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Viernes, 30 de junio de 2006

LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR BOLIVIANO JUAN CLAUDIO LECHIN

“Como buen político de pueblo, Evo Morales es un seductor”

Vino a Buenos Aires a presentar su última novela, La gula del picaflor. Como su visita coincidió casualmente con la del presidente de Bolivia, trazó una analogía entre el poder de seducción de Evo y el tema central de su libro: la conquista amorosa. Hijo de un sindicalista y formado en el marxismo, Lechín admite: “Como la revolución nunca llegó, me dediqué a escribir”.

 Por Silvina Friera

La coincidencia es significativa y podría pensarse en una suerte de confabulación de dos seductores bolivianos en la Argentina. El escritor Juan Claudio Lechín está en Buenos Aires para promocionar su última novela, La gula del picaflor (Alfaguara), ganadora del premio nacional de Novela en Bolivia (en 2003) y finalista del Rómulo Gallegos. La trama de esta novela es un cross a la mandíbula de los lectores. En un congreso secreto, que sesiona en la ciudad de La Paz, siete maestros cuentan, con lujo de detalles, sus historias en el arte de la conquista amorosa. Y justo llegó al país el primer gran seductor de Bolivia, el presidente Evo Morales, a cinco meses de haber asumido. “Como buen político de pueblo, es un seductor en muchos aspectos”, admite Lechín en la entrevista con Página/12. “Evo se ha curtido en las bases y solamente un seductor de un tesón extraordinario puede recorrer la curva que va desde el sitio en donde nació, debajo de una roca en el Altiplano boliviano, como figura metafórica, hasta la presidencia de la república de un país racista.”

Lechín opina que el camino que ha transitado Evo no es una línea recta. “Es una jugada, no es un tiro penal. Para llegar a ser presidente no se puede prescindir de una serie de artes que van desde la mímesis a la gambeta”, señala en un lenguaje que mezcla lo literario con lo futbolístico. “Un dirigente sindical es ante todo un maniobrero. Aunque se haya entendido de manera peyorativa, no lo es. Tienes que maniobrar para conseguir consensos en la diversidad, tienes que lograr hacer puentes –explica el escritor–. Y muchos esperamos eso de Evo, que en su sapiencia sindical, que viene del sindicato clásico del año ’44, siga construyendo consensos, incluso con aquellos con los cuales ha tenido diferencias.”

–Como hijo del fundador de la Central Obrera de Trabajadores, Juan Lechín Oquendo, ¿qué opina de que Evo haya dicho, en la entrevista con Página/12, que se siente más sindicalista que presidente?

–Mi padre conoció a Evo cuando éste se incorporó a las lides sindicales, a mediados de los ’80, con la huelga de hambre que hicimos contra Paz Estenssoro. Después de que se retiró de la Central Obrera boliviana, mi padre fue asesor de Evo. Siempre consideró que el sindicato clásico tenía una tarea pendiente, que era la de crear ciudadanía, que la gente tuviera seguro social, vivienda, educación, derecho al voto. El sindicato clásico tiene la esquizofrenia de poder ser épico pero también ladrillero, de poner ladrillo tras ladrillo en la cotidianidad, que eso también se espera de Evo: que una vez realizadas las épicas del gas, de los hidrocarburos y de las tierras, las constituya en técnicas, que es enraizar esas conquistas. El sindicato clásico no se proponía en verdad la toma del poder. Evo agarra la nación con un pueblo ciudadano que no había antes del sindicato clásico, y eso permite que él pueda acceder por vía del voto mayoritario. Pero mi padre le dijo a Evo: “No vas a llegar a ser presidente de Bolivia”. Y se equivocó.

–¿Por qué pensaba que Evo no iba a llegar?

–No lo sé, quizá porque mi padre creía que había que arrancarle al poder beneficios para la gente, porque el sindicato clásico entendía que tener el poder era desviarse de su tarea. Y tenían razón, su tarea era construir ciudadanía. Pero en donde se equivocaron es que una vez construida la ciudadanía, se necesitaba acceder al poder. Cuando mi padre le dijo eso ya era muy viejito y, sin duda, se equivocó. A veces los ideólogos queremos ser fundadores de procesos y no ser herederos, y en realidad no hay nada mejor que la estirpe. Y Evo es la continuidad de esa estirpe de un proceso popular que comienza en el ’44, con la fundación de la Federación de Mineros, y con la revolución del ’52. Esta revolución tiene muchas similitudes con lo que está haciendo Evo: antes era la nacionalización de minas, ahora la de hidrocarburos. Son procesos verdaderamente nacionales, es la necesidad de los pueblos de recuperar lo que les pertenece y de hacer una distribución más equitativa de los recursos. Y Evo está haciendo todo lo necesario para constituirse en dirigente de este proceso nacional.

Lechín podría continuar hablando de la chispa de la pasión que Evo despierta en los bolivianos, pero la gula de esa pasión pega el salto de la política al arte de la conquista amorosa. En la novela de Lechín, el encuentro de conquistadores es presidido por don Juan, un viejo y abatido líder sindicalista –personaje inspirado en el padre de Lechín–, con achaques en la memoria y en su cuerpo. Pero como conquistador que nunca se rinde, es capaz de apropiarse de las historias que cuentan los otros con tal de obtener un beso de la periodista que llega a su casa para entrevistarlo.

–La estructura de la novela se parece a la del Quijote: hay una breve explicación que anticipa la historia que contará cada seductor, del mismo modo que Cervantes lo hacía con las aventuras del hidalgo. ¿Qué se propuso al emular esta forma tan cervantina?

–En mi primera novela utilizaba este recurso característico de la novela picaresca española, y en general de la literatura medieval, que me parece tan bonito porque al mismo tiempo que anuncia no revela el final, es un preludio, una manera de subtitular anunciando; casi pareciera ser un gancho para el lector.

–A propósito del gancho, además del humor y la frescura con que esos donjuanes relatan sus conquistas, ¿por qué al mismo tiempo está tan presente la tragedia?

–Tengo un gran amigo que dice que el amor para que sea relevante debe terminar con la muerte. El amor adquiere el verdadero tamaño a partir de la disyuntiva entre amar o morir, no hay otra en la vida para el amante sublime, no hay grises ni tamices; está la otra persona o la nada. Esa nota picaresca en conjunción con lo dramático, en el estricto manejo de los géneros, es la comedia, que es más bien algo curioso, risible a veces, pero que siempre tiene un trasfondo trágico. La seducción tiene gracia y es trágica al mismo tiempo. Cuando les contaba a mis amigos que estaba escribiendo un libro sobre un congreso de seductores, todos se reían, incluso las mujeres festejaban el tema con mucha normalidad. Pero sufrir a un seductor puede tener ribetes trágicos. Unas señoras mayores que me invitaron en Bolivia a un encuentro del Rotary Club me preguntaron: ¿por qué son tan malos los seductores? Les dije que son siempre malos y les pregunté por qué les gustaban a ellas. Porque hay curiosidad y fascinación con el seductor y al mismo tiempo temor.

–Sería algo así como la seducción del mal...

–Claro, porque además del mal, el seductor sólo existe cuando hay prohibición. Cuando no hay prohibición, hay seducción, pero no seductor. El seductor como personaje sólo existe cuando hay prohibición de raza, de credo, y se da con el monoteísmo religioso. El hombre triunfa sobre la mujer y en la expresión más alta que es Dios, el hombre se reproduce sin concurso de mujer. Primera vez que sucede esto en la historia de las religiones, y a la mujer se le quita su gran virtud, que es su sensualidad, y se la despacha a ser madre y virgen. Ahí se la encierra, y ante esa prohibición aparece el personaje del seductor, que por los resquicios, por las fisuras, con trampas, con artilugios y con todas sus malas artes y mañas, sin embargo, ha de reestablecer la humanidad.

–Así como Cervantes en el Renacimiento daba cuenta de las andanzas de un caballero, cuando la caballería era un hecho del pasado, algo que ya no existía en el presente del autor, ¿con los seductores de su novela ocurre algo similar?

–Sí, mi novela es un canto al final de una época muy larga, y lo dice al final Istar: “Ustedes son historia, ustedes no existen más”. La prohibición ya no existe, o al menos no hay tanta como para producir grandes seductores. Como en la dramaturgia, mientras más grande es el obstáculo, más grande es el héroe; igualmente en la seducción cuanto más grande es la prohibición, más grande es el seductor. Hoy que el mundo se va tornando femenino, mi novela es un canto a un género humano masculino que está en vías de extinción. Guardando las distancias y conservando la humildad obligada con el maestro más grande de la lengua, mi novela se asimila en ese dejo de nostalgia por un mundo que está desapareciendo.

–Aunque asegura que todas las historias son ficciones, ¿le hubiera gustado contar alguna de sus conquistas?

–El problema es que no soy un seductor (risas).

–Suena a falsa modestia...

–Es que un seductor aparece con la prohibición y yo he ido a lo seguro toda mi vida (risas). Antes de escribir la novela, entrevisté a un amigo que se precia de ser un seductor, y pienso que es un mejor narrador que un seductor porque los seductores que narran pierden potencia; el verdadero seductor es más misterioso. Ese congreso de seductores de mi novela es lo que los hombres de América latina hacemos cuando nos juntamos en los café, y cada uno, cuando contamos nuestras historias, somos titanes (risas). Yo fui buen narrador de café, con cosas ciertas, semiciertas, con agregados. Porque el público que te escucha, te va reclamando detalles que uno adereza, porque cuando ves que hay un suspenso dramático y lo que vas a contar es una mierda, agregas algún plus de tu imaginación para que tenga más sustancia. Mi mujer todavía tiene la duda de si alguna de las historias que cuento las viví (risas). Sospecha que mezclo cosas y está releyendo y buscando detalles. “Ah! Esa es la Fulana que tú mirabas aquella vez...” Ese temor subyace en ella.

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Lechín, uno de los mejores narradores bolivianos, fue finalista del Rómulo Gallegos con La gula del picaflor.
Imagen: Ana D’Angelo
 
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