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Martes, 11 de septiembre de 2012

CINE › ESTRENO MUNDIAL DE ARGO, EN EL FESTIVAL DE TORONTO

Insólita conexión entre la CIA y Hollywood

La nueva película dirigida y protagonizada por Ben Affleck aborda, en forma de thriller, la crisis de los rehenes que durante 1979 y 1981 mantuvo en vilo al mundo, cuando el régimen iraní tomó por asalto la Embajada de los Estados Unidos en Teherán.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

¿Qué busca el cine contemporáneo de Hollywood en el pasado reciente? No es difícil formularse esta pregunta frente a la generosa programación del Toronto International Film Festival. Más complicado, en todo caso, resulta responderla, dada la diversidad de miradas que aparecen en el horizonte, tantas, se diría, como las películas que plantean este interrogante. Argo, por ejemplo, la nueva película dirigida y protagonizada por Ben Affleck, que fue estreno mundial aquí en Toronto durante el último fin de semana y que ya califica en la mayoría de los trade papers y de las reseñas de la crítica estadounidense como una seria contendiente en la próxima ceremonia de los Oscar, para la cual faltan todavía casi seis meses.

Ambientada durante la famosa crisis de los rehenes que durante 1979 y 1981 mantuvo en vilo al mundo, cuando el régimen iraní del ayatolá Khomeini tomó por asalto la Embajada de los Estados Unidos en Teherán, la película de Affleck tiene todos los elementos que pueden convertir el film no sólo en una favorita de la Academia de Hollywood sino también en un potencial éxito de público: es un thriller político narrado con nervio y precisión y –para ser una película con un tema esencialmente serio– se permite una considerable dosis de humor, gracias a una impensada conexión entre la CIA y Hollywood. Pero, por sobre todas las cosas, Argo no puede dejar de leerse como un eco, como una significativa caja de resonancia de la tensión que atraviesa hoy la relación entre los Estados Unidos e Irán.

Si no fuera porque tantas veces la realidad demuestra ser más imaginativa que la ficción, se diría que toda la historia de Argo está inventada por el guionista más afiebrado. Pero sucede que la nueva película de Affleck (que ya en Desapareció una noche y Atracción peligrosa demostró ser mejor director que actor) está basada en hechos reales documentados y en archivos desclasificados por la propia agencia de inteligencia norteamericana. El asunto es que cuando la embajada yanqui fue ocupada por milicias iraníes, capturando a la mayoría de los estadounidenses que estaban allí, seis trabajadores administrativos de la sección consular lograron escapar y refugiarse en la embajada canadiense, sin que la policía del régimen de Khomeini llegara a darse cuenta.

El operativo rescate no tardó en ponerse en marcha en el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, pero a diferencia de otras ocasiones era imposible mandar a la caballería. Se barajaron entonces las más disparatadas propuestas de cómo contrabandear fuera de Irán a esos seis condenados, pero la que pareció “la mejor peor idea” de todas fue la de hacerlos pasar por un equipo cinematográfico que había quedado prisionero de la situación cuando buscaba locaciones exóticas para una película de... acción y fantasía futurista, titulada Argo.

La ocurrencia fue de un agente llamado Tony Méndez (Ben Affleck), que llegó a armar en Hollywood toda una producción impostada, con publicidad incluso a toda página en la revista especializada Variety y con la complicidad de un productor en decadencia (Alan Arkin) y del maquillador de El planeta de los simios, John Chambers. Se diría que lo mejor de Argo no está tanto en Teherán como en Hollywood, en las “discusiones creativas” de los cineastas por hacer plausible el engaño y en los dardos que lanza el productor magníficamente encarnado por Arkin, para quien aun haciendo una película falsa (o precisamente por ello) ésta tiene que ser un éxito.

Lo peor de Argo, en cambio, está en el tono patriotero del tramo final de la película, que parece envolverse en la bandera de barras y estrellas y que convierte al personaje de Affleck en un héroe capaz de derrotar al eje del mal, como si con su acción de entonces se pudiera tranquilizar al público estadounidense de hoy, decirle que puede dormir tranquilo, que a pesar de Khomeini o de Ahmadinejad –qué más da– la CIA siempre estará allí para velar por los hombres y las mujeres de bien.

Menos tranquilizadora es The Master, que tuvo su premier en Toronto simultáneamente con la catarata de premios que recibió el sábado del otro lado del Atlántico, en la Mostra de Venecia: León de Plata al mejor director para Paul Thomas Anderson y premio al mejor actor compartido por Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman. Distinciones todas que no hacen sino anticipar también –como en el caso de Argo– la presencia de The Master en las principales nominaciones de la próxima entrega del Oscar.

La primera película del director de Embriagado de amor y Petróleo sangriento en cinco años, The Master parece referirse tanto a su protagonista, el sinuoso y carismático líder de una secta religiosa de comienzos de los años ’50, como a su propio director, un cineasta de unas ambiciones wellesianas, dispuesto a filmar la obra definitiva –y definitoria– sobre los fundamentos económicos y morales de su país.

Como en On the Road –adaptación de la novela de Jack Kerouac que filmó el brasileño Walter Salles y también está aquí en Toronto–, The Master se inicia en la inmediata posguerra, cuando los Estados Unidos veían regresar a sus combatientes y apenas tenían para ofrecerles una incipiente sociedad de consumo, que no todos estaban dispuestos a aceptar. Pero a diferencia de la tímida, pusilánime versión del inmenso libro de Kerouac, el film de Anderson, ya desde su formato (fue rodado en el anacrónico deslumbrante 70 mm, el mismo de Doctor Zhivago o Lawrence de Arabia), se proclama épico, aunque durante sus casi dos horas y media de relato apenas si se ocupe de dos personajes.

¡Pero qué dos personajes! Uno es la mezcla de pastor evangelista, filósofo de entrecasa, médico sin título e hipnotista, un farsante que ha creado su propia “Causa” y es el primero en creer en ella, arrastrando tras de sí a toda una comunidad de fieles (hay quien ha visto en esta consagratoria caracterización de Philip Seymour Hoffman al creador de la Cienciología, L. Ron Hubbard). El otro es un veterano recién llegado del infierno del Pacífico (Joaquin Phoenix, más Brando que nunca), un ex oficial de la marina con severos desórdenes psicológicos y que se convierte para el “Maestro” en su discípulo y conejillo de Indias. A él se empeñará en salvarlo –del alcoholismo, del desamor, de la locura– ese Maestro de pacotilla, pero capaz de crear tras de sí toda una feligresía dispuesta a enfrentarse a las fuerzas vivas del país.

En este choque de voluntades se repite un poco el enfrentamiento entre el predicador evangelista y el pionero de Petróleo sangriento. Pero más allá de este paralelismo lo que está en juego en ambos films son los fundamentos de la sociedad norteamericana. Aunque ambientada a fines del siglo XIX, Petróleo sangriento parecía referirse a los Estados Unidos de la era Bush: aquellas fuerzas otrora antagónicas –el fanatismo religioso, el brutal negocio del petróleo– que en la visión de la película habrían sentado las bases del país, aparecían, un siglo después, sintomáticamente aliadas bajo un mismo signo. En The Master, la desorientación psicológica y moral de los soldados que regresaban de una guerra que simulaba no haber tenido consecuencias en el frente interno no deja de tener una correspondencia con aquellos que hoy vuelven de Afganistán y terminan suicidados o cooptados por cienciologías que prometen curar heridas para las cuales nadie parece tener remedio.

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Argo amenaza con ser una de las candidatas en la próxima ceremonia de los Oscar.
 
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