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Martes, 28 de octubre de 2008

LITERATURA › JUAN CRUZ RUIZ Y LA EDICIóN DE SU úLTIMA NOVELA

“Hay que escribir con miedo para que lo oculto aflore”

El escritor y periodista español navega entre la ficción y sus recuerdos en Muchas veces me pediste que te contara esos años. “Escribo sobre la actitud de las personas ante el tiempo y sobre cómo el tiempo las machaca”, explica.

 Por Facundo García

En esta época –en la que tan pocos rincones del mundo permanecen inexplorados– hay viajes que conservan el sabor de lo imposible. Son expediciones interiores, parecidas a la que emprendió Juan Cruz Ruiz al embarcarse en la literatura. El periodista y escritor nacido en Tenerife trabaja en el diario El País desde su fundación, en 1976, pero desde los trece años habitó diferentes redacciones, como quien busca en la rutina de eslabonar palabras un camino para conocerse a sí mismo. Por eso sus textos están repletos de recuerdos que, bajo la forma de personajes fantasmales, vuelven para despedir al amor con la dignidad que la vida no siempre permite. Muchas veces me pediste que te contara esos años, la novela que acaba de publicar Alfaguara, no es la excepción.

“Escribo sobre la actitud de las personas ante el tiempo y sobre cómo el tiempo las machaca”, se lanza él con más ironía que crueldad, apoyado en esa cadencia tan poco española que tienen los de Canarias. Hay que imaginarlo franco, morocho aunque con ojos celestes, retacón y disimuladamente dandy. Casi tan expresivo con el cuerpo como con la palabra: la prosa de Cruz Ruiz es la de un cronista que se ha liberado y disfruta invitando al lector a que haga lo propio. “Hay cosas que me guardo, pero todo lo que cuento en mis libros es absolutamente real”, sentencia el hombre y deja flotando la idea de que leerlo es asomarse al fluir de una conciencia. Un periodismo de la intimidad.

–Pasó muchos años en redacciones. ¿Cómo quedó su mente?

–Directamente no me imagino en otro espacio. He sido redactor, jefe, corresponsal. A tal punto llega ese vínculo que ya no concibo mi vida sin periodismo. Cada vez que me sueño o me pienso, aparezco preparando un reportaje. Es mi respiración, y de tantos años de respirar de este modo he descubierto que los que nos dedicamos a esto caminamos por un alambre finísimo, que amenaza permanentemente con hacernos caer en la compasión o el cinismo. Ahí tienes el gran peligro. Es volverse cínico. El libro de Ryszard Kapuscinski lo aclara desde el título: “Los cínicos no sirven para este oficio”.

–¿Cree que el buen periodista debería necesariamente desembocar en la literatura?

–No lo sé. De lo que estoy seguro es de que, sin periodismo, yo no me habría convertido en escritor. A medida que aprendía, fui adquiriendo un lenguaje que permite contar cosas que no hubiera sabido cómo encarar.

–E inversamente: ¿cómo hizo para desembarazarse de las convenciones del periodismo?

–La conquista de la libertad expresiva tiene que ver con cómo te has cultivado. En la medida en que hayas leído, habrás ganado en libertad. Yo aconsejo a los jóvenes periodistas que lean poesía, porque la poesía abre las mentes y simultáneamente enseña a sintetizar.

–O sea que usted se ubicaría entre el periódico y el poema o dentro de ambos...

–Es posible. Igual yo sigo respetando ciertas normas, porque cuando uno escribe lo hace en función del lector. Claro que en periodismo tienes que mostrar el objeto inmediatamente, mientras que en literatura puedes esconderlo. Vamos a expresarlo con metáforas: en una fiesta, ir con literatura es llegar disfrazado (o desnudo), en tanto que entrar al salón con periodismo equivale a presentarse con un vestido.

–La fugacidad que impone la prensa, ¿le dejó secuelas?

–Mis empleos son influencias: mis libros son veloces, como un diario. Y no tengo ninguna vanidad artística. Es más, nunca he vuelto a releer un libro mío. Leo al redactar, y lo vivo como si elaborara un diario que se descifrará en el agua y se va a borrar al minuto.

–En Muchas veces me pediste... hay una puesta al día con una galería de personas de su pasado. Este retorno tan cargado de reivindicaciones y diálogos, ¿se debe a que el periodista suele sacrificar escrituras personales (cartas de amor, de amistad, etc.) en función de las exigencias de su trabajo?

–Claro: cuando uno es más joven muchas veces posterga lo que quiere decir, cree que va a estar aquí para toda la eternidad. Luego te das cuenta de que hay un final. Personalmente, a los cuarenta y tres años yo me separé y comencé a descubrir que me gustaban nuevas cosas. Noté que no iba a tener un siglo para encontrarme. Ahí empecé a liberarme, a comprender que debía escuchar mi propio tono de voz, más allá de criterios encorsetados.

–Entonces se largó a relatar amores y afectos. Pero, ¿se pueden hacer crónicas con el amor?

–Por supuesto, como todo lo que empieza y se apaga. Hay un texto que yo quiero mucho, Oda a las cosas rotas, de Neruda. Viene así: “...y que el mar reconstruya/ con su largo trabajo de mareas/tantas cosas inútiles/que nadie rompe/pero se rompieron”. A eso me refiero. El amor es una de las cosas que se quiebra con más estruendo, después de la amistad. Es lo que provoca una percepción más poderosa sobre el avance cronológico. Es, en definitiva, como el precipitado de los seres humanos: todo lo que somos, lo somos en función de cómo nos haya ido en el amor. Mira si no vale la pena narrarlo.

–En un tramo de la novela usted desliza que todo lo que describe es autobiográfico. ¿No le da miedo exponerse así?

–Sí. Pero hay que escribir con miedo. Enfrentas tus temores, y en ese combate hay fuerzas ocultas que afloran. El impulso de lo que quiere salir a la superficie es más fuerte que nada. Yo creo que los escritores estamos para contar con sencillez y categoría precisamente eso, lo que no tiene relieve, para dárselo. Hay que asumir esos terrores.

–Inspiran. Hunter Thompson se inyectaba adrenalina antes de plantarse frente a la máquina...

–Ah, eso no me atrae mucho. Como soy asmático, pasé una infancia llena de inyecciones, me saturé de agujas. Cuando las veo salgo corriendo. He probado, sí, muchas drogas.

La cocaína, la marihuana y el whisky no son ajenos a las aventuras del español. Con todo, no es un drogón ni nada por el estilo. Se diría que lo que lo motoriza es la curiosidad. Esa es su catapulta de una situación a otra. Se le nota en la boca, que extiende preguntas como si fueran antenas con las que capta el entorno. “¿Qué llevas ahí? ¿Esto graba? ¿Adónde te irás de paseo? ¿Y eso dónde queda?”, ametralla en mitad de la conversación. El reconoce la obsesión: “Siempre siento que me estoy perdiendo en otro sitio lo que está pasando allí, y allí estaré queriendo saber qué sucede aquí; para calmarme he llegado a pensar si ésa no es la consecuencia más perversa de la profesión o de la vocación o del oficio o de la mierda que sea el periodismo”, se sincera.

Y en la tarde calurosa, la incomodidad de andar esquivando una fiebre no impide que él siga dispuesto a extraer placer e información de cualquier charla, incluidas las que tiene con sus seres imaginarios. Porque en la cotidianidad del autor pululan espectros que pueden aparecer como interlocutores en cualquier instante. Un padre, un amigo muerto, una amante a la que el destino llevó a puertos lejanos. “No es que los incluyo en una oración por el solo hecho de estar componiendo una novela. Yo vivo con todos esos diálogos en mi cabeza”, aclara.

–Tal vez por eso su tono se acerca tanto a la oralidad. ¿Es una búsqueda consciente?

–Yo no creo que haya que escribir como se habla, porque uno suele expresarse mejor hacia adentro. Hay un lenguaje interior que no es igual al que se expresa hablando. Esos sonidos íntimos son los que trato de transportar al papel. A esto se refirió Bryce Echenique en La amigdalitis de Tarzán, cuando un personaje le dice a otro: “Eramos mejores por carta”.

–¿Quién lo influyó en esta tarea de registrar sus mareas mentales?

–Naturalmente, hay influencias de las que yo no soy consciente, y probablemente están. Albert Camus, o el Cortázar de Rayuela seguro. Pasa que uno es lo que ha leído y lo que ha vivido, y eso está en la conciencia sin que lo tengamos en cuenta. De lo contrario, viviríamos como aquel personaje de Molière que exclamaba: “¡Ah!, ¿o sea que yo estoy hablando en prosa?”.

–Se lo ha escuchado subrayar que, si Argentina fuera un ser humano, sería su mejor amiga. ¿Cuál es el mecanismo por el que una obra tan íntima y con tanto anclaje en España no es extraña para los que habitan estos pagos?

–Me he ligado a Sudamérica desde que tengo memoria. Mi infancia y juventud estuvieron salpicadas de tangos y canciones de Falú, Los Chalchaleros y Mercedes Sosa. En efecto, los menciono bastante en mi novela. Hasta transcribí Sus ojos se cerraron casi completa.

Esta formación híbrida que Cruz Ruiz exhibe sin problemas se refleja en Muchas veces...: consigue darle el condimento ideal a partir de acumulaciones equivalentes de belleza y bizarría. ¿Qué literato contemporáneo se atrevería, como hace éste, a lucubrar una escena de amor a partir de la letra de “Zamba de mi esperanza”? Pocos. Sin embargo él sí, como se atreve también a despedirse con un “Oye, yo creo que ya con esto tienes bastante”, para pasar a otra escena, a otros paisajes, a los interrogantes que siguen.

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Juan Cruz Ruiz concibe cada novela como un camino para conocerse a sí mismo.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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