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Viernes, 29 de diciembre de 2006

MUSICA › UN BALANCE DEL AÑO QUE VIVIO EL AMBITO CLASICO

Colón cerrado, temporada abierta

Sería injusto que 2006 fuera recordado sólo por el cierre del máximo coliseo para el tramo final de sus obras de reparación: el año que ya termina dejó un buen saldo artístico, tanto en la programación oficial como en la iniciativa privada.

 Por Diego Fischerman

“El Colón no es una institución creada solamente para solaz y esparcimiento de una clase social. El Colón es una cátedra de civilización”, publicaba el diario La Nación en 1923, en una época en que, efectivamente, el Colón existía exclusivamente para solaz y esparcimiento de una clase social. Dos años antes, el mismo periódico afirmaba: “Desde hace más de diez años venimos sosteniendo una verdad que, por evidente que sea, no tiene menos interesados en ocultarla: el teatro lírico está atravesando una grave crisis”. En las puertas del centenario de la sala que lo alberga –el Colón fue fundado, en realidad, cincuenta años antes– nadie sostendría lo de “cátedra de civilización” pero, por otra parte, la crisis ya no de una sala en particular sino del teatro lírico como género es inocultable. Algunas de las acciones ensayadas por la actual gestión del Colón, justo en el momento en que su escenario acaba de entrar en la última etapa de reparaciones, permiten, sin embargo, encontrar respuestas positivas a problemas que, como se ve, están lejos de ser novedosos.

2006 podría ser recordado como el año en que el Colón cerró sus puertas. No sería justo. O, en todo caso, también debería tenerse en cuenta que fue el año en que convocó a más de 30.000 personas para una puesta de una ópera de Puccini realizada con inusual calidad en un gigantesco estadio. Eventualmente, simultáneamente con el cierre, la dirección del teatro decidió encarar una cierta reconversión. Con miras al mantenimiento de la pax romana alcanzada con los gremios y de la mística que en gran medida comenzó a reconquistarse entre los trabajadores técnicos y artísticos del Colón a partir de la presentación de espectáculos con un criterio de terminación acorde con la tradición, el teatro empezó a ser planteado como factoría más que como sala de espectáculos. Una factoría capaz de montar una Turandot de calidad inédita en el Luna Park o de llevar a sus orquestas, con la dirección de su director musical, Stefan Lano, a la Rosa de Figueroa Alcorta o a la Catedral (una fantástica Segunda de Mahler). El trabajo de Salvatore Caputo al frente del Coro Estable, logrando un nivel que el organismo hacía mucho que no tenía, y una temporada lírica con varios puntos muy altos quedaron, sin duda, en el activo del teatro. En el pasivo hay que contabilizar una de las temporadas menos interesantes de la Filarmónica de Buenos Aires que, con Arturo Diemecke como su director, navegó entre la nada y el vacío, con el agregado de la pasmosa ausencia de compositores argentinos vivos –salvo Mauricio Kagel y Gerardo Gandini–. El vigoroso cambio de rumbo a la programación, anunciado para 2007, demuestra, en todo caso, velocidad de reacción.

Entre lo mejor de la temporada operística estuvieron las puestas de Marcelo Lombardero de Jonny Spielt Auf de Krenek y de Willi Landín para La bohème de Puccini, la interpretación musical del Boris Godunov de Mussorgsky y de Sueño de una noche de verano, de Britten, y una Cosi fan tutte, de Mozart, de excelente factura. Pero el otro gran acierto del Colón fue el festival que convirtió a un argentino ausente del país desde hacía cincuenta años, iconoclasta y genial, en poco menos que un acontecimiento popular. Con la organización de su Centro de Experimentación (CETC), saldó con creces la vieja asignatura pendiente que la Argentina mantenía con Mauricio Kagel y lo hizo no sólo con una buena cantidad de espectáculos y conciertos de primer nivel, sino también poniendo en contacto al compositor con artistas de otras generaciones, para los que su nombre estaba cerca de la leyenda. En ese contexto, resultó fundamental el trabajo del compositor Marcelo Delgado, en la preparación de los grupos Süden y Compañía Oblicua para el concierto que Kagel dirigió en el Colón, y al frente del primero de esos grupos en La Rosa de los Vientos, donde se destacaron los coreógrafos, bailarines y cineastas convocados. También fueron significativos el aporte de los italianos del Ensemble Divertimento, que estrenaron Mare Nostrum, y la participación de la Fundación Alejandro Szterenfeld, que apoyó conciertos como el que, dentro del ciclo de música contemporánea del Complejo Teatral, se le dedicó a la música de Gandini, o la temporada del auditorio del Templo Amijai, que contó con solistas de la talla del violinista Schlomo Mintz y el pianista Peter Donohoe.

Hubo otro argentino ausente desde hace décadas que se convirtió en protagonista. Martín Matalón dirigió dos conciertos, en el ciclo del Complejo Teatral, dedicados a compositores ligados al espectralismo (corriente que trabaja a partir de las propias componentes del sonido) y a obras propias escritas para acompañar las proyecciones de los films mudos de Luis Buñuel Tierra sin pan y El perro andaluz, y volvió a mostrar que su estética es una de las más originales y consistentes del momento. Otra obra suya, el trío para arpa, viola y flauta, tuvo una formidable ejecución en un ciclo brindado en el C. C. Rojas por el notable trío Luminar (Patricia Da Dalt, Lucrecia Jancsa y Marcela Magin), en que se estrenaron obras de Luis Mucillo y Pablo Ortiz. En ese mismo centro se presentaron composiciones para “cuarteto típico” de Julio Viera, Carlos Mastropietro, Martín Liut y Nicolás Guerschberg.

Además del concierto de homenaje a Gandini, en el que participaron músicos de otros géneros, como el pianista de jazz Ernesto Jodos, y de la presencia de Matalón, el ciclo del Complejo Teatral tuvo como puntos altos la participación de Musik Fabrik, la presentación de Proverb y Drumming de Steve Reich por un excelente combinado de intérpretes argentinos y extranjeros y de Triadic Memeries, de Morton Feldman, por la pianista Helena Bugallo. En el campo de la música actual resultó relevante el ciclo organizado por el Pestalozzi y programado por el compositor Claudio Alsuyet. En el CETC se estrenó, por su parte, una esperada ópera de Oscar Edelstein basada en textos de Fogwill que, a pesar de algunos excelentes pasajes musicales, no logró plasmarse como obra escénico-musical. La selva interior, de Marcelo Toledo, también mostró problemas en lo teatral, pero de manera absolutamente diferente. En ese caso, tanto la propuesta musical –una de las mejores obras escuchadas en el año– como la escénica fueron excelentes, pero estuvieron escindidas una de otra, sin que se percibiera una mutua necesidad y enriquecimiento. Una obra seductora como Infinito nero también se vio opacada por una propuesta teatral inadecuada y, sobre todo, por su combinación con obras de otros autores que, lejos de reforzar una estética hecha de sugerencias y de la exploración de la dramaticidad del sonido, terminó neutralizándola.

La ópera fuera del Colón permaneció vital y, entre otros espectáculos, debe destacarse la reposición de Las bodas de Figaro, con puesta de Marcelo Lombardero, y el estreno de la régie de Rita De Letteris de L’Incoronazione di Poppea de Monteverdi, con dirección musical de Juan Manuel Quintana, los cantantes Patricia González y Evelyn Ramírez y un grupo de instrumentos originales que incluyó al violinista Manfredo Kraemer. Las sociedades privadas presentaron, como siempre, algunos músicos de gran nivel internacional, entre quienes descollaron la Akademie für Alte Musik de Berlín y Les Musiciens du Louvre, dirigidos por Marc Minkovski, que revelaron un Mozart energético, casi violento y pletórico de transparencia y claridad contrapuntística. En un orden mucho más triste, 2006 será recordado como el año de la muerte de György Ligeti, uno de los grandes artífices de la revolución musical de mediados del siglo pasado.

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La imponente puesta de la ópera Turandot en el Luna Park, una realización del Teatro Colón que convocó a treinta mil personas.
 
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