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Domingo, 1 de agosto de 2010

CINE › HOLLYWOOD CONFIA UNICAMENTE EN FRANQUICIAS YA PROBADAS

El viejo truco de pisar sobre seguro

Reciclajes de Brigada A, Karate Kid, Cazafantasmas... Hay una expresión que describe a la perfección la clase de ambiente en el que estos proyectos consiguen luz verde y tiene sólo dos palabras: vacío creativo.

 Por Guy Adams *

Hace poco, un episodio de South Park mostraba a los jóvenes protagonistas tropezando con un Indiana Jones que estaba siendo abusado sexualmente por George Lucas y Steven Spielberg. Como testigos del crimen, más tarde decidían que había sido un poco como sentarse a ver la más reciente película de Indiana Jones de Lucas y Spielberg, El reino de la calavera de cristal: en ambos casos Jones era sistemáticamente degradado y abusado para gratificar a los dos magnates de Hollywood. “¿Te acordás de esa escena con Indiana en la heladera?”, se lamentaban los pibes, sacudiendo la cabeza. “No tenía ningún sentido.”

El apunte que el satírico cartoon de Trey Parker y Matt Stone hacía en su inimitable estilo es que algo especialmente desagradable sucede cuando un icono cultural como Indiana Jones es violado en nombre del entretenimiento pochoclero. Todo lo que los fans adoraban del héroe de acción fue destruido por la película de 2008, con sus actuaciones de madera, sus líneas argumentales de pacotilla y su ridículo desenlace. En dos insoportables horas, un personaje cuyo arco narrativo se extendió por tres blockbusters, tocando a cientos de millones de espectadores, se convertía en algo absurdo. Estrenar ese film fue, efectivamente, una clase de abuso.

Ese es el modo en que South Park ve las cosas, pero quien vaya regularmente al cine bien puede coincidir. Lucas y Spielberg no son las únicas figuras de Hollywood que cometen actos de gruesa indecencia hacia personajes como Indiana Jones; sólo son los más visibles. Entre secuelas interminables, “reseteos” y adaptaciones berretas, la industria comenzó a lanzar películas que no son simplemente malas, sino que además bastardean las memorias más preciosas del espectador. Películas que, por no utilizar otra expresión, profanan la infancia.

Tómese por ejemplo Brigada A, estrenada recientemente en todo el mundo. Para quien creció en los ’80, cuando esa serie de televisión era una fija en el fixture catódico, ver esta película es como un mazazo sobre sus recuerdos. La variada, hilarantemente graciosa serie de bajo presupuesto que el espectador conoció y amó fue reimaginada como una gran película de acción del siglo XXI. Las escenas de lucha fueron coreografiadas hasta lo insoportable, los valores intrínsecos fueron “actualizados”. Baracus ya ni siquiera viste un mono de trabajo. No sorprende que el producto final haya perdido hasta la última pizca de su encanto original.

O tómese Karate Kid, la película de 1984 sobre un pobre pibe que termina triunfando sobre los matones del barrio al aprender una gozosamente ridícula mezcla de misticismo oriental y artes marciales. La película que una generación vio una y otra vez en máquinas Betamax cayó víctima de una relectura cruelmente predecible. Su protagonista es el hijo de Will Smith, Jaden, y trasplanta la acción del Los Angeles de los ‘80 a la China actual (donde el guión fue aprobado por los censores locales). La parábola acerca de un adolescente de espíritu libre que se planta frente a la intimidación fue reconvertida, sin culpa alguna, para apoyar uno de los regímenes políticos más opresivos del mundo.

¿Hay algo sagrado en esa era dorada? Aparentemente, no. Las revistas de chismes están llenas de fotos del ubicuo Russell Brand en el set de una remake de Arthur, el film de culto de los ochenta que convirtió a Dudley Moore en una estrella. Nadie ha explicado aún por qué esa película, suficientemente buena para quedar así, necesita ser hecha otra vez. En lo que parece un sospechoso esfuerzo por traccionar en las memorias de toda una generación, la agenda de estrenos del año próximo incluye una nueva versión de Cazafantasmas –protagonizada por Bill Murray–, una adaptación para cine de MacGyver, más secuelas de Rambo y Terminator y el francamente apabullante proyecto de Tom y Jerry: La película.

Una vez que esas películas y franquicias televisivas hayan sido arruinadas para la posteridad (y puede predecirse hoy que efectivamente serán arruinadas), los estudios podrán fijarse la tarea de destruir las memorias del espectador sobre los juguetes con los que creció. En un par de meses, Michael Cera protagonizará un film que, a juzgar por su trailer preocupantemente espantoso, está parcialmente basado en el videojuego Donkey Kong. El año próximo, la estrella de Crepúsculo Taylor Lautner será la figura de acción Stretch Armstrong (Sienna Miller y amigos ya firmaron para GI Joe). Aunque parezca una broma, los estudios ya tienen en desarrollo proyectos inspirados por los juegos de mesa Hundir la flota y Monopoly, y hasta esa “bola 8 mágica” que fueron populares por un breve tiempo un cuarto de siglo atrás.

Hay una expresión que describe a la perfección la clase de ambiente en el que estos proyectos consiguen luz verde y tiene sólo dos palabras: vacío creativo. Desde que la industria existe, ha hecho una costumbre de apropiarse de ideas de otros medios. Lo que el viento se llevó fue adaptada de una novela y La novicia rebelde fue originalmente un musical de Broadway. Pero en el pasado estas películas tendían a mejorar el material original y eran lanzadas dentro de una serie de títulos completamente originales. En la actualidad, adaptaciones insoportables, refritos de viejas ideas y secuelas interminables es casi lo único que se ve.

Si se piensa que es una exageración, basta mirar los rankings de taquilla de este año. Sólo dos títulos del top ten de películas estrenadas en lo que va de 2010 son productos originales: la animación de DreamWorks Cómo entrenar a tu dragón y la comedia de Adam Sandler Son como niños. De las restantes, cuatro son secuelas (Toy Story 3, Iron Man 2, Crepúsculo 3 y Shrek 4), tres son películas de “reseteo” de los ‘80 (Karate Kid y Lucha de titanes) y dos son adaptaciones literarias (La isla siniestra y Alicia en el País de las Maravillas). Entre las treinta películas más vistas de este año –una lectura bastante confiable de lo que los estudios están sacando a la luz–, sólo diez son títulos originales. Para una ciudad construida sobre el poder de la imaginación, Hollywood parece estar terriblemente falto de ideas.

Si se le pide a cualquiera en la industria del cine que explique esta tendencia, simplemente alzará los hombros y enarbolará la excusa de que siempre se utiliza para justificar los más aborrecibles crímenes contra el buen gusto: dinero. La razón por la que películas basadas en nuevas ideas no llegan al mercado (y la razón por la cual viejas y amadas series de TV y franquicias de cine son prostituidas) es que las nuevas ideas representan una apuesta: nunca se puede estar seguros de que al público le gustarán. En el papel, las viejas ideas son más seguras. Y en tiempos recientes el cine se ha convertido en un negocio que siente aversión por el riesgo.

El origen de este desarrollo puede rastrearse una década atrás. “A fines de los ’90, comenzando con Titanic, las películas empezaron a ser más y más caras”, dice Nicole Laporte, periodista especializada en la industria del cine y autora de The Men Who Would be Kings, una historia de DreamWorks, el estudio que en años recientes ha tenido éxito en eso de arruinar la memoria de una generación con Transformers. “Ahí es cuando empiezan a verse efectos especiales cada vez más avanzados y por tanto cada vez más caros. Y cifras de actores perforando techos y estrellas cobrando veinte millones por película. Por supuesto, cuanto más caro se vuelve algo, más riesgos implica.”

Una década atrás, una película promedio de los estudios costaba 30 millones de dólares; cincuenta millones ponía al proyecto firmemente dentro del territorio de la peli de acción. Hoy en día, esas cifras se duplican y hasta triplican. El aprendiz de brujo, el lanzamiento de Disney con Nicolas Cage en el rol protagónico que no anduvo nada bien en la taquilla, costó dolorosos 160 millones. Se rumorea que Sam Raimi abandonó el proyecto del nuevo episodio de la franquicia Spiderman porque Sony se negó a aprobarle un presupuesto de... ¡300 millones! La mayoría de las películas de estudio cuestan al menos 100 millones; como nadie quiere hacer apuesta con esa clase de sumas, la industria decidió hacer menos inversiones, supuestamente más seguras. “Una manera muy fácil de hacerlo es realizar películas sobre productos ya existentes”, agrega Laporte. “El marketing ya está hecho, sea el film bueno o malo. Si tomás algo como Brigada A, de los ochenta, y lo convertís en película, esperás que las demografías más viejas aparezcan, porque ya conocen el asunto. Y traerán a sus hijos con ellos”, dice.

Puede decirse que siempre fue así, que los grandes estudios vienen escupiendo desde hace años basura basada en ideas viejas. Y en cierto punto es así. Pero en el pasado, esa escoria tenía el complemento de una vibrante industria independiente. Eso ya no existe: firmas como Miramax (que dio espacio a artistas como Quentin Tarantino) y New Line están en esencia difuntas, con su modelo de negocios muerto a causa de la enorme declinación de las ventas de DVD.

Ahora entonces las películas se estructuran como oportunidades de marca más que como productos artísticos. En este reino, las viejas ideas son lo más confiable. Presentan oportunidades probadas para sacar dinero de la taquilla. Por ejemplo, actualmente se encuentran en desarrollo nuevas películas basadas en He Man –cartoon que definió la infancia de varios– y Las Tortugas Ninja, que hicieron lo mismo con la infancia de los que vinieron después. Los directores ya saben que pueden trabajar en rangos lucrativos de juguetes y juegos, basados en formas previas. Fabricantes de juguetes como Mattell, que en estos días emplea a una gran agencia de talentos de Hollywood para representar sus intereses, están felices de jugar este juego.

“Una de las grandes ideas de hoy es que todo debe ser convertido en marca, y que hay que tener la capacidad de vender merchandising alrededor de eso”, dice Kim Masters, editora del periódico especializado The Hollywood Reporter. “No alcanza con ser capaz de hacer una buena experiencia fílmica y esperar conseguir dinero con ella. Las ventas de DVD caen, Internet fragmenta a las audiencias, la industria está rodeada de problemas y cree que puede minimizar los riesgos con una idea de marca prevendida.” Quizá sea así. Pero hay algo cínico en el modo en que se realizan los cálculos comerciales. Hace pocas semanas se realizaron funciones privadas de Predators, la última secuela de aquel clásico de los ochenta, Depredador, con Arnold Schwarzenegger, con esos violentos extraterrestres con dreadlocks en el pelo. Fue una de las preferidas de los preadolescentes de esa época, este cronista incluido. Ver la nueva versión disparó otra vez la ya familiar sensación que acompaña la infancia profanada: rabia, resentimiento y una profunda, casi primaria sensación de pena.

La actual puesta de la franquicia de acción no tiene diálogo que comentar. Su trama es ridícula hasta el punto de la comedia, salpicada de clichés. Abundan los estereotipos raciales: un personaje hispano es un traficante de drogas, un oriental se hace el harakiri. La versión de Schwarzenegger tenía fallas similares, pero se sentía única y era un producto de su era. Esta versión derivativa, casi tres décadas después, no tiene nada del encanto de su predecesora. Aun así, el productor del film, Robert Rodríguez, explicó al día siguiente que Predators fue creada de manera que tiene casi garantizado el beneficio: cada film previo recaudó al menos 57 millones (incluso la horrible Alien vs. Depredador, de 2004, hizo 172 millones). Un mercado fácilmente cuantificable, que denuncia la existencia de fans no demasiado selectivos que mirarán cualquier porquería vieja con la marca Depredador. Con lo que Fox le dio un presupuesto de 43 millones y le dijo que le diera para adelante.

Semejantes cálculos están detrás de casi cada crimen contra el buen gusto cometido en nombre del cine. No hay ninguna duda de que son la clase de sumas que persuadieron a los realizadores de Sex and the City 2 de no prestar ninguna atención a los multifacéticos personajes que hicieron de la serie de TV un éxito, y en lugar de eso los convirtieron en basura unidimensional que no sólo arruinó la relación de los fans con la marca Sex and the City, sino que al mismo tiempo también se las arregló para ser profundamente condescendientes y ofensivos para la mitad del mundo árabe.

Aun así, hay otra manera en la que los estudios pueden encontrar un camino en el sucio negocio de hacer dinero con el arte del cine. Algunos años atrás, Warner Brothers apostó por Christopher Nolan y le permitió desarrollar un oneroso, altamente complejo y ambicioso thriller llamado Inception (El origen). La película consiguió buenas críticas en general, llegó al primer lugar de las recaudaciones en varios lugares del mundo y lleva totalizados 90 millones de dólares, convirtiéndola en el segundo lanzamiento más exitoso de la historia en el terreno de la ciencia ficción, detrás de Avatar. En caso de ser necesaria, allí hay una demostración del hecho de que la mejor manera de hacer que una película se sienta fresca y original es basarse en una idea original, que el público de más edad (y no sólo los adolescentes) pueda apreciar. El origen volvió a demostrar que se puede crear una película de acción exitosa sin apelar a la secuela o el reseteo, sin exhumar viejas series televisivas o juguetes que amamos años atrás.

¿Cambiará eso la acendrada cultura de una industria lucrativa que ha perdido su gusto por la creatividad? Probablemente, no. Pero al menos les puede recordar a Spielberg, Lucas y todos los demás peces gordos del cine que andan por ahí que una nueva idea a veces puede ser tan buena como las viejas.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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