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Lunes, 13 de abril de 2009

LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR, TRADUCTOR Y EDITOR ALEJANDRO GARCíA SCHNETZER

“Hay verdades que la palabra escrita no puede describir”

En Requena, novela breve y cautivante, el autor presenta al personaje homónimo, una suerte de filósofo de barrio que recorre las calles de un Palermo Viejo ya definitivamente perdido. “Requena evoca a figuras como Macedonio, Sócrates o Gombrowicz”, dice García Schnetzer.

 Por Silvina Friera

Cómo no quedar prendado con el personaje homónimo de la novela Requena (Entropía). A mediados de 1929, en el café Albéniz, este filósofo y poeta sorprende a un puñado de jóvenes con aspiraciones poéticas –Lanuza, Maldonado y el narrador– que se acercan para averiguar qué está leyendo. Requena no es alguien común y corriente. Está leyendo un libro en sánscrito. Nada menos que el Martín Fierro. Al lector le pasa exactamente lo mismo que a esos jóvenes: no quiere perderse a este hombre fuera de serie, que supo vivir en un caserón que ya no existe, en la esquina de Thames y Gorriti, y que tuvo la biblioteca más grande de todo Palermo. En el barrio, lo saludan todos: desde el afilador y la peluquera hasta el chofer del tranway. El grupo congenia inmediatamente con Requena, a quien llaman el Maestro, incluidos también Gorostiaga y Armendáriz, el único que tenía un libro publicado y que se sumó más tarde al “centro del mundo”, el Albéniz, donde por las tardes se reunían para discutir cualquier asunto sentimental o metafísico. Si el perfil de este vecino de Palermo bordea la excentricidad, su lenguaje tiene el aroma de lo que se ha perdido. “Le comisiono cuidar mi biblioteca –le pide Requena al narrador antes de viajar a Madariaga–. No la saquee y, cada tanto, si no es mucho, riegue las plantas. De otro modo, la tan versificada y comentada muerte se pasearía a sus anchas.” Los diálogos de los que participa son como las joyas de la abuela o la bisabuela que se encuentran en un cofre olvidado. No importa que nadie sepa su verdadero nombre, cuándo cumple años ni que tengan poca información sobre la vida de este hombre un tanto misterioso. Lo que importa es lo que dice y lo que hace Requena, escritor “oral” y “poeta gigante” al que nunca pudieron convencer de que publicara algo.

Alejandro García Schnetzer, el autor de este notable libro de tan sólo 72 páginas, su primera ficción publicada, podría ser una suerte de Requena del siglo XXI. Aunque nació en Buenos Aires en 1974, hace ocho años que reside en Barcelona, donde trabaja como traductor y editor del sello Libros del Zorro Rojo, editorial que ha publicado más de ochenta obras ilustradas de ficción para el público infantil, juvenil y adulto. El escritor fuma en pipa desde los 18 años. “Oscar Wilde decía que ser prematuro es ser perfecto, vaya uno a saber qué habrá querido decir con eso”, cuenta García Schnetzer a Página/12, en un bar de Palermo, en Ravignani y Paraguay, a pocas cuadras de la casona donde imaginó que vivió Requena.

–Fumar en pipa es un tanto anacrónico, algo de otro tiempo.

–¿Acaso hay algo que no tenga lo anacrónico por destino? Hay un problema con lo anacrónico. El tiempo va desfigurando las cosas, lo va desfigurando a uno. Y a los modos de pensar también...

García Schnetzer tiene los restos de ese tono tan familiar que queda después de haber leído Requena. A veces parece que responde como si fuera en parte el personaje que inventó. “Lo empecé en Berlín, en 2002, y lo fui escribiendo durante cuatro años. Setenta y dos páginas en cuatro años, vaya promedio. La escritura es un trabajo de búsquedas, de preguntas y de respuestas, bastante difícil de explicar. Tenía el interés o la preocupación por cierto tiempo de Buenos Aires, el de las décadas del 20 y del 30, por el habla de una época, de ciertos criollos. Situar un relato en esa época suponía recrear un lenguaje, un idioma, que se fue apagando, como se van apagando todas las maneras de hablar. Ese declinar de la lengua, de ciertas costumbres y ciertos modos, lo sintió posiblemente Quevedo y también Bioy Casares cuando escribió el Diccionario del argentino exquisito, repasa el escritor. “Requena, creo, evoca a ciertas figuras como Macedonio Fernández, Sócrates o Witold Gombrowicz. Escribí mucho más de lo que realmente se publicó. Con la editorial hicimos una selección de los últimos años de Requena.”

–Pero sin Borges no hubiera podido escribir esta novela...

–Tampoco sin haber leído a Fray Mocho, a Martínez Estrada, a Marco Aurelio. Es claro, las lecturas de Requena fueron las mías.

–Mientras su generación intenta escribir sin el peso ni la herencia de Borges, usted escribe con Borges. ¿Qué piensa de esto?

–Borges estaría indignado de saber que escribo con él (risas). Borges es una de mis lecturas esenciales. De los contemporáneos leo muy poco, sólo por mi trabajo de editor. ¿Qué leía un criollo formado en los años 20 en Buenos Aires? Es el momento en que irrumpen las vanguardias y se establece una relación muy curiosa entre la tradición y la ruptura con esa tradición. Por suerte, Requena es un hombre que cree y descree por igual de la tradición y la vanguardia. En tal sentido, es alguien que escribe poco, y si escribe no publica porque no cree que sea importante publicar. Para él alcanza con comunicar las ideas a un grupo reducido de amistades. Esto es algo que se perdió. En el presente, la publicación se considera una consecuencia natural de la escritura. En oposición a ello están los maestros orales, que siempre abundaron.

–¿Habría un intento en esta novela de recuperar esa tradición de escritores más “orales”, “del pensamiento”?

–Fue una de las pretensiones. Es sabido que hay verdades que la palabra escrita es incapaz de describir. A quién no le ha sucedido vivir experiencias que no son comunicables a través de las palabras, pero que sí describen la música o la pintura.

–Requena dice que cuando se sienta a escribir “las ideas huyen espantadas”. ¿Le pasa algo parecido?

–Sí, y a eso se añade que la escritura es un proceso sin fin. Carlos Alonso me contaba que cuando un cuadro está terminado el mismo cuadro lo “dice”, no hace falta seguir pintando. En la escritura, y en la traducción, eso no sucede. No hay punto final. ¿Cuándo se termina un texto?

–Sin contar el final de Requena, ¿supo que era ése?

–Sí. Pero el fantasma de Requena todavía me visita y me dicta algunos recuerdos.

–De ese material que quedó afuera de la novela más las visitas del fantasma de Requena, ¿cree que puede surgir una segunda parte?

–Lo dudo.

–Requena vive en el Palermo de los años 30. ¿Alguna razón especial lo llevó a que viviera en este barrio?

–Yo viví por Humboldt y Gorriti; cuando llovía, la esquina parecía Venecia. En esa casa me hice lector. Leía cinco novelas por semana, miro hacia atrás y creo haber entendido dos o tres. Cuando empecé a escribir Requena, tenía la idea de un filósofo del barrio de Palermo que andaba en bicicleta. No mucho más. Pero me faltaba el registro de su tiempo, distinguir cómo debía de ser su manera de hablar. Me ayudó un trabajo de Gustavo Mozzi, Los ojos de la noche, un disco instrumental. Mientras escuchaba su música, empecé a ver a Requena, fui tomando nota de su figura, la mano escribía por mí. Fue un tiempo de epifanía.

–¿Siente nostalgia por el tipo de personaje que encarna Requena, la de un maestro que tiene un grupo de admiradores jóvenes que se inician en la literatura y que buscan emularlo?

–Siento nostalgia por lo perdido. Incluso por cierta gente que me inició en la lectura. A veces la relación que uno establece como lector con algunos autores es de plena amistad. Sucede a veces algo muy grato en la lectura: cuando uno conoce la obra integral de un escritor, se forja la ilusión de conocer a la persona. Es un diálogo en el que no importa la presencia física.

–Pero en la novela importa y mucho la presencia física.

–Sí. Hay un vínculo particular, donde lo literario se confunde con lo afectivo, un vínculo entre vecinos. La literatura, las artes en general, suelen propiciar la amistad entre vivos y muertos. También sucede cuando uno ve fotografías de personas que ya no están y piensa “tampoco falta un siglo para ser parte de ese club” (risas).

–¿En esta novela su preocupación se dirigía hacia el pasado o tomó ese pasado como excusa para ponerlo en diálogo con el presente?

–Hablar del pasado es referirse al presente por contraste, por ausencia, por pérdidas, por ganancias, por victorias y fracasos. Mi preocupación por el pasado es constante. ¿Qué queda de toda esa estela? Ciertas personas mayores tienen formas de expresarse muy particulares. Uno llega a una casa y se admira por cierto vaso antiguo, decimonónico, y la señora dice: “Este vaso era de mamá”. No dice “mi” mamá, elude el posesivo; son variaciones cuya enunciación casi linda con lo absurdo, pero que curiosamente representan un tiempo.

El humo casi imperceptible pero dulzón de la pipa de García Schnetzer genera una atmósfera ideal en este atardecer otoñal. “Si miro a la distancia, mi biblioteca la integran principalmente escritores del siglo XIX y anteriores. ¿Por qué? No lo sé, será consecuencia de la preocupación por el pasado. Henry James, Shakespeare, Cervantes, Martínez Estrada, aunque después me desilusionó un poco; Machado de Assis, Balzac, Alberdi, Payró, Antonio Machado, su poesía, sí, pero ante todo su Juan de Mairena, a quien le debo la rima con Requena, el trato de maestro, la estructura en párrafos del libro, y ¿por qué no? también cierta envidia hacia esa obra; el teatro y la narrativa de Strindberg. De los historiadores, José María Rosa, Milcíades Peña, los franceses Le Goff, Duby...”, enumera el escritor.

–¿Pulió mucho la escritura para que por el tema, sobre todo en los momentos en que se debaten cuestiones más metafísicas, filosóficas o literarias, no se le tornara un tanto barroca?

–Lo que escribo suele evitar el barroquismo. Como lector no me agrada ese tipo de obras. No estoy diciendo que la complejidad sea un demérito. Uno puede intimar con obras complejas y muy bellas, o con obras cuyo grado de dificultad es subjetivo pero resultan intransitables. Lo barroco no está en mi naturaleza y creo que no era necesario para el relato que buscaba. Quería contar los años postreros de un vecino de Palermo apreciado por la gente del barrio. Pasará por ausencia no haber mencionado nada sobre el tango, pero fue premeditado. Una segunda ausencia fue la política. No creí que fueran temas necesarios para el libro. Tan sólo aspiraba a que el relato fuera verosímil.

–Usted menciona entre sus lecturas a Fray Mocho, un autor bastante olvidado, nada canonizado y al que no se suele recomendar como una lectura fundamental.

–No sé si es fundamental, no creo que lo sea. Las lecturas fundamentales pueden no ser las necesarias. La lectura es un encuentro que sucede. Fray Mocho es notable por algunos de sus relatos, y su obra me resulta admirable por el uso del lenguaje. ¿Qué fue de ese modo de hablar? Bueno, me temo que murió con nuestros ancestros. Tengo el tomito de Memorias de un vigilante minuciosamente subrayado. Supongo que para algunos será un libro ilegible, pero a mí me gusta cómo habla Fray Mocho, escribe hablando. Lo imagino como a un hombre ocupado en tareas que lo desgastaban, tratando de hacerse un lugar para escribir.

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García Schnetzer nació en Buenos Aires, pero desde hace ocho años reside en Barcelona.
Imagen: Jorge Larrosa
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