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Lunes, 8 de febrero de 2010

LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR DANIEL GUEBEL

“Quise llevar al extremo la cuestión del sentido”

En su nueva novela, El caso Voynich, el autor utiliza la historia de un pergamino medieval, cuya autoría se desconoce, como disparador de múltiples conexiones, artificios e interpretaciones, que llegan inclusive a entreverarse con la vanguardia literaria argentina.

 Por Silvina Friera

”El misterio es como el poder: un agujero al que se precipitan tanto los sabios como los idiotas que quieren ser útiles a la humanidad.” La frase pertenece al narrador de El caso Voynich (Eterna Cadencia), de Daniel Guebel, tal vez su obra “más borgeana”. La enfebrecida combinatoria entre ficción y realidad convierte al conjunto –las tres partes, más addenda, epílogo y nota del autor– en una novela que plantea, de manera radical y enloquecida, el sentido del texto, el hecho estético como la inminencia de una revelación que no se produce, siguiendo a Borges. Gracias al azar de esa maravillosa usina llamada Google –pariente “en bruto” de la Enciclopedia Británica–, Guebel se desayunó con una historia real “servida en bandeja”. A principios del siglo XX, el exiliado ruso Wilfryd Voynich, dueño de un negocio de libros raros en Londres, encontró en un monasterio italiano un enigmático manuscrito del siglo XVI. Lo que tenía entre manos podría ser un manual medieval de alquimia o de magia. La única certeza, después de revisar de punta a punta el indescifrable pergamino, es que estaba escrito en una lengua desconocida. Tomó fotografías de cada una de las páginas y envió las copias a especialistas. La investigación multiplicó las versiones sobre el contenido y la autoría. Se trataría de un mapa de las constelaciones celestes, escrito por un sobreviviente devoto de antiguas sectas druídicas, o de un modesto catálogo de semillas africanas. También podría ser el resultado de un experimento cabalístico, un código cifrado para transmitir mensajes, una criptografía para espías ingleses, el más perfecto fraude moderno. Los padres de la criatura fueron Roger Bacon, Abraham Abulafia, John Dee, William Shakespeare, el Arcángel Uriel, el propio Voynich o un genio secreto.

¿Qué hizo Guebel con la historia de este pergamino medieval que no es una fantasía de Tolkien? Llevar agua al molino de sus obsesiones literarias, abismar las interpretaciones, explorar las conexiones, generar un artificio para otro artificio, sin ningún interés en revelar el misterio, someterse con devoción al culto de la literatura y postular que “el manuscrito es la fuente donde abrevaron Rabelais y Sterne, es la versión extrema, ¡inventada en el siglo XV! del monólogo interior de Molly Bloom”. Seguir en esa cuerda vibrante y añadir que la radical ilegibilidad de ese manuscrito “es la clave de la literatura del futuro”; y al final, en la pirueta del epílogo, encontrar posibles cómplices argentinos en Xul Solar y Macedonio Fernández.

“Trabajé con información azarosa, contradictoria, complementaria. En la Enciclopedia Británica, Borges se manejaba con datos de primera calidad, con la cultura procesada.” Cuando se encontró con los links del Manuscrito Voynich, lo primero que pensó fue que era “otro delirio gurdjieffo”. Navegando de link en link, descubrió una historia enrevesada, pero a la vez con una especie de secuencia lógica perfecta. “Me pareció la historia más fascinante del mundo, ¡qué suerte que me tocó a mí! Nadie la descubrió como material novelesco”, señala el escritor a Página/12, con ese tono que asciende por los peldaños de su sofisticada ironía. En la terraza de Eterna Cadencia le pide al mozo un cortado, pero al instante cambia de parecer, y le dice:

–Una lágrima porque sufro tanto...

Guebel se ríe bajito; es una risa sin estridencias que corroe más los objetos de burla –él mismo–, que la carcajada. “Empecé a escribir a medida que leía; escribía hacia adelante y hacia atrás, porque las hipótesis eran cada vez más sofisticadas. En algún punto, comencé a hacer atribuciones falsas. Si vos agarrás el libro ahora y me preguntás cuál es mi aporte, ya no sé qué párrafo es mío y cuál es ajeno”, confiesa el escritor. “¿Pero qué me llevó a Voynich? –se pregunta anticipándose a su interlocutora, ahora que ya pasó un tiempo entre el hallazgo, la escritura y la publicación de la novela–. Supongo que un manuscrito que plantea de manera enloquecida el sentido de un texto. Hay una frase de Borges, que no recuerdo exactamente, que dice algo así como que el hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce. En ese diferimiento se construye todo el ámbito de la narrativa. Y si querés, el espacio de la mística, o del judaísmo. El sentido está a punto de revelarse, pero se difiere. De qué otra cosa puede dar cuenta la literatura que del problema del sentido como interpretación fallida. Nunca se puede terminar de discernir lo real de las cosas. Siempre se escapa; es arenita que se escurre. El Manuscrito Voynich reinterpreta el tema de Charly García, para quién canto yo entonces.”

–Al encontrarse con ese manuscrito y comenzar a escribir la novela, ¿también se preguntó para qué o para quién escribe usted?

–Ya no concibo otro modo de vivir que no sea en la literatura. El problema del sentido es lo propio de lo humano; es lo que nos define de cualquier otra especie del reino animal. El propio acto de investigación en el caso Voynich ponía en cuestión el placer enorme de trabajar sistemas de relaciones que no tenían que ver con mis constantes; en el sentido de ciertas zonas de preocupaciones, el sistema de relaciones propio de algo real, existente fuera del ámbito de la literatura, algo que tiene sus peripecias, su lógica y su orgánica propia. La pregunta del autor es la pregunta por el crimen: quién es el criminal al que se le ocurrió escribir un texto que no firma, en una lengua artificial, cuya clave no se posee y donde hay dibujos de especies vegetales desconocidas de la Europa de aquel momento.

–¿Por qué su estrategia derivó hacia las conexiones?

–El sistema de organización de los materiales, la secuencia lógica y las conexiones, me parecían en un alto grado reproducciones realistas del proceso de sinopsis neuronales; sistemas de conexiones cuya lógica uno no advierte desde el inicio. Pero así como el espíritu sopla donde quiere, el pensamiento nos lleva donde le parece. Había algo de esto en la novela. Claramente es un texto que podría ser infinito; pero no por su propia peripecia, sino porque su sistema es el de la postulación de un infinito. La novela la terminé, como en otros libros míos, por evidencia de extenuación del procedimiento.

–En ese menjunje entre ficción y realidad, el enlace más evidente lo hace con la vanguardia argentina.

–Me interesaba la conexión de todas las peripecias del manuscrito Voynich con una cierta lógica del procedimiento vanguardista en la literatura argentina; llevar al extremo la cuestión del sentido, postular la existencia de un enigma, que en el fondo es gongorismo puro. Recuerdo siempre la frase de (Héctor) Libertella: “Piensen en Góngora, sólo lo difícil es estimulante”. Esta novela está en relación con cierta complejidad, pero a la vez es como una versión simplificada de los best sellers. Están eliminados los crímenes horrendos, aparecen sugeridos sintéticamente; no hay monjes sucios revisando en lugares secretos y no hay verdades cuya peripecia haya que seguir; es sólo la lógica del pensamiento en relación con un objeto. Es como si dijera que me convertí en un vasco que se golpea la cabeza sobre una piedra hasta quebrarla (risas). Es eso: quebrar la cerrazón del objeto; pero como el objeto es imposible de quebrar –no soy un criptólogo y no sé cuál es el sentido del manuscrito Voynich–, voy a contar todas las estancias de su diferimiento.

Cuando vio las ilustraciones del manuscrito, una amiga pintora de Guebel le dijo: “¿No te diste cuenta de que esto lo hizo una mujer?”. “No pude darme cuenta porque escribí el libro antes de ver las imágenes. Mi amiga me comentó que son imágenes de fertilidad.” Después del dato, aunque ya había terminado la novela, el escritor retomó la pesquisa a través de la abadesa Hildegart Von Bingen, del siglo XII. “Sabía que ella había escrito una lengua ignota y había tenido relaciones místicas; de hecho uno de los discos de compilaciones de sus temas se llama Revelaciones celestiales. Pero temporalmente no hay coincidencias. En todo el medioevo hay una tradición del texto encriptado, que es una tradición clasista para mantener el secreto y el saber entre pares; supongo que por influencia de la iglesia. Cuando se manejaban saberes considerados por lo menos peligrosos, era mejor mantenerlos en clave”, subraya.

–¿Se contagió un poco de la obsesión del criptógrafo, al menos desde la imaginación y la invención, buscó respuestas a este misterio de la autoría del manuscrito?

–La verdad que no me senté a escribir la novela pensando “voy a averiguar quién es el verdadero autor”. Ni se me pasó por la cabeza. Pero cuando terminé de escribir la novela, me di cuenta de que la respuesta estaba en el texto, pero no se la voy a decir al lector, que piense un poco. Creo saber quién es el autor y es tan obvio... lo que me asombra es cómo no me di cuenta antes. El autor no es uno, sino varios, una tríada material e intelectual.

–¿Cómo puede ser que ningún editor se haya dado cuenta de que tenía una materia prima excepcional para un best seller?

–Cuando terminé de escribir la novela, me cayeron un par de ensayos en las manos que son académica y crípticamente mucho más sofisticados que mi novela. No tienen ni las derivas interpretativas ni las peripecias intelectuales a las que someto la travesía del manuscrito: falsa filosofía y literatura, la lógica del sentido, la idea de que es un texto que viene de otros universos. Pero para que sea un best seller, sólo faltarían unas quinientas páginas y darles carnadura a los personajes. Podría intentar hacerlo, si me pagaran millones (risas). El manuscrito es un objeto al que postulo la posibilidad de una explosión contemporánea que, a la manera de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, ocupe el universo. Pero me estoy perdiendo por Borges... Sería perfectamente capaz de armar el esquema de un best seller; de hecho uno de mis sueños perpetuos es armar una fábrica de best sellers, ser como una especie de Alejandro Dumas que les dice a los demás cómo tienen que hacerlo. Pero de ninguna manera me sentaría a escribir un best seller, no tengo el menor interés. El problema del best seller es que la persona que lo escribe no tiene ningún interés por el lenguaje, y para mí lo es todo.

–¿Esta novela empieza por su interés por el lenguaje?

–No lo sé... tampoco voy a convertirme en objeto de chiste del turco (Jorge) Asís, que decía que no había leído ninguna novela que en la solapa no dijera “el gran protagonista de este libro es el lenguaje” (risas). Saquemos la sospechosa palabra lenguaje; diría que lo que importa es el modo en que lengua y narración se constituyen como acontecimiento completamente resistente a una lectura simplista, como peripecia donde todo es posible. Es eso lo que me importa. El best seller es un mero recurso de entretenimiento de los tiempos ociosos. Yo pienso la literatura como experiencia. La vida no me proporciona casi ninguna; en cambio la literatura es siempre nueva y casi intocada. Y sigo ahí y sigo ahí... y siempre mi interés es el mismo. Tal vez no en el orden de los descubrimientos de la lectura, ya me sorprendo menos con lo que leo; pero sí en el momento de la revelación de una nueva posibilidad estética.

–¿Ahora su interés por lo real se inclinó hacia la conexión con las ideas?

–Sí, pero es algo que descubrí hace unos diez años. Hay un modo en que lo real extraliterario se organiza bajo la estructura de un relato. El sufrimiento tiene una lógica narrativa; hay ciertos hechos cuya sintaxis es propia de la novela, hechos puros y crudos; lo cual no quiere decir que la gente viva sus vidas de manera vicaria, imitando la estructura de las novelas. Pero de algún modo eso acontece. Uno de los problemas del arte contemporáneo es que hay libros que sólo se justifican por la idea que los arranca de la nada. La idea que convierte a esta novela en algo más que en un juego, aunque está completamente basada en un juego, es que el arte infinito de la combinatoria puede producir una revelación que otorga sentido a la experiencia de la lectura. Y eso es la literatura, ¿no?

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Guebel, un autor prolífico: acaba de terminar su anunciada novela El absoluto.
Imagen: Jorge Larrosa
 
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