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Sábado, 29 de agosto de 2015

LITERATURA › PRESENTACION DEL NUEVO LIBRO DE RICARDO PIGLIA

Los modos en que la vida y la literatura se interpelan

El escritor Germán Maggiori introdujo el acontecimiento editorial del 2015, el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, titulado Años de formación. Y se sumó 327 cuadernos, la película de Andrés Di Tella sobre los diarios de Piglia.

 Por Silvina Friera

Las palabras de Ricardo Piglia quedan flotando en el aire de una noche inolvidable. “No hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown”, afirma el escritor desde la pantalla del Malba, donde se presentó el acontecimiento editorial del 2015, Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama), el primer tomo titulado Años de formación (1957-1967), con el escritor Germán Maggiori; y 327 cuadernos, la película de Andrés Di Tella sobre los diarios de Piglia (ver aparte). “Lo que se fija en la memoria no es el contenido del recuerdo, sino su forma. No me interesa lo que puede esconder la imagen, me interesa sólo la intensidad visual que persiste en el tiempo como una cicatriz”, dice Renzi en “En el umbral”, texto que antecede al primer diario. “Mi padre había estado casi un año preso porque salió a defender a Perón en el ’55 y de golpe la historia argentina le parecía un complot tramado para destruirlo. Estaba acorralado y decidió escapar. En diciembre de 1957 abandonamos medio clandestinamente Adrogué y nos fuimos a vivir a Mar del Plata. En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. Todavía hoy sigo escribiendo ese diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía.”

“El primer recuerdo que tengo es una visita que nos hizo a Adrogué, a principio de los años ’80, yo tendría diez u once años”, dijo Maggiori con una entonación inconfundiblemente pigliana en el auditorio del Malba, donde estaban los escritores Alan Pauls, Lola Arias, Claudia Piñeiro, Tamara Kamenszain y Fabián Casas, el músico Juan “Tata” Cedrón, el editor Fernando Fagnani y el artista Roberto Jacoby, entre otros. “Ricardo es primo hermano de mi viejo Horacio, nacieron el mismo año, en el ’41, y se criaron como hermanos hasta el año ’57 en que Ricardo y la familia se tuvieron que mudar a Mar del Plata. Cada vez que ellos se veían era una especie de acontecimiento familiar. No puedo precisar quiénes estaban y quiénes no de mi familia, ni tampoco mucho de lo que se dijo en esa oportunidad. Pero sí hay algo, un fragmento suelto de una intervención que Ricardo hizo en plena conversación de un hecho que estaba vinculado a su experiencia en Estados Unidos, donde había estado dando clases en la Universidad de California. A él le había llamado la atención la cantidad de corredores que se veía a todas horas en las calles de Los Angeles, haciendo lo que en ese momento se llamaba footing, que entonces en Argentina era una rareza. Cuando Ricardo presentó esta escena y después la explicó, que es lo que hace siempre, intuía que atrás de esa imagen había un sentido oculto, como si toda esa gente que estaba ahí corriendo estuviera alegorizando algo de la sociedad de la que formaban parte, el vértigo del capitalismo, la alienación, no sé porque la explicación se me perdió, yo tenía diez años.”

Escribir para vivir

De ese recuerdo inaugural lo que más impresión le provocó es la forma de mirar que tiene Ricardo: “De un hecho microscópico él puede abstraer un concepto más amplio e inquietante para ver los puntos ciegos de la realidad, los dobleces que se escapan a la mera experiencia”. Años después, cuando leyó Crítica y ficción, encontró la contracara perfecta de esa imagen cuando Piglia le comenta al periodista sobre el regreso a Buenos Aires, en el año ’77, después de haber estado un semestre en la Universidad de California. Lo primero que percibe es que los militares habían cambiado la clásica señalización de los postes de colectivos, pintados de blanco y negro, por un cartel que decía: “Zona de detención”. Maggiori leyó el fragmento de la notable interpretación que hace el escritor: “Tuve la impresión de que todo se había vuelto explícito, que esos carteles decían la verdad. La amenaza aparecía insinuada y dispersa por la ciudad –plantea Piglia–. Como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada y que las tropas de ocupación habían empezado a organizar los traslados y el asesinato de la población sometida. La ciudad se alegorizaba. Por lo pronto ahí estaba el terror nocturno que invadía todo y a la vez seguían la normalidad, la vida cotidiana, la gente iba y venía por la calle. El efecto siniestro de esa doble realidad era la clave de la dictadura. La amenaza explícita pero invisible que fue uno de los objetivos de la represión. ‘Zona de detención’: en ese cartel se condensa la historia de la dictadura”.

Crítica y ficción fue una lectura epifánica para el autor de las novelas Entre hombres y Cría terminal. En ese momento comprendió que ser escritor excedía al hecho de leer y escribir y se identificaba más con una forma de mirar en la que participaba la experiencia personal y las lecturas, la vida y la literatura. “Estos diarios exponen de manera muy lúcida ese mecanismo; en ellos están las claves que uno puede encontrar del oficio de escribir para vivir y de vivir para escribir, según lo concibe Piglia. Lo que está muy claro después de la lectura del libro es que de la articulación entre la relectura de la experiencia y las lecturas personales emerge el sentido o el rumbo a tomar. Esta forma de leer que tiene Ricardo, lo que sería su poética, me lleva a reflexionar sobre la forma de escribir, su estilo. Estos diarios vienen a vertebrar esos dos mundos. A lo largo de estos textos hay muchas entradas que indagan sobre los modos en que la literatura y la vida se interpelan”, explicó Maggiori y a continuación leyó una entrada de Años de formación, del diario de 1966.

“Encontré por azar en un libro de Inés la foto de uno de sus novios de la adolescencia –revela Piglia–. Un joven jugando al básquet en el Club Peñarol. De inmediato convertí esa foto en un hecho del presente (se hizo presente, la foto que tenía siete años, porque yo la encontré ayer). Entonces el pasado de ella estuvo entre nosotros, no lejos de aquí, ya que la foto era una presencia ahora, como un tercero. Esa es la lógica del delirio. Todo sucede en presente y algunos matan para salir de ese tiempo absoluto y recuperar una temporalidad normalizada, el crimen es una consecuencia lógica de la pesadilla del presente, del peso de la pasión. Ese es el tiempo de la tragedia, no es el tiempo de la narración. Lo que se busca es que ese rasgo del pasado vuelva atrás, que la foto pierda su inmediatez absoluta y se construya un relato en el que tenga un lugar mínimo en una sucesión múltiple de hechos vividos. Ya lo dije: no es la cantidad (basta un detalle: un joven en una cancha de básquet), no es el pasado, es un solo acontecimiento del ayer que se conserva como una foto en presente, es sólo un momento que persiste y no se puede borrar. Entonces –aparte del crimen– hay dos caminos: rehuir, alejar las imágenes, perder la cabeza. O en cambio profundizar en la figura, no salir de ahí, persistir en la idea fija. Trato, como se ve, de convertir mi experiencia en una lección de ética narrativa. Absorto en la foto, el narrador construye un relato circular que no hace más que girar sobre una imagen fija (es una foto, no es una película) justamente, terrible porque está fija y no se la puede narrar, es decir, avanzar hacia otra situación.”

La entrada de enero del ’66 continúa desplegando el mundo Piglia: “Como dice Dostoievski en Los hermanos Karamazov: ‘Añadiré una vez más, por mi parte: me resulta casi enojoso recordar ese inquietante y tentador acontecimiento en el fondo intensamente insignificante y natural, y sin duda lo pasaría por alto en mi historia si no hubiera influido de modo intensísimo y notorio en el alma y el corazón del futuro héroe de mi historia’. Entonces siento lo que siento porque el pasado de una mujer es insoportable para mí en ciertos momentos. O siento que un hecho mínimo (una foto de un joven imbécil haciendo que juega al básquet) es algo insoportable porque estoy leyendo a Dostoievski y todo lo que vivo lo observo con la óptica excesiva y delirante de sus novelas...”

La literatura, esa droga

Maggiori definió el pasaje del diario que leyó como “una visita guiada por el laboratorio mental de Ricardo Piglia, una máquina polifacética que funciona de forma reversible: va de la vida a la literatura y de la literatura a la vida”. “Cualquier evento microscópico o cualquier detalle, como puede ser la foto, los corredores o los carteles, terminan funcionando como un disparador de ese mecanismo. En lugar de entradas, lo que tienen estos diarios son salidas porque una vez que ingresa esa información y es procesada por esa máquina mental súper precisa y aceitada que es la mente de Ricardo termina convirtiéndose muchas veces en una dicotomía: hay dos caminos, dos rumbos, dos sentidos encontrados, y se debe decidir sobre qué camino o rumbo tomar. A veces esa elección está hecha al azar, como dice muchas veces en el diario, tirando una moneda al aire. Hay un cierto quijotismo en esto o un bovarismo diría, para usar un término más propio de Ricardo. En ese sentido, los diarios vendrían a ser una tabla a la que aferrarse para preservar la cordura –reflexionó Maggiori–. En esos diarios se trata de vencer la indecisión que provoca el temor de perderse entre los pliegues de lo que es la ficción o la realidad. Esta es la tensión que uno percibe al leer los diarios.”

Antes de la proyección de 327 cuadernos, Maggiori compartió otro recuerdo, cuando se encontró con su tío en un hotel de la avenida Lexington en Manhattan, en 1997. “El estaba de paso, venía de Princeton y tenía que dar una conferencia, y yo estaba con mi novia de aquel entonces, había ganado un premio de 3000 dólares con un cuento, la primera vez que ganaba algo, y me había ido de viaje. Recuerdo haber caminado un trecho largo por las calles nevadas porque me había pasado de la estación de subte en que tenía que bajar y tuve que caminar muchas cuadras. Estaba mal dormido, mal comido, mi aspecto era zaparrastroso. Me acuerdo de llegar al hotel y me hicieron subir a la habitación. Beba (Eguía) me recibió rápidamente y se apuró en darme un café. Pasé un ratito con ellos porque había llegado tarde y no se habló nada de literatura. Cuando nos estábamos despidiendo, aproveché y le encajé una carpeta con mis cuentos a Ricardo, que resignadamente los aceptó porque no le quedaba otra. Y me dijo algo que no venía a cuento de nada de lo que estábamos hablando, pero que me quedó. Me dijo que la literatura a veces podía ser más adictiva que las drogas. Supongo que en esa frase había implícito un consejo”, ironizó y agregó que con el tiempo desarrolló cierta dependencia por algunos autores y algunos libros. “Si a un clásico se lo aborda con un previo fervor, como decía Borges, entonces el canon privado siempre se lo deja de leer en un estado de abstinencia. Eso me pasa con todos los libros de Ricardo. Cada vez que los termino siento que me están devolviendo a la aridez de la realidad. Por suerte cada vez está publicando más libros o por lo menos están proyectadas dos partes más de este diario para que pueda paliar mi ansiedad. Y si no, siempre tendré la relectura y podré reencontrarme con esa mirada que me viene persiguiendo desde aquellos años ’80, que fue tan impactante y que para mí representa la esencia de lo que es el arte y el oficio de escribir.”

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“No hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown”, afirma Piglia.
Imagen: Guadalupe Lombardo
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