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Martes, 8 de julio de 2008

LITERATURA › ENTREVISTA A JORGE HERRALDE, EL LEGENDARIO FUNDADOR DE LA EDITORIAL ANAGRAMA

“Nuestra apuesta es bastante clara”

El editor español intenta trazar las líneas que rigen a esos libros de portada amarilla que hacen las delicias del seguidor de literatura de alta calidad. “Los editores independientes necesitan que varios libros al año sean best sellers literarios.”

 Por Silvina Friera

En la confitería del hotel Alvear, Jorge Herralde cuenta cómo fue su road movie en el país, del que se enamoró a primera vista desde su primera visita en 1974. Al escucharlo enumerar su vertiginoso maratón, una semana sin parar, mañana, tarde y noche, la única explicación para que el creador de la editorial Anagrama, que el próximo año celebra sus cuarenta años de vida, no esté exhausto, con ganas de dormir un día seguido y sin soñar con escritores –lo que podría ser una pesadilla, sobre todo si recuerda cómo perdió en una subasta a Tom Wolfe, el único capaz de cambiarle la sonrisa de su cara por un rictus de fastidio– es su pasión por el mundo editorial. Por los libros, por la literatura, por los escritores. Visitó el Museo Evita junto a Martín Kohan –último ganador del premio Herralde–, se reunió con Daniel Divinsky, “mi más antiguo amigo latinoamericano en la edición”, Luis Chitarroni, Adriana Hidalgo; hizo una excursión por casi todas las principales librerías de Buenos Aires (sobre la calle Corrientes, Santa Fe y adyacencias, por el barrio de Recoleta y Palermo); estuvo con Alan Pauls y presenció un ensayo de la próxima obra de Vivi Tellas, cenó con Ricardo Piglia y conoció el nuevo edificio de PáginaI12. Si el lector se queda sin aliento al leer estas líneas, el señor que impuso la “peste amarilla” –los libros de tapas amarillas publicados en la colección Panorama de narrativas con Julian Barnes, Ian McEwan y Martin Amis, tres autores de lo que se conoce como el british dream team– se reunió con un escritor argentino que le interesaría tener en su catálogo y participó de la tallarineada organizada por Eloísa Cartonera, en la sede de la editorial, a metros de la cancha de Boca. Y, además, recibió el Gran Premio de la provincia de Buenos Aires, que le otorgó el gobierno de Daniel Scioli.

Editor con olfato, hábil a la hora de imponer un eslogan que perdure como el british dream team, Herralde dice que esa idea fue un hallazgo “juguetón” para promocionar a los escritores británicos encolumnados en Anagrama. “Esto viene del equipo de baloncesto de Estados Unidos que luego se aplicó al Barça de Cruyff”, explica. “A los autores, por razones ontológicas, no les gusta formar parte de un grupo. Recuerdo que en el caso del nouveau roman, excepto Robbe-Grillet, que era su defensor teórico, autores como Natalie Sarraute decían que no escribían nouveau roman, pero de todas formas había un aire de familia. El creador de la expresión generación beat fue Allen Ginsberg, pero William Burroughs le decía: “No digas nunca más que soy un escritor beat, no soy un escritor beat”. En el caso del british dream team, Ian McEwan, por cierto el escritor que más ha triunfado en los últimos años, me reprochó: “Jorge, no digas más esto del british dream team”.

El sello y el autor

–Cuando empezó a publicar libros, ¿imaginó que se llegarían a editar tantos libros que hay cajas cerradas de novedades que las librerías españolas no llegan ni a abrir?

–Antes había menos producción, el mercado era casi inexistente. Ahora se leen muchísimos más libros literarios y no literarios que hace cuarenta años. Hay un exceso de producción, pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Reducir unilateralmente sirve para que el editor, que piensa que su territorio puede ser invadido por otros, no baje su producción. En todo caso, estos excesos los corrige el mercado, pero no siempre a favor de la buena literatura. El editor tiene que intentar ser un experto en conciliar paradojas.

–¿Pero hasta qué punto el mercado no le impone que tenga que producir un libro exitoso, un best seller acorde a su perfil editorial, a su público lector?

–Por razones estructurales los grandes están obligados necesariamente a tener varios best sellers, porque si no se hunde el tinglado o despiden al editor de turno del sello que flaquea. Los editores independientes, para mantener su presencia en librerías, en la prensa cultural y en el imaginario de los lectores, necesitan que varios libros al año funcionen bien, que sean best sellers literarios, que no tienen nada que ver con Ken Follet o Dan Brown. Por fortuna, en Anagrama cada año hay varios libros que de repente se disparan, como Brooklyn Follies, de Paul Auster, que ha vendido muy bien; Ebano, de Kapuscinski; Los detectives salvajes, de Bolaño; Tratado de ateología, de Michel Onfray. Hay muchos libros de Anagrama que se han convertido en best sellers, aunque lo más significativo de la editorial es la vitalidad del fondo: muchos autores que reeditamos constantemente se transforman en long sellers como Kerouac, Carver, Capote, Tabucchi. No hemos ido a buscar ningún best seller descaradamente comercial que se aparte de la línea de calidad literaria a la que aspira siempre la editorial.

–¿Cómo convierte la editorial en best seller a Bolaño o McEwan, que antes eran considerados escritores “minoritarios”? ¿Qué tipo de operaciones realiza para llegar a este resultado?

–Lo más importante es el autor, evidentemente. Luego está el mensaje implícito que quiere dar toda editorial literaria: lo que se publica es por razones culturales-literarias y no comerciales, con lo cual se intenta afirmar una credibilidad del sello, que se construye a lo largo de años, y muy fácil de perder porque en cuanto se pierde el oremus y se publican cinco o seis libros absurdos o best sellers que nada tienen que ver con la editorial, la gente ya no cree en la editorial, aunque crea en algunos autores del sello. También se consigue a través de la persistencia en publicar determinados autores que no venden o venden muy poco haciendo la llamada “política de autor”, acompañando a un escritor a lo largo de su carrera. Lo que pasa es que los más visibles son estos casos en que después de un largo trayecto, los autores también triunfan comercialmente. Pero por desdicha, hay escritores muy valiosos por los que hemos apostado y que al tercer, cuarto o quinto libro siguen sin conectar con los lectores. Entonces el editor tiene que abandonarlos y como digo, bromeando, apostar por nuevos perdedores, con la esperanza de que alguno de ellos se convierta en ganador (risas). Uno de los autores que aún no es ganador en España es el francés Jean Echenoz, hemos publicado ya nueve novelas, tiene su club de fans, no vende mucho, pero lo sigo publicando porque lo considero un gran autor. Lo que quedan son estos casos como Tabucchi que con Sostiene Pereira pegó el salto; Bari-cco con Seda y Vila-Matas con Bartleby y compañía. Pero no es que en Anagrama tengamos una varita mágica full time.

–¿Qué es un éxito para Anagrama, cuánto sería el promedio de ejemplares vendidos?

–Los dos primeros libros de Bolaño no superaron los dos mil ejemplares, pero con Los detectives salvajes estaremos en unos 70 u 80 mil. Vila-Matas vendía entre mil y tres mil y con Bartleby... llegó a los 20 mil. Para nosotros si un libro vende más de 10 mil ejemplares, resulta un gratificante mini best seller, pero hay autores que han superado los 200 o 300 mil ejemplares, Baricco (Seda), Tabucchi (Sostiene Pereira), Arundhati Roy (El dios de las pequeñas cosas). Creo que pronto Los detectives salvajes superará los 100 mil.

–La política de autor, de acompañar a un escritor a lo largo de su carrera, tiene un riesgo para el editor independiente: cuando el autor pega el gran salto, conecta con los lectores y vende mucho, los grandes grupos lo tientan y se va.

–Esa es una de las paradojas de la edición: un editor trabaja durante cinco, diez o veinte años y cuando el autor minoritario, finalmente, despega, se convierte, invocando el título de la película de Buñuel, en el objeto de deseo de los grandes grupos. El premio para el editor puede ser que le arrebaten a ese autor con anticipos astronómicos, que no tienen nada que ver con las ventas sino con el deseo de un gran grupo de darse una pátina de calidad. Pero son gajes del oficio. En Anagrama ha habido algunos casos de autores cooptados por grandes grupos, como Tom Wolfe o Michel Houellebecq, pero también ha habido autores de grandes grupos que, advirtiendo la trayectoria de la editorial y el tipo de autores que publicamos, optaron por pasarse a Anagrama, como es el caso paradigmático de Ricardo Piglia.

–¿Cuál fue el que más le dolió que se fuera de la editorial?

–A ver, déjeme pensar... quizá Tom Wolfe. Yo lo había publicado desde principios de los ’70. Le publiqué diez de doce libros bien difíciles de vender, creo que no tendría que haberle editado ninguno, pero me parecía un periodista excepcional. Lo había conocido personalmente y me mandaba cartas llenas de dibujos y muy cariñosas. Publiqué La hoguera de las vanidades, su primera novela, y fue su novela en traducción más vendida, mucho más que en Italia, que en Francia. Había preparado el terreno durante veinte años y se había generado un grupo no muy numeroso de lectores suyos, pero muy fans, que propiciaban el boca a boca. Cambió de agente, necesitaba dinero y se subastó en la Feria de Frankfurt del ’89. Su nueva agente dijo que ni tenía título, ni una página escrita ni sabía sobre qué escribiría, pero se puso a subasta y se llegó a pagar 500 mil dólares de la época. Yo estuve pujando un poco hasta 300 mil dólares y finalmente me retiré. Y sí, me dolió. Pero luego hablando son su editor americano, Roger Straus, me dijo que tuve suerte porque con la siguiente novela, Soy Charlotte Simmons, por la que se pagó un anticipo monstruoso, y con la que se pegaron una “hostia de campeonato”, como decimos en España, fue un fracaso rotundo.

El desafío del original

–Usted suele señalar que en las primeras páginas de un manuscrito se descubre si hay un escritor. Pero, por ejemplo, las primeras cincuenta páginas de Papá Goriot, de Balzac, son muy tediosas, plomizas y, sin embargo, es una gran obra. Con este criterio nunca se hubiera publicado esa novela de Balzac.

–Podríamos decir que sólo hay una regla general y es que no hay reglas generales. Recuerdo que publiqué una novela de un autor español que las primeras cien primeras páginas era como subir el Himalaya, pero cuando llegabas, te esperaban cuatrocientas páginas extraordinarias. Pero necesitabas subir con bombonas de oxígeno para no asfixiarte en el trayecto (risas). Como era un autor que ya conocía, que lo había leído anteriormente, entonces no me desanimé ante la costosa ascensión. Pero un autor desconocido, con un comienzo tan abrupto, queda fuera de la publicación. Tampoco hay tiempo material para leer todos los manuscritos que llegan a la editorial, entonces hay que adoptar un criterio con un grado de riesgo no muy alto, pero existente. El oficio de receptor de originales es de los más duros, porque para descubrir una perla hay mucha ganga alrededor. Aparte de algunos escritores amigos que los tengo que leer, aun para decirles que no, en general leo los originales de autores desconocidos que pasaron los filtros de los lectores de la editorial.

–¿Qué significa ser una editorial independiente y progresista?

–Hay un método infalible y laborioso, que es la lectura atenta de su catálogo, aparte de lo que diga el editor sobre su editorial. Como decía Bob Dylan: la respuesta está en el viento, pues la respuesta de Anagrama está en el catálogo. La apuesta de la editorial en el ámbito literario es bastante clara, no sólo por lo que edita sino por lo que no edita. Ver a Dan Brown en Anagrama sería seguramente una inyección en la cuenta de resultados, pero un borrón en el catálogo.

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“El oficio de receptor de originales es de los más duros, porque para descubrir una perla hay mucha ganga alrededor.”
Imagen: Marisela Mengoechea
 
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