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Martes, 5 de diciembre de 2006

LITERATURA › NICOLAS CASULLO Y “PARA HACER EL AMOR EN LOS PARQUES”

“Si hay creencias fuertes, no hay grandes debates”

La reedición de la novela prohibida por Onganía permite reencontrarse con el clima de una era en la que “todo era muy sofocante”; el viaje artístico a París era reemplazado por el viaje militante a Cuba y los personajes planteaban que la palabra debía dar paso a la acción: “Si debatías mucho no servías como militante, porque no podías hacer de la discusión el eje de tu vida”.

 Por Silvina Friera

Un joven universitario de 24 años escribió su primera novela, Para hacer el amor en los parques, entre los últimos tres meses de 1968, a su regreso de Francia, y los primeros meses del ’69. Quería parodiar la asfixia política y la decadencia nacional que se respiraba durante la dictadura de Onganía. Sacarse esa opresión de encima, exorcizarla. Esas páginas tienen el sello testimonial-intelectual del protagonista y la virtud del que puede tomar cierta distancia desde la óptica, más escéptica, de un testigo que duda (y se burla) de las reverenciadas ideologías de la revolución o de la tradicional fuga artística a París. Y también participa de la pretenciosa tesitura literaria hija de restos neovanguardistas: la de deshacer la propia novela y sus dispositivos ilusorios. La novela de Nicolás Casullo se distribuyó en noviembre de 1970, pero dos meses más tarde fue prohibida, según decreto del 21 de enero de 1971, por la Secretaría de Cultura, a cargo del secretario de Salud, bajo consideraciones de “obra inmoral”. Se retiraron y destruyeron todos los ejemplares en circulación y en depósito, y más de una librería fue clausurada temporariamente por su venta indebida. Casullo habla, con un entusiasmo atemperado por la experiencia, de esa época en la que las circunstancias alentaban a los jóvenes a ser críticos: intervenciones en el campo de la cultura, en las universidades, la exigencia de llevar el pelo corto y el moralismo imperante del Opus Dei. “Todo era muy sofocante”, repite en la entrevista con Página/12, como para que no queden dudas del desánimo que campeaba en esa generación que, poco a poco, abrazaría la esperanza política de un cambio histórico a través de la lucha armada.

En el mundo de esos jóvenes universitarios de Para hacer el amor en los parques (ahora reeditada por Altamira), Pablo, Marcos, Alcira y Magdalena, entre otros, se rumoreaba, se discutía, se monologaba, se “pasaba la vida” en los cafés. “Era una época muy signada por una pregunta: ¿Para qué estamos haciendo lo que estamos haciendo?”, cuenta Casullo. “Yo me río permanentemente de todo eso, como si estuviera planteando para qué estoy escribiendo la novela. En esa misma época Rodolfo Walsh decía que la novela era un género en extinción y David Viñas hablaba de la muerte de la novela burguesa.”

–¿Se quería “acabar” con la novela, pero se seguían escribiendo novelas?

–Sí, la época respira la antinovela, la contranovela, el antiarte, el quebrar el arte para expresar el arte definitivo. Era un momento marcado por las neovanguardias, que se anticiparon bastante a las vanguardias políticas. Desde Cuba se alentaba a que el escritor dejara de escribir para hacer la revolución: no era la hora de la palabra sino de la praxis. Pero al mismo tiempo estaba el boom de la literatura latinoamericana. Este juego contranovelístico tiene sentido porque es una forma de derrumbar el propio boom en donde García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar eran las figuras máximas. Yo radicalizo la cuestión porque la idea de que la novela se ha roto en diez pedazos y es irrecuperable no estaba presente en la novelística latinoamericana. Todos estos autores creían fervientemente en la novela y nosotros habíamos pasado a ser un continente novelístico. El último remate sería que además de todo esto también el autor queda absolutamente cuestionado por haber escrito Para hacer el amor en los parques. Es un autor que pide ayuda, que se desespera porque se le van los personajes. La novela retrata un mundo viejo que se va desarticulando entre el ’68 y el ’69, pero en este caldo se estaba gestando lo que iba a ser la Argentina de los ’70. Muchas veces pensé en escribir una segunda parte, imaginando qué habría pasado con ellos. Cuando Pablo se va a Europa y Marcos se queda porque quiere ser militar, está insinuado ese destino. Son personajes que de alguna manera iban a ser copados por la revolución.

–Uno de los personajes se pregunta por qué es tan difícil entender la época. ¿Usted sintió lo mismo?

–Diría que en ese momento sí. Fue difícil entenderla porque era el final de una vieja Argentina, por un lado peronista/antiperonista, pero con cierta simpatía hacia violencias que, si se habían dado, todavía no se habían generalizado. Pero toda época es difícil de entender porque ahora mismo nos podríamos hacer la pregunta en dónde estamos situados. Como diría Schiller: “Lo más difícil siempre es el presente”. Ese grupo de jóvenes de la novela, tan típicos de los bares de Corrientes y Paraná, que luego expresarían las políticas revolucionarias, no saben dónde están parados y al mismo tiempo viven una nueva situación, de la que me río mucho, que es la pareja sesentera, la revolución sexual, la posibilidad de quebrar toda una serie de prohibiciones y de mitos que la familia argentina tenía programados, especialmente para las mujeres. En la novela campea una suerte de desánimo generalizado con una serie de reformulaciones en el campo popular que ya son evidentes. Los personajes femeninos tienen su presencia dentro del grupo, opinan y piensan en el mismo plano que los hombres.

–¿La novela reflejaría la bisagra entre el viaje a París y el viaje a La Habana, de la literatura a la política?

–Sí, claro, no lo había pensado... El viaje a París es ya anacrónico, viene de la prosapia de la literatura y del intelectual argentino. El viaje a La Habana aparece como el que imaginariamente hace uno de los personajes, Marcos, que tiene una utopía muy grande y por eso le pide a Pablo que se quede en la Argentina porque está convencido de que van a suceder cosas fabulosas. Y Pablo se quiere alejar de esto. Claramente el viaje a La Habana reemplaza al de París, pero de La Habana regresaba gente que no volvía como se volvía de París, con cuatro o cinco autores leídos. Regresaban para un ejercicio más militante, de cuadro político.

–¿Por qué aparece el Mayo Francés de refilón? El personaje está ahí, en medio de los acontecimientos, pero es como si no estuviera.

–Ellos están en otra, en una especie de aventura mítica, pero el lector se va dando cuenta de que está sucediendo París del ’68. Había algo incomunicable de esa experiencia, y entonces decidí que los personajes no se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Y en ese sentido también me río del Mayo Francés. El viaje a París es el que todo escritor se autoadjudicaba, era un viaje intelectual que te bautizaba. Eso muere con la generación del ’70 y el viaje a La Habana lo comienza a reemplazar. Pero ambos viajes son históricos, porque hoy más bien tienen que ver con el mercado de trabajo. Son viajes que no tienen una sintonía intelectual. París es una ciudad más, y quizá ni siquiera sea la más importante, si te interesa la cultura. A lo mejor Madrid y Barcelona son las ciudades que están reemplazando a París.

–Es curioso que mientras un personaje está polemizando sobre la lucha armada, plantea la necesidad de un gran debate. ¿Por qué se piensa ese período como paradigma de fuertes debates y confrontaciones?

–El debate se daba en pequeños círculos, en grupos, en ciertos niveles universitarios, en ciertas cátedras que empezaron a emerger para el ’69 o ’70. Aparecía una nueva generación que iba a cuestionar al PC, al Partido Socialista, a la derecha peronista, al propio Perón, pero cuestionaba todo desde una creencia revolucionaria. Cuando hay creencias muy fuertes, no hay grandes debates. Hoy es una época de más debate, a pesar de que se diga lo contrario. Cuando el modelo era la Revolución Cubana, tenías muy poco margen para debatir. Te inscribías, adherías. En ese tiempo los debates se movían en torno de las creencias: “Hay que hacer lo que hicieron los cubanos”, “hay que hacer lo que hicieron los vietnamitas”, “hay que hacer lo que está haciendo Chile”. Había modelos ya aprobados. Los ’60 y ’70 son, como decían los estudiantes del ‘68, “basta de palabras, a la acción”.

–¿Por qué hay más debates ahora?

–Las verdades, las certidumbres, han desaparecido; cualquier cosa que digas aparece discutida democráticamente porque no hay verdades sacrosantas, como cuando se decía que el modelo ya lo planteó Cuba: la revolución armada para derrotar al ejército de ocupación. Había que creer en el marxismo y militar, la verdad estaba instalada; iba a ser una revolución socialista en el marco de un camino violento. Si vos debatías mucho no servías como militante, porque no podías hacer de la discusión el eje de tu vida. La incerteza del presente ha hecho que se debata mucho más. A lo mejor fue una época quizá menos pesimista, porque se creía que la revolución estaba a la orden del día, pero era mucho menos polémica.

–¿Cómo se planteaban, en ese momento bisagra, los vínculos entre política y literatura?

–Progresivamente la política arrasaba a la escritura, la compactaba, ya sea porque se pensaba que la literatura que estábamos escribiendo no llegaba al pueblo con el cual uno quería relacionarse, sino que llegaba a un pequeño sector, o ya sea porque otros sectores más radicales planteaban “basta de escribir, el poder está en la punta del fusil”. El ser un cuadro militante o político se había impuesto como valor por encima de la escritura. Esto sí se debatía, claro que sólo en los ambientes literarios. En el espacio universitario también se planteaba algo similar. ¿Vas a seguir dando materias o vas a sacar la universidad a la calle para relacionarla con las villas miseria? La idea era que tanto la academia como el campo artístico abandonase sus sitios clásicos, sus modelos, su cultura burguesa para salir a politizar el mundo y fundirse con la vida. A eso se agregaba que luego el artista podría transformarse en un combatiente. En realidad se renegaba de los espacios culturales asignados, de la novela, del salón de exposición, del edificio teatral, de la universidad. Había que salir de eso y pasar a otro espacio contestatario.

–¿Qué resonancia tiene el hecho de que los personajes desaparecen?

–Como siempre en las novelas la carga estética tiene el olfato de algo que no se termina de plasmar, algo anticipatorio que estaba por debajo pero no aparecía. Ese final en la morgue, en donde ni siquiera encuentran el cadáver, muchas veces lo recordé, cuando vivía en México, y me preguntaba qué había querido decir con eso. Lo de la morgue lo veo como la representación de la muerte de una época.

–Cortázar con “Casa tomada” también anticipa la irrupción del peronismo. ¿Cómo explica este poder anticipatorio de la literatura?

–La literatura te permite un grado de libertad y de relación con lo real, de sondeo de cosas que ni siquiera sabés cómo preguntarlas, pero la estás preguntando. En un ensayo se hace una interrogación explícita, ahí ya hay un mundo que, como dirían los surrealistas, queda censurado. El concepto es una censura; en cambio en la literatura se puede decir lo indecible, se pueden exponer cosas de las que se tiene apenas una intuición, y además tenés la libertad de que todo es admisible en la literatura.

–Pablo dice que “no se morfa el fusilamiento del arte, la vía armada”. ¿Usted se identifica con el escepticismo de ese personaje?

–Sí. La novela es una forma del escepticismo en el sentido de que transforma algo en relato, incluye en el mundo otro mundo y te lleva a pensar que mucho de lo que está en el mundo constituido no te interesa o ya conocés cuál es la trampa, o te das cuenta de cómo viene la mano y trabajás en otra sintonía. El que está de lleno en la literatura estaría condenado a un inicial escepticismo.

–¿Piensa que el escéptico como personaje literario logra vencer el paso del tiempo, que envejece mejor?

–Sí, el escéptico perdura pero tiene sus negatividades, porque el escéptico es aquel al que en algún momento se le va a cruzar algo que valdría la pena aprovechar y pierde la oportunidad. Pero el escepticismo es un salvoconducto; el escéptico es un actor previo a las derrotas reales.

–¿Hoy se analizan los ’70 desde la mirada de un escéptico?

–Sí, creo que sí... pero en las épocas trágicas, lo peor que podés hacer, si amás la literatura, es condenarla diciendo: “Ah no, si hacían A, B y C, no moría nadie”. Si Edipo no hubiese querido averiguar sus antecedentes, hubiese fumado un cigarrillo y no pasaba nada, y Medea no hubiese matado a sus hijos y Antígona estaría preguntándose qué puedo hacer con mi hermano. También hay que tener una mirada literaria porque las épocas trágicas estaban destinadas a ser trágicas, se jugaban de esa manera y forman parte de una historia donde es absolutamente inútil intentar hacer una contrahistoria y preguntarse “qué hubiera pasado si...”. Literariamente no se puede plantear que la tragedia se podría haber evitado si hubiéramos sido todos buenos...

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Casullo es ensayista, profesor e investigador de historia en las universidades de Buenos Aires y Quilmes.
 
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