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Sábado, 9 de diciembre de 2006

MUSICA › ACTUO FRENTE A 12 MIL PERSONAS EN EL CLUB CIUDAD

Deep Purple, una máquina de hard rock que sabe envejecer

Los históricos Ian Gillan, Ian Paice y Roger Glover no sólo saben cómo mantener activa la esencia del grupo que puso una de las notas más crudas de los ’70: también se manejan con comodidad y soltura ante un público que los hace sentir como en su casa.

 Por Cristian Vitale

Las incursiones de Deep Purple a la Argentina ya son una manía. El hielo y las dudas sobre la nueva formación se rompieron aquel 30 de octubre de 2005 cuando Don Airey y Steve Morse –tecladista y guitarrista– hicieron sentir a los cinco mil fans que poblaron el Obras techado que Jon Lord y Ritchie Blackmore podían estar o no, sin que mellara parte de esa magia hard que asomó al mundo epilogando los sesenta. Cinco meses después –el 24 de marzo de 2006–, otra visita reconfirmó la sensación y fueron nueve mil las personas que se deleitaron con la máquina de sonidos rústicos, acerosos, refractarios al paso del tiempo, que aún activan Ian Paice y Roger Glover –base rítmica de la trilogía In Rock-Fireball-Machine Head–, más el carisma de Ian Gillan y el sostén virtuoso de los “nuevos”. El dato, aquella vez, fueron los bises que los excitados purpleanos criollos exigieron con el cantito de Woodstock, pero que nunca llegaron. La estrategia de los legendarios ingleses de Hertford estaba clara: no sería la última visita y había que dejar al público con las ganas.

7 de diciembre de 2006: el Club Ciudad de Buenos Aires no luce como en los festivales. No hay salas vip –apenas una pequeña platea preferencial emplazada bajo la cabina de sonido–, sólo dos puestos de venta de discos y más de 12 mil personas esperando que la leyenda detone otra vez. Proliferan el negro y las remeras de Black Sabbath, Led Zeppelin, Pink Floyd o Hermética. Muchos varones categoría ’60-’70 –un target Parque Rivadavia–, pocas damas bien secundadas y conversaciones de espera que van desde el último solo de Blackmore en la banda, hasta la impotencia que genera no poder ver a Zeppelin en las mismas condiciones que sus primos generacionales. “Todavía sueño con ver a Jimmy Page en vivo”, dice un cuarentón pelilargo, que seguramente se lo perdió cuando el guitarrista ancló en Baires junto a Robert Plant. Noche cálida. Sinfín de estrellas. Aviones que pasan cerca y, en eso, la irrupción de cuatro sagaces viejitos más el nene mimado de Morse, que generan la tercera explosión de júbilo púrpura en un año.

La puesta es austera. Una bandera negra con el nombre de la banda detrás, Marshalls al frente, dos pantallas a los costados y cinco tipos a quienes lo único que les interesa es tocar, lo mismo que espera el público. Rock concreto, certero, auténtico y sin artificios, como en los viejos tiempos. Ni siquiera preocupa la imagen: Gillan viste como en el living de su casa; Glover, con su eterna cara de fumador de opio chino, apenas oculta la pelada tras un pañuelo rojo a lo Favio, y Paice porta anteojitos redondos, como en Made in Japan (1972). El primero en destellar es Airey. De sus teclados salen las notas hipnóticas, abrasadoras, que desembocan en “Pictures of Home”, tema clave de Machine Head, la biblia inmortal del rock pesado. Siguen “Painted Horse” –con delicadísimos arreglos clásicos– y una temprana constatación: las dificultades naturales de Gillan para llegar a los aullidos agudos en los que sustentó su trayectoria –61 años no son pocos– se suplen con pasajes instrumentales “programados” en los que Morse y Airey destilan virtuosismo.

Para que la voz emblemática del Purple ortodoxo –pre Coverdale/Hughes– pueda llegar a los límites vocales que exigen “Into the Fire” o “Speed King” (In Rock, 1970), es inevitable que Morse improvise un solo ardiente y tribunero con pasajes de “Back in Black” (AC/DC), “Voodoo Chile” (Jimi Hendrix) y “Stairway to Heaven” (Led Zeppelin). O que el ex tecladista de Rainbow se apodere de la escena promediando el show, para captar de la atmósfera porteña “Adiós Nonino” y servirle de plafón sonoro a una pareja bailando tango, algo impensado diez años atrás. Todo planeado, y éxito asegurado. Gillan aprovecha los largos pasajes instrumentales para recuperar oxígeno y, cuando retorna, puede pilotear con dignidad el resto de canciones que la púrpura profunda saca del arcón: “Strange Kind of Woman”, “Perfect Strangers”, “Highway Star”, “Living Wreck” –con todo lo que ello implica–, “Smoke on the Water” o algunas canciones de flamante cosecha como “Wrong Man” y “Kiss Tomorrow Goodbye”.

Y hay un plus: Como si fuera un yogui en trance, el frontman cautiva bailando. Acompaña con armoniosos movimientos del cuerpo las cadencias armónicas que subyacen, por debajo, a la pirotecnia musical marca Purple. Es notorio en “Lazy” –y su swing encantador–, que cuenta con todos los rasgos de su versión original, incluso el atrapante sonido de la armónica. Y en los bises que el quinteto manotea de su primera hora. En “Hush”, la canción de Joe South que data de los tiempos en que aún no se habían desprendido de la teta beat y en “Black Night”, el simple que metió a Deep Purple en la historia grande del hard rock. Riffs poderosos; una base con justeza de reloj; un teclado –aunque menos genial que el endiablado Hammond de Lord– capaz de generar multiclimas; un cantante consciente del paso del tiempo, que sabe cómo usufructuar de los restos de su talento, más un público respetuoso de la historia dan la notable vigencia de Deep Purple en Argentina. El mismo Gillan se encargó de hacerlo trascender, con idioma futbolero: “Los amo a todos, y no sólo porque fueron los mejores campeones del mundo”. ¿Habrá otra vuelta?

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Purple ya es habitué de los escenarios argentinos: en marzo de este año ya había tocado en Obras.
 
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