la quiero. No quiero hacerme cargo de esto. Creo que era Deleuze el que decía que la herencia “te toma”: uno no decide heredar, la herencia te chupa. Por otro lado, pienso que todo eso está allí tirándote alguna onda. Que no es policía eso. Que todos los viejos muertos te están mirando y diciendo: “Dale, boludo, está todo bien, vamos. Vení al baile”. Hay que verlo así. Es inevitable que esté la puta historia mirándote ahí. A todos. Tu pequeño mundo, tu gran mundo, el mundo que sea.

–Uno tiene que ser el observador, también, no siempre el observado.

–Yo soy muy canalla, igual. Yo me salgo de ahí en un segundo. No me preocupa nada en realidad, en un momento te ponen ahí y decís: “No”.

El amor y la fama

–Apenas después de Tercer mundo, con toda su carga de desamparo, llegó la explosión absoluta de fama de El amor después del amor que, con todo respeto, le modificó hasta el “comedor”...

–(Risas.) Cecilia (Roth) me desenredó el pelo y me puso los dientes. Yo era un flaco perdido al que le dijeron: “Hay que cepillarse la boca y peinarse”...

–El suyo pareció el camino inverso al de los Redondos, que venían de un ambiente universitario acomodado y capturaron el afecto de las barriadas. De no poder pagarse el desayuno en dos años, fue a una camisa blanca con voladitos y a dos estadios de Vélez... La transición fue abrupta, llegó el grito “Fito se vendió”.

–Es la boludez argentina: “Si está mal lo que hace, está bien; y si está bien, está mal”. Doy la teoría contraria: en El amor después del amor se sedimenta un largo proceso de años que comenzó con mi salida de Rosario; se plasmaron formas que después fueron matrices para que yo pudiera seguir generando cosas. El tema es estar atento a cuál es tu deseo. El afuera, afuera. Todo el mundo piensa que soy millonario, pero yo trabajo para llegar a fin de mes; pago un alquiler, tengo gastos y para pagarlos tengo que trabajar. Pero pasaba algo extraño en el país. Me interpelaban, sí. Son fantasías del otro, el que supone que si tenés un Armani sos un pelotudo. Es una cosa estúpida: que no te guste Armani es como que no te guste Mozart, o no te guste un plato de ravioles. En ese sentido te reís, no le das importancia. Es bueno tener la conciencia de la muerte cuanto antes, porque podés detectar dónde está la boludez. Y podés disfrutar y reírte, que a veces eso falta en ámbitos políticos y académicos: falta el sentido del humor, de la gracia y de la risa. Demasiada solemnidad al pedo. Es una cosa buenísima que le trajo el rock a la sociedad argentina.

–Circo Beat es más preciso.

–Está más logrado. Creo que El amor... es un gran disco de canciones, pero Circo Beat es un álbum: se parece más a cómo me gusta armar las cosas, con mi concepto. Lo único que tenía era mi historia: cuento las polleritas de las chicas pasando por el frente de mi casa; cuento la Municipalidad, la iglesia, los cines que ya no están, sin darles contextualidad política. Soy un chico criado en Rosario, pero por mi tío viví mucho en el campo y en Circo... se mezclan esos mundos; se entreveran los gauchos con la mitología criolla y la ciudad, los parques de diversiones hechos mierda...

–Cuando todos hacían MTV Unplugged dijo que no, y grabó Euforia. ¿Por qué?

–A la compañía no le cerró el número, pero yo no quería un unplugged como obligación, porque estuviera de moda. Ni hacer un álbum de covers míos. “Vamos a hacerlo en serio, con violines...”. Después de tres años de giras agotadoras con Circo Beat, Euforia fue una etapa delirante. “Dar es dar” está ahí. Y “Cadáver exquisito”, mi primera crisis creativa fuerte; componer esa canción me llevó más de seis meses. Es eso, la obsesión, cuando te toma... La obsesión pasional de cuando te enamorás de alguien. Y después apareció “Dar es dar” en quince minutos. Son las dos caras.

–Y se destrabó.

–Fue una manera de decirme “¿Ves que sos un pelotudo? Hacé canciones como ésta, que son más fáciles y más lindas!” (risas).

–Pocos, pero resonantes a cierta escala, al menos dos conflictos entre usted y otros artistas vienen a la memoria. Aquella carta lapidaria en verso de Joaquín Sabina luego de Enemigos íntimos y la denuncia de Claudia Puyó, quien lo acusó de discriminarla por exceso de peso.

–Con Sabina ya está todo bien; yo lo amo así, y por eso somos amigos: vamos de frente. En veinte días tenía hecho el disco –orquesta, música, todo–, pero tardamos seis meses hasta que él concluyó su parte; era un disparate. Después publicó esa carta en la que yo termino siendo el hijo de puta; una barbaridad. Porque cuando hacés una fusión con alguien –como el caso de Luis– tenés que estar muy conectado con el otro, y para eso tenés que hacer un esfuerzo, dejar parte de tu ego y entrar en el mundo del otro. El lo puede hacer, pero no estaba preparado. No hubo mala leche. No era el momento. El disco igual lo muestro con orgullo. Lo de Claudia fue un delirio de ella; creo que tuvo una mala noche y que lamentablemente no pudo volver de ahí. Igual la adoro, no me quedó ningún sabor amargo.

–Entre el fin del milenio y el comienzo del siguiente hizo Abre (1999), Rey Sol (2000) y Naturaleza sangre (2003). Los dos primeros parecieron llegar casi en bloque, arrancando con la dylanesca declaración de “Al lado del camino”...

–Sí, es un bloque. Además fueron grabados con Phil Ramone, uno de los más grandes productores de música de todos los tiempos. Yo pensaba: “¡No me para!”. No me paró nunca. Eso fue muy halagador para mí. Me legitimó, y era un momento salvaje; estaba naciendo Martín... A mí me gusta estar al lado del camino: “el mainstream sos vos, yo no soy el mainstream”. El camino está ahí. Yo soy el mío. Donde van todos, no. Es un poco similar a la idea de El salmón. Esa sería la declaración de principios: tener mi individualidad y confirmarla. En Rey Sol hay un tema que me gusta mucho, “Paranoica fierita suite”: mezcla de tango, rock y salsa, es un delirio, creo que nunca se hizo una cosa así (se ríe). Naturaleza sangre fue un disco muy doloroso de hacer; me había separado de Cecilia y tuve que reubicarme en el mundo, a los 40. Fue hecho con las tripas, grabado en pocos meses.

–El sinfónico Moda y pueblo (2005) y El mundo cabe en una canción (2006) también parecen haber venido en un mismo paquete.

–Sí, uno al lado del otro. Moda y pueblo fue un deseo que teníamos con Gerardo Gandini; hicimos un trío con Vadalá y Morelli, y un quinteto. Y estuvimos con el viejo casi un año y medio, tocando en salas de todo el mundo. Gerardo es el más grande músico de la Argentina; su libertad, su manejo del lenguaje, su amor por la música, su rapidez...

–Ya para entonces había filmado La balada de Donna Helena, Vidas privadas, Moda y pueblo (la película) y llegaba ¿De quién es el portaligas? ¿Cuándo se animó al cine y por qué?

–Con La balada...: la Roth me veía siempre en casa dibujando y escribiendo: “¡Dejate de hacer boludeces, filmá!”, me dijo. Donna Helena fue una aventura; Vidas privadas fue un laboratorio que llevó muchos años y se metía con asuntos de la historia argentina que nadie quería escuchar. Viajó por muchísimos festivales, con resultados geniales. Pero El portaligas fue todo lo opuesto: hermosa y divertidísima; la filmamos en Rosario, como en una excursión de chicos de secundaria. Tuvo buenas críticas; incluso Diego Batlle, que escribe en La Nación –el único diario que nos criticó mal– hizo una muy buena crítica en su blog. Fue una experiencia, pero a color en los ’80 y a toda velocidad. La manera de salir de ahí fue Rodolfo (2007). Yo vivía solo: de ocho o nueve horas de mezcla de la película volvía al piano a componer. Rodolfo es un disco en blanco y negro. Sin fuego artificial. Está todo grabado –piano y voz– en mi casa. Y después otra vez el quilombo con Confiá (2010): no tenía temas y me llevé a veinte personas a un hotel en Córdoba, de las que quedamos doce. ¿Qué hacés con esa gente allí sin nada?: ¡confiá! (sonríe). El disco no se iba a llamar así, pero aparecieron la palabra, la idea y esa música como un modo de manifestar eso: no tener miedo, ir con lo que uno es y saber que va a aparecer algo genuino. Y a los dos meses tenía un álbum.

–¿Les fue bien en venta a esos discos? ¿Retribuyeron el esfuerzo?

–No. Creo que a partir de Abre no hice discos que hayan sido escuchados. Luis siempre me decía que después de Pescado Rabioso no lo escuchó nadie. Hay que entender que el público no tiene por qué estar a tu velocidad y no tiene por qué seguirte, porque tiene una vida, una familia, tiene que hacer mil cosas. Y vos tenés tu aventura, tu viaje expresivo, que el otro no tiene por qué perseguir, ni coincidir, ni gustarle lo que hagas.

–¿Y ahora, Fito?

–El sacrificio sale ahora, con material inédito compuesto desde 1989; son canciones malditas sobre historias truculentas. Es como un disco de terror, pero los temas te hacen mover la patita, así que quiero probar un axioma. Por ejemplo, que “las letras en el rock no importan”... ¿A ver si cuando lo escuchás volvés a poner la púa en el surco? Antes de la presentación en el Luna Park, el 22 de marzo, las canciones se van a poder bajar de iTunes; el disco físico se entrega con la entrada para ese show. En noviembre edito un álbum que quizá se llame La vuelta en globo, con temas nuevos que ya tengo compuestos, y junto con ese disco va a salir Dreaming Marietta, con canciones totalmente opuestas a las de El sacrificio: canciones líricas, de amor, románticas, historias a lo Manuel Puig... y las giras. Y criar hijos, y terminar de escribir la película que voy a dirigir con Matías Gueilburt, que tal vez se titule Novela.

–Y comenzar a vivir su segundo medio siglo de vida.

–Me gusta estar llegando a los 50 así, tan potente. Empiezo una etapa nueva. Vivo todo eso sin gravedad. ¿Qué hay que hacer hoy? Como los adictos de alcohólicos anónimos.

–¿Un día a la vez?

–Claro. Sólo por hoy. Es un momento de la vida lindo llegar acá. Los únicos que tenemos la risa somos los humanos. No hay que olvidarse de eso.

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