Toca el saxo. Compone, arregla y produce. Estudió en Berklee y supo acompañar a músicos diversos: Javier Malosetti, Los Fabulosos Cadillacs, Fito Paez, Santiago Vázquez, Vicentico, el baterista estadounidense Robby Ameen y las cantante japonesa Akiko Pavolka, entre otros. Algo habrá en Ramiro Flores, entonces, para espiar de qué van sus propias músicas. A priori, se trata de sonidos determinados por un programa literario. In situ, de piezas instrumentales que le siguen las huellas a un personaje ficticio llamado Ordóñez. Y a posteriori, de una estética integral que se manifiesta en videoclips con actores y todo. “El jardín de Ordóñez es una serie de composiciones con un eje motivado, porque a lo largo de todos los temas se desarrollan y tratan varios motivos musicales que se repiten en distintas versiones, y otro eje literario. Hay un poema que habla y nos cuenta la vida de Ordóñez”, explica en clave conceptual el saxofonista que mostrará su obra en público hoy a las 20.30 en Santos 4040 (Santos Dumont 4040). “De todos modos, la música es bastante más enérgica que el relato. Yo me imagino que está representada la energía profunda y bien salvaje, animal, de Ordóñez, que en el relato parece cualquier cosa menos un animal”, profundiza el músico, que armó un quinteto muy particular, que incluye dos baterías.  
Dos baterías, sí. Y explica porqué. “Generalmente, el baterista está obligado a tener la función de sostén rítmico y formal. Por ejemplo, si el baterista para de tocar inesperadamente, la música se desmorona. Pero al haber dos baterías, la función tradicional del instrumento muta radicalmente, ya que cada uno de los bateristas tiene mucha más libertad y de esa manera se pueden investigar muchas posibilidades tímbricas y de orquestación. Esto le da mucha frescura y fuerza a la música”, sostiene Flores sobre la seña singular de su banda, llamada igual que el disco, y compuesta por el guitarrista Ezequiel Cantero, el bajista Hernán Segret, el tándem batero que conforman Pablo González y Tomas Sainz, y el mismo Flores en su rol de saxofonista. “Hay épocas en que toco muchísimo el saxo, y no hago mucho más que eso. En otras, escribo y compongo un montón y no toco tanto. Ahora voy por la primera”, se ríe el músico, que tiene otros dos discos editados: Flores y Son dos. 
“Los tres trabajos son bastante distintos”, explica él. “La diferencia primordial es que éste último (elegido como disco del mes por el Club del Disco) es una especie de suite, como dije, en la que todos los temas están conectados. Los discos anteriores no tienen tanto de esto, algunos temas están relacionados entre sí, pero no tanto como en El jardín de Ordóñez. También, éste es el primer disco en que grabo con una banda que se comporta como tal, que ensayó mucho y con la que realizamos una búsqueda muy profunda para encontrarle una entidad a la música. En los discos anteriores diría que grabamos y después se armó la banda de acuerdo a la música del disco. En este caso fue al revés”, detalla Flores, sobre otra arista de un trabajo registrado sin sobregrabaciones ni ediciones posteriores. “Siento que la claridad con respecto a lo que me gusta y lo que siento que puedo expresar musicalmente siempre fue algo dado, desde chico. Luego, lo que hago desde que empecé es estudiar y trabajar muchísimo para poder adquirir diferentes técnicas que me ayudan a desarrollar esas ideas y compartirlas con los demás”, dice el jazzero. “Tocar con diferentes artistas me ha acercado a formas diferentes de hacer música, que siempre son muy nutritivas a la hora de hacer la mía.” 
Una condición que, por supuesto, se modeló a través de su experiencia en el Berklee College of Music, de Boston, algo así como la meca de los aspirantes a músicos universales. “Fue una experiencia central para mí, no sólo por el estudio en sí, sino por la época en que me fui. Tenía 21 años, y me quedé viviendo en Estados Unidos hasta los 28. En esa época de la vida siempre hay un punto de inflexión. O varios. Antes de irme, prácticamente lo único que hacía era estar en mi casa estudiando, no tenía muchas más actividades, no conocía a tantos músicos, no salía mucho a lugares donde se tocara música. En fin, era medio nerd. Pero en Berklee pude conocer y tocar con músicos increíbles, tanto profesores como compañeros alumnos de la universidad. Estar así rodeado es muy inspirador. Pude estudiar con Joe Lovano, quien me impactó muchísimo por su presencia sonora. Cuando él tocaba se sentía que toda la sala se llenaba de vida. Algo realmente increíble. Diría que Berklee fue el puntapié inicial en el que empecé a comprender el significado y el oficio de la música”, finaliza.