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Sábado, 13 de marzo de 2010

LITERATURA › MIGUEL DELIBES MURIó AYER, A LOS 89 AñOS, EN SU CASA DE VALLADOLID

Largo adiós al cazador que escribía

El escritor español había dejado de trabajar en 1998, tras una operación. Fue autor de más de sesenta obras, entre novelas (como Los santos inocentes y El camino), libros de viajes y diarios. Recibió los premios Cervantes, Nadal y Príncipe de Asturias.

 Por Silvina Friera

El cazador que escribía murió ayer a la madrugada a los 89 años en su casa de Valladolid. Miguel Delibes, ese hombre sencillo que inclinaba su oreja y su mirada sobre la tierra de Castilla, haciendo una reverencia al idioma y persiguiendo palabras que, intuía, se perderían para siempre, estableció la fecha de su muerte, con dignidad, mucho antes: el 21 de mayo de 1998, en la mesa de operaciones de la clínica madrileña de La Luz. Aunque sobrevivió casi doce años al cáncer de colon que le diagnosticaron, el zarpazo de esa intervención quirúrgica le produjo una rabia infinita. No lo mató, pero lo dejó fuera de la cancha. “En el quirófano entró un hombre inteligente y salió un lerdo. Imposible volver a escribir. Lo noté enseguida. No era capaz de ordenar mi cerebro. La memoria fallaba y me faltaba capacidad para concentrarme”, afirmaba el prolífico autor de más de sesenta obras, entre novelas, libros de viajes y diarios, premio Nadal, Cervantes y Príncipe de Asturias, maestro de periodistas y académico de la Lengua. “¿Cómo abordar una novela y mantener vivos en mi imaginación, durante dos o tres años, personajes con su vida propia y sus propias características? ¿Cómo profundizar en las ideas exigidas por un encargo de mediana entidad? Estaba acabado. El cazador que escribe se termina al tiempo que el escritor que caza. Me faltaban facultades físicas e intelectuales. Y los que no me creyeron y vaticinaron que escribiría más novelas después de El hereje se equivocaron de medio a medio. Terminé como siempre había imaginado: incapaz de abatir una perdiz roja ni de escribir una cuartilla con profesionalidad.”

España ha perdido la mitad de su alma con la muerte de Delibes, el hombre que nació en Valladolid el 17 de octubre de 1920, que vivió y sobrevivió en esa ciudad porque era como “un árbol que crece donde lo plantan”. En 1940 comenzó a publicar sus caricaturas en el El Norte de Castilla, bajo el seudónimo de Max. Pronto se animó a las críticas de cine en el mismo diario, del que llegaría a ser director entre 1958 y 1963; en el apogeo del franquismo hizo un diario liberal, opuesto a los lugares comunes más groseros de la dictadura. Estaba en la redacción la noche de Reyes de 1948 cuando recibió la noticia de que con su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, un relato ambientado en Avila y Barcelona sobre la pérdida y la posibilidad de la felicidad, había ganado el premio Nadal. La fama anticipada de ese galardón no consiguió alejarlo del diario ni de sus frecuentes paseos por las calles céntricas de Valladolid. A ese bautismo prematuro le debe el hecho de haberse atrevido a escribir sin cesar hasta la fecha que eligió para consignar su muerte: 1998, cuando entregó su última novela, El hereje, y le diagnosticaron el cáncer de colon. Delibes se inscribía en la línea de los escritores que consideran que la novela debe ser un reflejo de la vida. “Una novela requiere, al menos, un hombre, un paisaje, una pasión”, solía repetir.

El camino (1950), sobre la pérdida de la inocencia infantil de su protagonista, Daniel el Mochuelo, es la novela que, según la crítica, le permitió a Delibes encontrar su espacio en las letras hispanas por el modo en que retrató, con precisión y elegancia, el habla de Castilla. De sus excursiones como cazador y pescador aprendió a auscultar cada uno de los latidos del idioma de la región. El sentimiento amoroso, la desigualdad social, el contraste entre la vida en el medio rural y en la ciudad, y a la cabeza, el habla de las gentes del campo, constituyen los núcleos duros de su vasto legado literario. Que el paisaje del campo o la lengua del pueblo –que dicen que escuchaba con la misma paciencia con la que liaba tabaco– fueran su “fuente de inspiración” no implica que sus novelas sean exclusivamente “costumbristas”. Son, más bien, de una sencillez barojiana con la que cala más hondo, hasta alcanzar que se vea el alma (o el hígado) de sus personajes. Con Diario de un cazador obtuvo en 1955 el Premio Nacional de Literatura; y desde entonces le dedicó una docena de libros a una de las “corrientes” de su literatura, la del deporte cinegético, entre los que se destacan La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1966), Con la escopeta al hombro (1970), La caza de España (1972), Alegrías de la caza (1977) y Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1978).

En Cinco horas con Mario, publicado en 1966, criticó el provincialismo y la realidad de la dictadura franquista. Sin embargo, nunca ocultó su respeto y admiración por la tradición castellana, aun con el rancio tufillo de conservadurismo que pudiera acarrear esa devoción. Lejos de orquestar una profunda renovación en la literatura española, y más cerca de lo que se podría inscribir en el “tradicionalismo”, Delibes, no obstante, inoculó dosis de una poción que resultaba revulsiva para la anestesiada realidad literaria de la España de la posguerra. En el camino del escritor, los paisajes eran pretextos, como sucede con Los santos inocentes (1982), donde la geografía del campo, la soledad y la tristeza rotunda que se esconde en medio de la miseria se recorta sobre una soledad más honda: la que padecen los hombres que no se acompañan por dentro. Azarías, el personaje de esta novela, interpretado en la versión cinematográfica de Mario Camus por el actor Francisco Rabal, es uno de los iconos culturales españoles de la segunda mitad del siglo XX. Su obra más autobiográfica es Señora de rojo sobre fondo gris (1991), en la que revisitó la muerte de su esposa, Angeles de Castro, ocurrida en 1974. Un año antes, el escritor que defendía la naturaleza y el arte de la caza, dos pasiones centrales en su vida, había ingresado a la Real Academia Española. Sería el primer escalón de una seguidilla de notables reconocimientos, como el Premio Príncipe de Asturias a las Letras (1982) y el Premio Cervantes (1993). En 1998, con El hereje, puso el obligado punto final a su actividad creativa para dedicarse, según contaba, a la vida contemplativa. Su último trabajo es una recopilación de relatos breves titulada Viejas historias y cuentos completos (2006).

Como a Borges y a tantos otros escritores que esperaron en vano, el Premio Nobel de Literatura esquivó olímpicamente a Delibes. La última vez que habló en público fue en la Academia de la Lengua, a la que perteneció y que no pisó durante décadas, porque Madrid era un ruido atroz que lo espantaba. El 10 de diciembre de 2009, sin moverse de su Valladolid natal, grabó un video para celebrar la salida de la nueva Gramática de la Lengua Española. “La lengua nace del pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua”, dijo. Estas palabras, que en otras bocas académicas hubieran sonado impostadas –el “maquillaje populista” cae irremediablemente apenas se rasca un poco–, trasuntaban sinceridad. Más aún: los radares del escritor nunca dejaron de captar las bellas y saludables interferencias de “la lengua del pueblo”. Aunque sea una “aberración” para el género de las necrológicas, el escritor murió el 21 de mayo de 1998. “Ya no puedo hacer más. Se me ha saltado la cuerda como a los coches de los niños pequeños”, señaló Delibes en 2007, en una entrevista con El País. España llora “en diferido” la muerte de ese hombre sencillo que escribía sencillamente.

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Delibes recibió el Premio Miguel de Cervantes de manos del rey Juan Carlos, en 1994.
Imagen: EFE
 
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