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Martes, 23 de mayo de 2006

CINE › “IL CAIMANO”, DE NANNI MORETTI

En la “Italietta” de Silvio Berlusconi

Tras cinco años de silencio, el director de Caro diario volvió en plena forma.

 Por LUCIANO MONTEAGUDO
Desde Cannes

“No es un film sobre Berlusconi, es un film sobre Italia”, repite una y otra vez Nanni Moretti en Il caimano, su primer largometraje desde que hace cinco años ganara aquí en Cannes la Palma de Oro por La habitación del hijo. Y aunque en el encuentro con la prensa que siguió a la proyección no hizo sino ratificarlo, casi no se habló de otra cosa que de Berlusconi. “Es gravísimo lo que ha hecho, al no reconocer el triunfo en las elecciones de Romano Prodi”, atacó Moretti. “Su silencio habla de la clase de respeto que tiene por las instituciones. De lo único que habló fue de fraude y con una actitud de este tipo pone en riesgo la democracia que tanto dice defender.”

En El caimán, Moretti vuelve al espíritu satírico y libre de Caro diario y Aprile, pero a diferencia de aquellos films –que lo tenían por protagonista absoluto, narrador y comentador de la realidad que lo rodeaba–, aquí resigna la primera persona del singular para contar la historia de un productor de cine (Silvio Orlando, un actor recurrente en su filmografía) enfrentado casi sin quererlo a un proyecto impensable en la Italia de hoy: hacer un film sobre Berlusconi.

Como sugiere su nombre, Bruno Bonomo es un hombre bueno, pero en desgracia. Alguna vez fue el rey del cine clase “B” italiano, con títulos como Maciste contra Freud y Suzy, la misógina. “Fuiste el anticuerpo contra la dictadura del cine de autor”, se entusiasma un crítico veterano, que parece ser su único amigo. Bonomo piensa salvar la deuda que tiene con los bancos con una superproducción histórica que le propone a la RAI, pero ante su indiferencia echa mano al primer guión que encuentra: un proyecto que le alcanza una directora debutante y que él –en medio de la desesperación que lo acorrala, no sólo profesional sino también personal: su matrimonio está en crisis– se lanza a producir casi sin leerlo. Para cuando se da cuenta, está haciendo una película política de esas que él siempre se burló y combatió. Es más, está haciendo una película sobre el político al que ha venido votando durante los últimos diez años. Como la mayoría de los italianos, por otra parte.

“Ustedes me preguntan si algo ha cambiado para el film desde el triunfo en marzo de Romano Prodi y yo les digo que no, que mientras ustedes acá en Cannes ven cuatro películas por día, allá en Italia nada cambió”, afirmó Moretti sobre El caimán, que se estrenó en su país en marzo, pocos días antes de las elecciones, casi como un acto de campaña. “Y nada ha cambiado porque el triunfo de Prodi fue por pocos votos, lo que significa que Italia no ha cambiado. Y si hablamos de Berlusconi, el personaje tampoco ha cambiado ni está dispuesto a hacerlo.” Para Moretti, el problema sigue siendo el mismo que denuncia sin rodeos en su película: “La competencia por la Palma de Oro aquí es equitativa, pareja para todos, pero la competencia electoral en Italia no: Berlusconi, les recuerdo, sigue siendo dueño de tres redes de TV, diarios, revistas... tiene intereses económicos en casi todos los campos. Es un monopolio que él ha legalizado y está decidido a perpetuar”.

El film lo deja muy claro. En una intervención casi episódica, en la que Moretti, hacia el final, termina reemplazando al actor que debía protagonizar la película de Bonomo, Il caimano –utilizando las mismas palabras del auténtico cavaliere– enfrenta con arrogancia al tribunal que lo juzga por enriquecimiento ilícito y conflicto de intereses. El parece el juez y no el acusado. Y los emplaza –tal como lo hizo Berlusconi– a que lo liberen de culpa y cargo, porque si no estarían instaurando una “dictadura judicial” contra un ciudadano que se considera “más igual que otros ante la ley, porque la mayoría me ha votado”. Y luego, en la intimidad de su limusina, se ufana: “Yo no tengo el gobierno, tengo el poder, que es distinto”.

Para Moretti, esta situación es difícil de comprender fuera de su país. “Ya sé que es impensable en otros lados, pero es lo que sucede en Italia.” O en Italietta, como en la película se refiere un extranjero a lo que considera una opera bufa. “No creo ser un cineasta símbolo de la izquierda”, aclaró sin embargo Moretti frente a la prensa de Cannes, dispuesta a etiquetarlo. “Pienso en todo caso que hago películas que otros no hacen, que me ayudan a entender mejor las cosas y a confrontarme a mí mismo. Como Bonomo, yo tampoco creo que el llamado cine político, que le propone al público tomar conciencia, sea interesante. En todo caso, ese es un camino demasiado estrecho. Para eso, prefiero hacer política, como lo estuve haciendo estos últimos años, después que me paralizó un poco la Palma por La habitación del hijo”.

Otro habitué de Cannes, premiado en 2002 con el Gran Premio del Jurado, volvió también ayer a Cannes para levantar el nivel de la competencia oficial, que había decaído sensiblemente en los últimos días: el finlandés Aki Kaurismäki, que presentó Laitakaupungin valot, o Luces al atardecer, un nuevo, excelente ejemplo de su poético minimalismo. Para Kaurismäki, estas Luces del atardecer forman parte de una “trilogía de los perdedores” que inició en 1996 con Nubes pasajeras y continuó con El hombre sin pasado, uno de los pocos títulos de su magnífica filmografía que llegó al estreno comercial en Buenos Aires.

Si en la primera entrega de esta trilogía el tema era el desempleo y en la segunda la falta de un hogar, su nueva película está atravesada por la soledad. Parecería imposible pensar en alguien más abandonado que Koistinen, un hombre simple, demasiado sensible para el único trabajo que consiguió, como guardia de seguridad. Su trabajo consiste en vigilar las riquezas de un suntuoso centro comercial, el lujo que ha llegado también a esa capital alejada del mundo que es Helsinki y que Kaurismäki refleja en toda su frialdad, que contrasta con el calor humano de sus desposeídos. Esa fuerza brutal de la sociedad que algunos llaman destino se ensaña particularmente con Koistinen, privándolo una y otra vez de su trabajo, de su libertad y de sus sueños. Pero como aclaró el propio Kaurismäki, “por suerte para el protagonista, el autor del film tiene la reputación de tener un corazón tierno, por lo que podemos asumir que hay una chispa de esperanza en la escena final”.

De una ascética belleza visual que lleva su firma inconfundible, Luces del atardecer parece un tableaux vivant de Edward Hopper, iluminado por la luz gélida del Báltico. Hay una melancolía muy auténtica, muy verdadera en el film, que sorpresivamente se abre y se cierra con dos tangos de Gardel y Le Pera que le van muy bien: Volver (en su versión original, a diferencia del nuevo film de Almodóvar también presente aquí) y El día que me quieras. Nunca una película finlandesa pareció tan porteña.

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Moretti ganó la Palma de Oro con La habitación del hijo.
 
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