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Viernes, 18 de marzo de 2011

CINE › LA OBRA DE SERGUEI LOZNITSA EN EL THESSALONIKI DOCUMENTARY FESTIVAL

La gran Rusia en pequeños detalles

En los tres largos y ocho cortos que está exhibiendo la muestra griega, el director ruso se revela como un cineasta mayor. Se destaca su mirada atenta a todos los aspectos del mundo del trabajo y un ojo privilegiado para elegir rostros y cuerpos.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Tesalónica

El comienzo de la primavera, que no parece querer despedirse del todo del invierno, despliega una luz blanca, fantasmal sobre la ciudad. El mar Egeo se confunde con el cielo como si formaran una única pantalla hecha de niebla, surcada apenas por la silueta de algún barco de carga. Y se diría que esta luz melancólica no les sienta nada mal a los films del ruso Serguei Loznitsa, sin duda el punto más alto de la 13 edición del Thessaloniki Documentary Festival. Reconocido internacionalmente recién a partir del año pasado, cuando presentó en la competencia oficial de Cannes su primera película de ficción, My Joy, Loznitsa tenía a esa altura una amplia obra como documentalista, tres largos y ocho cortos, que ahora el festival griego exhibe en su totalidad, revelando un cineasta mayor, mucho más valioso de lo que permitía sospechar su controvertido debut en el campo de la ficción.

Nacido en 1964 en Bielorrusia, por entonces parte la Unión Soviética, Loznitsa se formó primero como matemático en el Instituto Politécnico de Kiev (Ucrania), donde se graduó como ingeniero experto en cibernética e inteligencia artificial, lo que no le impidió desarrollarse simultáneamente como traductor oficial de japonés. Pero no conforme con estos logros, en 1991 Loznitsa se mudó a Moscú para estudiar cine en el legendario VGIK, el Instituto Estatal de Cinematografía, de donde egresó con honores seis años después. Su primer corto, Hoy vamos a construir una casa (1996), cuyo título declara irónicamente su carácter de film de estudio, no es mucho más que eso, la descripción de un día de trabajo de una unidad de albañiles, pero revela ya las características de la que será luego su obra: una mirada atenta a todos los detalles del mundo del trabajo, un ojo privilegiado para elegir rostros y cuerpos, la predilección por el blanco y negro y la ausencia absoluta de comentarios e incluso de diálogos. Es la imagen (y su sabia interacción con el sonido) la que habla por sí sola.

Y cómo. En Vida, otoño (1998) Loznitsa se interna en una remota aldea rural en las afueras de Smolesk y encuentra una comunidad hecha casi enteramente de ancianos. No es difícil sospechar por qué los jóvenes se han ido de ese pueblo casi en ruinas, pero lo que el director descubre, simplemente retratando a hombres y mujeres que toda su vida han vivido allí y allí van a morir, es nada más ni nada menos que el transcurso del tiempo, los trabajos y los días, las pequeñas alegrías que se esconden detrás de un gesto de amistad o de una desflecada melodía arrancada al acordeón.

No hay nada, sin embargo, de fácil color folklórico en el cine de Loznitsa. Como corresponde a sus inicios en la Escuela Documental de San Petersburgo –de donde también salieron los primeros trabajos de Alexandr Sokurov–, la obra de Loznitsa es siempre grave, austera, pero nunca desesperanzada. Es el caso de La parada del tren (2000), una pequeña obra maestra de 35 minutos, en la que el director posa su cámara en los rostros de los pasajeros dormidos en sus bancos, a la espera de un próximo convoy. Desde la banda de sonido, se escuchan el silbato y los chirridos de ese posible tren, pero nadie despierta, como si prefirieran el sueño a la vigilia. El tratamiento de la imagen –en un blanco y negro hecho de brumas, que contribuye a la atmósfera onírica de la situación– sólo puede ser comparado al de los grandes maestros del cine soviético clásico.

Esa pasión de Loznitsa por los rostros se hace más evidente aún en Retrato (2002), una serie de miradas mudas y fijas a cámara de campesinos rusos que parecen llevar escrito en sus arrugas la historia viva de todo el país. Esa Historia, con mayúsculas, es el otro gran tema del director, sobre todo en sus films de found footage, en donde recurre únicamente a material de archivo, pero que él organiza de una manera que solamente podría calificarse de sinfónica.

Es el caso de Bloqueo (2005), en el que Loznitsa trabajó a partir de seis horas de material en bruto de unos 40 camarógrafos que registraron el terrible bloqueo que sufrió a manos del ejército nazi la ciudad de Leningrado, entre 1941 y 1944. Asediada no sólo por los bombardeos alemanes sino también por el frío, el hambre y la de-sesperación, que dejaron más de un millón de muertos, la ciudad –tal como la describe el film de montaje de Loznitsa– se presenta como un impresionante fresco, donde la vida cotidiana continúa a pesar de todo. El film, que prescinde por completo de carteles, explicaciones o relato en off, consigue que esas imágenes exhumadas de un pasado que parecía enterrado vuelvan a vivir como si se tratara de puro tiempo presente.

El de Loznitsa es un cine que descree de tildes, de subrayados. Así como Bloqueo reniega de toda retórica bélico-heroica, Revue (2008), otro gran film de montaje a partir de material de archivo, no necesita acentuar el carácter gracioso, grotesco e incluso siniestro de los films de propaganda del stalinismo. Basado en noticieros de los años ’50 y ’60, particularmente aquellos que dan cuenta de los sucesos más banales (la inauguración de una fábrica, la presentación de un coro, el estreno de una obra teatral), Revue desnuda los absurdos, agobiantes rituales del régimen pero, al mismo tiempo, consigue transmitir la sincera esperanza que esos hombres y mujeres anónimos habían puesto en la ilusión y el progreso de una sociedad comunista.

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Revue se montó a partir del archivo de los films de propaganda del stalinismo.
 
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