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Miércoles, 12 de septiembre de 2012

CINE › ENTREVISTA A ULISES ROSELL Y A JOHN PALMER, POR SU FILM EL ETNóGRAFO

“Sirve para abrir una ventana hacia la problemática wichí”

La nueva película del director de Bonanza tiene como uno de sus protagonistas al etnógrafo inglés, que en 1998 se estableció en el Norte argentino y se transformó en una suerte de asesor todoterreno de la comunidad de Lapacho Mocho.

 Por Diego Brodersen

“Los wichís están apretadísimos. Su cultura no tiene prácticamente espacio para respirar. Todo tiende a encubrir, a desdibujar y a negar su existencia.” El que habla es John Palmer, etnógrafo de profesión. Nadie puede acusarlo de opinar desde un lugar cientificista, frío o distante. Mucho menos desde el desconocimiento, ya que este caballero británico, que habla el español con una dicción cercana a la perfección, conoce la situación del pueblo wichí desde el año 1973, en ocasión de su primera visita al Chaco salteño. Palmer viajó de Oxford a Salta –y viceversa– en muchas oportunidades a lo largo de las dos décadas siguientes, hasta que en 1998 se estableció definitivamente en el Norte de nuestro país, transformándose en una suerte de asesor todoterreno de la comunidad de Lapacho Mocho. Más allá de la breve visita a Buenos Aires con la excusa del estreno de El etnógrafo, la nueva película de Ulises Rosell que lo tiene como uno de sus protagonistas, Palmer vive actualmente en Tartagal junto a su mujer, Tojueia, y sus cinco hijos, fruto de un relación multicultural y trilingüe que se impone como la más rotunda refutación de la imposibilidad de una convivencia armoniosa entre culturas diversas.

El director de Sofacama y Bonanza admite que el origen de El etnógrafo –que se estrena mañana en el cine Gaumont y en el Malba– fue absolutamente fortuito. “Con John nos conocimos hace algunos años, filmando una serie de programas para la señal Encuentro sobre pueblos originarios, en la zona del Chaco salteño y Formosa. Uno de los antropólogos que nos asesoraba, Federico Bossert, nos comentó acerca de este señor inglés, una verdadera personalidad, que era indispensable conocer. Al encontrarnos, la seducción fue inmediata. Allí surgió el germen del proyecto, aunque la forma de la película terminada fue algo que apareció luego de un largo proceso. En esa serie para la televisión hubo un capítulo en el que John nos asesoró y además apareció como entrevistado.” Ese episodio estaba dedicado al caso de Qatú, un wichí acusado de abusar de una menor de edad. El punto de vista de las leyes del Estado argentino entra en franca contradicción con la cosmovisión de Qatú y la de su pueblo: mujer es toda aquella que ya ha menstruado. La situación procesal de Qatú, que al final del montaje del documental continuaba detenido –actualmente disfruta de los beneficios de la excarcelación, luego de siete años de detención sin juicio– fue uno de los puntos de partida a la hora de encarar el núcleo narrativo del film.

–¿Fue muy largo el proceso de rodaje?

Ulises Rosell: –Poco menos de dos años. Fueron tres viajes de quince días cada uno de ellos. Hay que tener en cuenta que el Chaco no te deja trabajar todos los días. Es muy desgastante el tema de los traslados, el clima. El etnógrafo fue tomando forma a medida que íbamos avanzando. Por supuesto, había una hipótesis, un punto de partida respecto de lo que iba a ser la narración, pero es en ese momento que empiezan a suceder cosas. Por ejemplo, yo suponía que el juicio a Qatú iba a ocurrir y que esas imágenes formarían parte de la película. Pero lentamente esa historia legal comenzó a ser un fragmento menor de muchos otros temas que se aglutinan detrás de su detención. Creo que ése es otro detalle de una gran unidad, que es la invasión de la cultura occidental y del Estado argentino, que adopta diferentes formas. Una de esas formas, con terribles consecuencias personales, implica por ejemplo detener a un tipo por sus elecciones y su forma de vida. Otra es hacernos los boludos cuando una empresa entra a territorios de la comunidad y no arbitrar, dejar que se cuele y ver qué pasa después.

–La película tiene varios niveles: uno personal, incluso íntimo, y otro colectivo. Por otro lado, la figura de John Palmer funciona a veces como un intermediario entre culturas y en otras ocasiones es el evidente sujeto central del film.

U. R.: –Siempre pensé la película en términos de dos grandes relatos. Por un lado, el que tiene que ver con lo social, donde el choque cultural genera violencia. Por el otro, la parte íntima, donde el encuentro cultural es una historia de amor, en la cual un hombre conoce a una mujer, se enamoran, forman una familia y tienen cinco hijos, eligiendo hacerlos partícipes de la cultura de cada uno de ellos y de la cultura en la cual eligieron vivir, que es otra distinta. Creo que en el film siempre está presente el tema de lo intercultural.

–¿Fue difícil el rodaje de las escenas más íntimas, aquellas que reflejan la vida cotidiana, la convivencia familiar?

U. R.: –Siempre se lo planteó como un trabajo, más allá de la buena relación y la armonía entre el equipo y la familia de John. Existe siempre un desgaste cuando metés una cámara en una casa muchos días, durante varias horas. Hay que tener el recaudo de saber cuándo te tenés que retirar y hasta dónde podés pedir. Sabíamos que a determinada hora los chicos se quedaban solos y que muchas veces John no estaba en la casa; allí se daba un tiempo diferente de la familia. Era muy interesante el momento en el cual Tojueia quedaba sola con los chicos. De hecho, ése fue el germen de Tojueia como personaje en la película. Por otro lado, ella no se expresa muy bien en español, lo entiende, pero le cuesta expresarse. Por eso le pedimos a su marido que le hiciera algunas preguntas personales. John nos decía que él nunca le había preguntado cómo había sido su educación o su infancia. Es muy diferente a lo que nos pasa a nosotros: uno encuentra a su pareja y al poco tiempo ya conoce todas las anécdotas de la infancia del otro, como una radiografía minuciosa. En este caso, delante de cámara, Tojueia le contaba a John y a nosotros muchas cosas por primera vez. Es una de las escenas más íntimas de la película y creo que ése es uno de sus hallazgos. Otro ejemplo es la escena en la que le ponen el nombre a su hijo pequeño, una de mis preferidas. Los wichís eligen el nombre de sus hijos tiempo después del nacimiento, a diferencia de nosotros. El nombre de un wichí incluso puede cambiar con los años. Ciertas cosas que parecen esenciales para definir nuestra identidad, como el nombre, la edad, el número de documento... creo que eso se cuestiona en la película, vemos gente que vive de una manera completamente diferente, donde alguien puede decir “yo ya no soy más el que tenía ese nombre, porque ahora soy una persona diferente”.

John Palmer: –Para nosotros fue muy grata la presencia de Ulises y del equipo, porque son gente que está sinceramente interesada por las cuestiones wichís. Al mismo tiempo no se imponen con prepotencia. Personalmente, por supuesto, tenía interés en la película como medio para abrir una ventana hacia la problemática wichí. El registro documental es muy diferente al típico informe de noticiero, donde se entrevista al indígena fuera de su ámbito, cuando está haciendo el corte de ruta o protestando.

U. R.: –Es muy difícil correr al espectador de ese lugar, en el sentido de que generalmente espera que se le presenten situaciones de conflicto. El de la denuncia es un canal de comunicación muy transitado, y el que genera ese tipo de productos ya sabe qué hacer para lograr el efecto de indignación en el espectador. Por cierto que la denuncia cumple una función, que es poner un tema en la agenda pública, pero el hecho de que un sujeto sea convocado cuando está bajo presión, lo reduce de una forma tremenda. A la villa miseria también se va a hacer la película social, de denuncia. Pero lo interesante es transformar al sujeto de denuncia en sujeto de relato. Lo bueno está en buscar la identificación, la evocación de algo desde lo emocional. Esa es la verdadera fuerza del cine, más allá de la información dura que se pueda transmitir.

–¿Cree que existe una continuidad entre Bonanza, su film de 2001, y su última película? Los personajes tienen muchas diferencias.

U. R.: –Las películas son diferentes porque los personajes son distintos, pero mi método de trabajo es el mismo. Para mí es importante crear sobreentendidos, una suerte de pacto que no está escrito en ningún lado, que ni siquiera ha sido verbalizado. Todos en el equipo entendemos qué forma y qué no forma parte de la película. Es algo que me sale naturalmente, algo cercano a la etnografía, un registro de costumbres y particularidades que hacen a la individualidad de cada persona.

–Señor Palmer, el choque de culturas tiene un ámbito legal, otro cultural y social. ¿Existe alguna solución para esta compleja problemática?

J. P.: –Hay una legislación diseñada para resolver este tipo de situaciones. La garantía del respeto a la identidad cultural y étnica está reconocida por la Constitución. El problema es cómo se interpreta en la práctica, porque sigue habiendo normas que no se condicen con la cultura indígena, normas que en muchos casos coinciden con criterios, parámetros y preceptos internacionales. Por ejemplo, los derechos del niño, que desconocen por completo la posibilidad de un matrimonio como el de Qatú. En el mundo wichí esto es algo cotidiano, ya que la edad de la esposa no se determina a partir de edades cronológicas, que ellos no manejan (no tienen un registro numérico de la edad), sino por el desarrollo biológico. Otro caso, por ejemplo, es el de la relación matrimonial múltiple, la poligamia. En la cultura wichí no hay ningún impedimento, ni para el hombre ni para la mujer, siempre y cuando haya armonía y paz social en la comunidad. ¿Cómo se resuelven esas situaciones? Esa es la gran pregunta. Habría que llevar estos temas a la ONU y golpear las puertas, para hacerles saber que hay derechos consuetudinarios y que ellos, con sus tratados internacionales, están provocando situaciones de mucho sufrimiento para los pueblos indígenas.

–No ve usted entonces una solución a la vista, más allá de las buenas intenciones.

J. P.: –La tolerancia que se explicita en palabras suele no ser profunda. Se puede legislar y decir que se respetan derechos e identidades, pero son cosas declarativas, no compromisos serios. En estos días, incluso, hay situaciones que considero graves, como la posible reforma del Código Civil, que amenaza con quitar los pocos derechos que los indígenas adquirieron con la última reforma de la Constitución nacional, en la cual se les reconoce la posesión y propiedad de territorios. Con la reforma se los limitaría a la posesión de inmuebles rurales con titularidad de la comunidad, pero eso no incluye territorios intercomunitarios. En la realidad no existen las comunidades aisladas, cada una es miembro de un grupo de comunidades que están orgánicamente vinculadas. Obviar esa interconexión es como quitar un tubo de oxígeno, tanto en lo social como en lo territorial. Las tierras mismas no pueden mantener su ecosistema si se las parcela. Habría que reconocer la existencia de los pueblos originarios como personas jurídicas, no fragmentarlos en comunidades aisladas.

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“Lo interesante es transformar al sujeto de denuncia en sujeto de relato”, sostiene la dupla.
Imagen: Arnaldo Pampillón
 
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