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Lunes, 22 de diciembre de 2014

LITERATURA › ENTREVISTA AL POETA Y DOCENTE BAHIENSE MARIO ORTIZ

“Este libro es una especie de exorcismo de la nostalgia”

El volumen VII en la serie excepcional de experimentos literarios titulados Cuadernos de Lengua y Literatura reescribe un paisaje en disolución permanente: la muerte de su padre y la demolición de su casa.

 Por Silvina Friera

El mediodía avanza hacia la tarde. Mario Ortiz cierra los ojos como si necesitara la vibración de esa oscuridad momentánea y el menguado envión de las pestañas inclinadas para volver al pasado. El poeta y docente bahiense frecuenta un paisaje en disolución permanente: las vidas familiares y los objetos –la casa donde creció y escribió sus primeros textos demolida literalmente– en una nueva entrega, el volumen VII en la serie excepcional de experimentos literarios titulados Cuadernos de Lengua y Literatura (Eterna Cadencia). El disparador es un artefacto en desuso, la carcasa de un viejo televisor Zenith, que encontró en una esquina de Bahía Blanca. ¿Ese desperdicio todavía puede llamarse televisor? Ortiz es una especie de mago que transforma los desechos, eso que incluso a simple vista no se sabe cómo nombrar, en una máquina del tiempo que le permite explorar los aparatos que dibujaba en su infancia –sus “computadoras”, como él las llamaba– y repasar los últimos momentos de la vida de su padre. “Me estremezco de emoción al darme cuenta de que transcribo lo que transcribiera mi propio padre (...). No hay melancolía ni tristeza porque esas palabras, la sintaxis que se despliega en la escansión de aquellas imágenes tan intensas son un delgadísimo hilo verbal que me une a él; esas frases son la huella de una ausencia dolorosa pero que al reescribirlas me llevan de nuevo al living, a su atmósfera perfumada, a la frescura de los árboles que proyectaban su sombra durante el verano”, se lee en uno de los fragmentos más bellos de este libro.

En el prólogo Ortiz anticipa un miedo vinculado con la idea de que digan que “se repite”. “Tengo cierto prurito interno de que cada libro debe ser enteramente distinto al anterior –admite el poeta a Página/12–. Aníbal Jarkowski me decía que muchos escritores lo que han hecho es plantear un universo propio. Quizá son prejuicios que vienen de cierta cosa vanguardista. El temor a que te digan: ‘Esto que hiciste acá ya lo leímos’. Es un temor humano, ¿no?”

–La pregunta sería entonces quién dijo que hay que escribir libros completamente distintos. ¿Está escrito en alguna parte?

–Exacto. Está muy bien lo que planteás, ¿de dónde vienen esos mandatos? ¿Son mandatos que uno se autoimpone, los dijo alguien, o son residuos de determinadas reseñas o comentarios que uno ha oído, de cosas que quedan como flotando en el aire? Uno tiene un núcleo de obsesiones que hay que respetar hasta que sean productivas. Hasta que uno sienta que todavía tiene algunas cosas para decir y que no sea una mera cuestión de poner en funcionamiento una maquinita que siga tirando textos en serie. El temor siempre está en el proceso fordista de producción literaria (risas).

–En este volumen hay una preocupación por el tiempo. ¿Cuándo empieza esta preocupación?

–Yo creo que estuvo siempre. Uno carga encima con el ángel negro de la nostalgia, con esa maldición. Este libro es una especie de exorcismo de esa nostalgia, que se dio a partir de unas pérdidas muy significativas: la muerte de mi padre y la venta y demolición de la casa donde viví. Todo lo que fue parte de una geografía sentimental se desactivó y desapareció; es el momento en que quedamos huérfanos. Este libro sirvió como para hacer una especie de ajuste de cuentas con todo esto. La pregunta de (Jean-Paul) Sartre “qué es la literatura” sigue vigente. No quiere decir que demos las mismas respuestas que dio Sartre en la década del ’50. No quiere decir que sean las respuestas que tengamos que dar hoy en la segunda década del siglo XXI. Las preguntas siguen resonando: ¿qué es escribir?, ¿para qué escribir?, ¿por qué escribir? Cada uno tiene que dar su propia respuesta. ¿Qué cosas puede la poesía? ¿Qué cosas puede la literatura? Siempre más allá de acumular libros y prestigios literarios. La pregunta concreta es: ¿qué es lo que hace que la poesía o la literatura no sea una actividad fantasmática?

–¿Qué respuesta posible tiene hoy?

–En lo personal, la poesía me ayuda a seguir adelante. He resuelto literariamente un problema que afectaba mi vida. Con el libro anterior, fui a leer poesía a una sociedad de fomento de un barrio en Bahía Blanca. En el segundo volumen escribí un poema sobre un puente ornamental que hay en el Parque de Mayo en Bahía. Y una chica me dijo: “Yo antes pasaba por ahí y no lo miraba, ahora paso y lo miro”. A lo mejor con eso no vamos a hacer la revolución ni vamos a eliminar el problema de la miseria, pero si uno puede contribuir a que se despierte la mirada quizá, como quería (Bertolt) Brecht, empecemos a ver las cosas de otro modo, ¿no?”.

–¿La literatura tiene la función de visibilizar aquello que está invisibilizado?

–Esta es una de las posibilidades. Incluso puede inventar posibilidades de vida inéditas, como por ejemplo lo que hice con el cacharro del televisor. El Zenith está en casa, se está destruyendo; es su ley natural. A pesar del aparato, mi viejo y yo entramos en una función nueva gracias a la literatura, una función que permite continuar adelante con la vida.

–¿De dónde viene esa empatía que tiene con determinados objetos que disparan la escritura de sus libros?

–Entiendo que es la influencia muy poderosa de algunos autores que estoy trabajando en Literatura Contemporánea en la Universidad, la presencia muy concreta de Francis Ponge, de Georges Perec, no tanto del nouveau roman porque es un sector de la literatura que quiero seguir estudiando y analizando. Son esas deudas pendientes que uno tiene que ir saldando. Por supuesto también de los ensayos de Maurice Maeterlinck, que toma las plantitas y las flores, y creo también que ha tenido que ver con algunas series de cuestiones que le importan al poeta Sergio Raimondi, que armó el programa de la materia, que implican una modalidad de trabajo e indagación en la historia. Raimondi fue por muchos años el director del Museo del Puerto de Bahía Blanca, donde ha hecho un trabajo similar con determinados objetos que fueron aportando los vecinos a partir de los cuales hacían una lectura atenta del objeto y lo desplegaban como parte de una totalidad. A partir de los repasadores que los vecinos aportaban leían un montón de cosas: modos de uso, tipo de diseños, la industria –si es taiwanés o industria nacional–; es un ejercicio de la mirada que viene un poco de ese lado. Yo tomo la densidad histórica del objeto, pero también la despliego hacia zonas más imaginativas, no realistas. Es desplegar el objeto en la totalidad de sus posibilidades y trabajar con las palabras tal como se trabaja con los objetos. Yo no me considero narrador, ni novelista ni cuentista. Yo me sigo pensando en función de la poesía. Para mí son como poemas. No hay personajes, no hay narración en el sentido convencional.

–Pero en este libro hay narración en ese volver al pasado del personaje Roberto Graziani.

–Sí, hay narración. Pero es una narración tomada como objeto. En realidad es un acto de reescritura; así como tomo la escritura de mi padre y la reinserto, quería hacer el experimento de ver qué pasa si reescribo algo que ya había escrito, una especie de máquina del tiempo. Es un cuento que escribí a los 18 años y que lo perdí. Pero siempre me quedó el argumento dando vueltas. Tomar esa narración que tiene que ver con un loop, con una vuelta, con un giro interminable, para darle un corte: reescribir para romper. Y le incorporé cosas que originalmente no estaban.

–¿En la historia original se iba hacia el año ’54?

–Sí. En el original se iba al ’54 porque lo escribí en el ’84. El personaje quedaba dando vueltas eternamente en ese loop espaciotemporal, que era el presente de la narración de ese momento. No se sabe cuándo comenzó, no se sabe cuándo va a acabar. Al reescribirlo ahora, le agregué otros personajes y deliberadamente le cambié el final, como una forma de romper ese ciclo vicioso que es la vuelta obsesiva al pasado, para habilitar el camino hacia la propia muerte. En definitiva, se está tematizando sobre la muerte y la posibilidad de pensar en cierta búsqueda metafísica, algo que me está inquietando bastante últimamente.

–Peronizó a Roberto al llevarlo al año ’54, ¿no?

–Está muy bien, sí, en cierto sentido responde a una peronización que hemos vivido todos últimamente. Esta sería una reescritura en un momento kirchnerista, por qué no. Las transformaciones que vivió la sociedad desde 2003 hasta ahora son un dato insoslayable. Aunque muchos están enojadísimos y hablan de “la década perdida”, luego del colapso del 2001 el país no es el mismo que vivimos con el quiebre de los bancos. Obviamente que hay deudas pendientes y cuestiones que no terminan de convencer como YPF y Chevron. Si bien nunca he sido formalmente peronista, vivo este momento con muchas expectativas. Veo con ojos positivos la política de derechos humanos. También la recuperación del protagonismo del Estado: los que venimos de los años ’90 sabemos lo que fue el neoliberalismo, lo que fue vender y rifar la educación y las empresas públicas. Aunque uno desea siempre más.

–Al final del libro aparece la idea de dar el salto. ¿Qué resonancia tiene ese dar el salto?

–Dar un salto implica siempre pasar de un nivel a otro mediante procedimientos que ese nivel no permite. El salto lo tenía muy presente con Camus en El mito de Sísifo, lo que él llama con un sentido negativo el “salto injustificado”, o podría agregar yo el “salto de fe”. Cuando critica a los filósofos existencialistas que dicen que la razón no puede explicarlo todo, entonces la razón no sirve para nada y por lo tanto todo es inexplicable y absurdo. El absurdo es la clave del universo. Camus dice que ese salto es injustificado, que el razonamiento lógico no permite dar ese salto. Me interesa ese salto. En el libro anterior intuitivamente lo había puesto cuando las letritas saltan de la hoja, saltan al mundo tridimensional. En cierto sentido, hay un costado existencialista. Sí, ¿por qué no? No me ofendería. Las preguntas de Sartre siguen estando. O al menos para mí esas cuestiones siguen rebotando. El gran problema sigue siendo el lenguaje en su relación con las cosas, de qué modo podemos conseguir que la literatura desde su especificidad produzca efectos en el mundo de las personas. Tiene que ver también con las preguntas de los poetas, de los escritores, cuál es el sentido de lo que uno hace, para qué uno hace lo que hace.

–¿Cuál es ese sentido para usted?

–La escritura es una actividad que me permite continuar existiendo. Tiene que ver con una cuestión existencial y con el deseo por la letra. También tiene que ver con la posibilidad de hacer cosas que sólo son posibles a través de la poesía. Tenemos que seguir preguntándonos cuáles son las tareas que puede cumplir la poesía, el arte, que no se cumplen por otros medios. Porque si no termina siendo un puro juego sin sentido. Yo me resisto a que todo sea un simple juego, aunque la literatura participa del juego. No es meramente un pasatiempo del tipo “voy al cine y cuelgo la cabeza”. Tiene que haber otra cosa; en el libro más delirante o más crudamente vanguardista algo se está jugando, como por ejemplo los artefactos que está haciendo Pablo Katchadjian, en los que se está jugando qué entendemos por literatura. No son juegos meramente frívolos o puramente ornamentales.

–¿Quizás en la literatura contemporánea se perdió la idea de trascendencia y metafísica por el mero jueguito?

–No sé si se perdió por el mero jueguito, pero es muy posible que sí. Tiene que ver con las condiciones epocales, quizá cierta idea de trascendencia, de búsqueda de un más allá, quedó relegada en nuestras mentalidades progres, biempensantes, al trasto de los fanáticos pentecostales, entre comillas, o bien a posiciones retrógradas. Y sin embargo uno podría decir que se está olvidando de una importante veta literaria y poética que trabajó este tema de un modo muy experimental también. En Argentina nos estaríamos olvidando de Jacobo Fijman, de Héctor Viel Temperley y también de esas peculiares búsquedas de Hugo Padeletti. No suena muy políticamente correcto la preocupación por la trascendencia. Hay palabras que han quedado cargadas de un sentido peyorativo o reaccionario. Pero creo que son las preocupaciones que todos tenemos, solamente que no las queremos confesar. A los 48 años uno no tiene que estar pidiendo perdón por decir lo que piensa, salvo que uno joda a otra gente. Viviendo en una ciudad como Bahía Blanca, estoy vacunado contra la reacción (risas).

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El libro de Ortiz es una suerte de “ajuste de cuentas” con su propia “geografía sentimental”.
Imagen: Pablo Piovano
 
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