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Jueves, 24 de mayo de 2012

CINE › ESTRENO MUNDIAL DE ON THE ROAD, BASADA EN LA NOVELA DE KEROUAC

Una travesía sin fuego sagrado

La versión dirigida por el brasileño Walter Salles, con producción ejecutiva de Coppola y su hijo Roman, no está a la altura de las expectativas, pero no deja de ser un esfuerzo meritorio, con tantos logros como reveses.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

On the road se presentó en Cannes, donde participa de la competencia oficial.
Imagen: EFE.

Tarea ciclópea si las hay, la adaptación cinematográfica de En el camino –la novela fundacional de Jack Kerouac que sentó las bases de la Beat Generation y revolucionó la literatura norteamericana del siglo XX– venía siendo soñada desde hace cincuenta años, incluso por el propio Kerouac, que llegó a escribir sus propias ideas acerca de cómo debía traducirse su caudal de casi 500 páginas, en gran parte autobiográficas, en un guión que Hollywood pudiera aceptar. Ya en 1968, cuando era apenas un guionista promisorio, Francis Ford Coppola peleó por los derechos del libro, pero no empezó a trabajar en el proyecto hasta una década después, cuando se los aseguró por 95 mil dólares y –como productor– le ofreció la dirección primero a Jean-Luc Godard y luego a Gus Van Sant, sin suerte. En el medio, hubo guiones de Barry Gifford y Russell Banks, pero recién ayer, casi sesenta años después de que Kerouac terminara su manuscrito, el Festival de Cannes presentó en estreno mundial en competencia On the road, la versión dirigida por el brasileño Walter Salles, con producción ejecutiva de Coppola y su hijo Roman, que se venía esperando aquí en la Croisette desde hace por lo menos dos ediciones.

El resultado, obviamente, nunca podía estar a la altura de las expectativas, pero no deja de ser un esfuerzo meritorio, con tantos logros como reveses, el mayor de los cuales quizá sea su falta de audacia, de riesgo, de vuelo, en un texto que los pide como ninguno y que quizá hubiera requerido una adaptación menos literal y más libre. Desde Bob Dylan a Jim Morrison, pasando por Hunter S. Thompson y Robert Frank, la novela de Kerouac fue decisiva como inspiración y disparador de infinidad de artistas y obras y es ese “fuego sagrado” del que la misma novela habla el que nunca termina de brotar en el film de Salles. El guión del puertorriqueño José Rivera –a quien Salles ya había convocado para sus Diarios de motocicleta (2004), sobre la experiencia “en el camino” del joven Ernesto Guevara, cuando aún no era el Che– lucha a brazo partido no sólo con el tono elegíaco del libro, casi imposible de traducir en imágenes, sino sobre todo con su estructura fragmentaria, con su infinidad de viajes y personajes. El propio Kerouac, en una carta a Marlon Brando encontrada recién en 2005, en la que le proponía el papel de Dean Moriarty –esa fuerza de la naturaleza que describió Kerouac a partir de la figura de su legendario amigo Neal Cassady– sugería que, ante la dificultad de concentrar tantos viajes a través del país en una película de una duración convencional, quizá lo mejor era sintetizarlos todos en una única travesía que pudiera dar cuenta de la experiencia.

Porque, en todo caso, de eso se trata On the road: de una prueba iniciática, de un relato de formación, que obviamente están presentes en el film de Salles, pero que no llegan a tener la fuerza y convicción que emanan de la novela. Los cuarenta minutos inaugurales del film, que resumen apretadamente los dos primeros viajes del libro, lucen particularmente “apurados”, casi como si un lector pasara las páginas de cuatro en cuatro, dándoles apenas un vistazo a las peripecias del narrador, Sal Paradise (el propio Kerouac), en vez de tratar de capturar el tremendo lirismo del texto. Allí donde Kerouac habla de soledad, de tristeza, de sentido de pérdida, pero también del descubrimiento épico del paisaje americano, la versión cinematográfica pasa casi a las corridas de costa a costa, con alguna parada técnica en Denver, una ciudad crucial en el libro. Particularmente decepcionante es el encuentro de Sal con Terry, una cosechadora mexicana de algodón, con quien en la novela vive una importante historia de amor y crecimiento y que aquí pasa tan fugazmente que hasta podría haber sido eliminada en la mesa de montaje.

Por el contrario, el film empieza a crecer a partir de la tercera parte del libro, cuando asoma por primera vez la energía y el fuego interior de Moriarty, particularmente en el festejo de Año Nuevo de 1949, cuando todos bailan frenéticamente bajo el hechizo de la música de Charlie Parker, y sobre todo Dean y su pareja Marylou dan rienda suelta a un erotismo del que hasta ese momento el film había dado apenas pruebas superficiales. “Esta adaptación era tan compleja que antes de filmarla tuve que rodar un documental siguiendo los caminos recorridos por Kerouac y el resto del grupo para poder comprender un poco mejor la odisea descripta en el libro y lo que quedaba de todo aquello en la América posindustrial”, contó Salles en la conferencia de prensa. Según el director, la adaptación del libro requería mucha espontaneidad: “Para serle fiel, hacía falta también fomentar la improvisación en el momento del rodaje. Si conocés bien la melodía, es más fácil improvisar, un poco como en el jazz, que a su vez es tan importante en la novela”. De hecho, hay mucha música de la revolución del be-bop, que el libro de Kerouac describe tan bien, de primera mano. Pero para la partitura original, Salles volvió a convocar al argentino Gustavo Santaolalla (con quien ya había trabajado en Diarios de motocicleta), quien a su vez se aseguró la participación de un músico esencial en la escena de jazz contemporáneo, el contrabajista Charlie Haden.

¿Y el elenco? Allí también hay altas y bajas, considerando que fue trabajado casi en función del marketing de la película, al punto que en la última edición de la revista dominical del vespertino Le Monde los actores posan en tapa como modelos. En el personaje crucial de Dean Moriarty está sorprendentemente creíble Garret Hendlund, sobre todo si se tiene en cuenta que sus películas anteriores –Troya, Eragon, Tron– eran de aquellas que no necesitaban de un actor. Un poco lo mismo debe decirse de Kristen Stewart, que viene de la saga Crepúsculo y que aquí como Marylou –una libertaria sexual avant la lettre– consigue opacar a Kirsten Dunst como la más doméstica Camille, aunque más no sea porque tiene bastantes minutos más en pantalla. En cambio, los ingleses Sam Riley como Sal/Kerouac y Tom Sturridge (otro vampiro de Crepúsculo) como Carlo Marx/Allen Ginsberg lucen particularmente opacos, sin el brillo de genialidad que deberían tener sus personajes, aunque más no fuera en su primera juventud. A su lado, en una intervención no por modesta menos destacada, Viggo Mortensen como Old Bull Lee (el Viejo Toro, como Kerouac disfrazó en su libro la figura de William Burroughs), una vez más da prueba de su personalidad y demuestra que para los grandes actores nunca hay pequeños papeles.

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