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Sábado, 20 de abril de 2013

CINE › CONCLUYO LA COMPETENCIA ARGENTINA Y HOY SE ANUNCIAN LOS PREMIOS

Un trío de ases para la recta final

Antonio Gil es tanto un documento antropológico como una muestra de devoción. Beatriz Portinari propone un retrato de la escritora Aurora Venturini. Y Habi, la extranjera se anima a jugar con los límites entre identidad y extranjería.

 Por Juan Pablo Cinelli

El Bafici gasta los últimos días del rito anual que ofrece, en un mismo espacio, una muestra amplia del mejor cine. Y la competencia nacional se ha reservado para el final tres títulos que reúnen altos niveles de interés y calidad en diversos sentidos. Dos de ellos son documentales. Por un lado, Antonio Gil, de la correntina Lía Dansker, se sumerge en la leyenda del Gauchito Gil, uno de los patronos extraoficiales de la fe local. Y lo hace de un modo que sorprende, tanto por sus méritos estéticos como por la riqueza de su contenido.

El film de Dansker es básicamente una sucesión de detallados y largos planos secuencia que recorre las inmediaciones del santuario del popular santito en la localidad de Mercedes, provincia de Corrientes, durante la celebración del día de su festividad. Para ello, la directora, devota del Gauchito, viajó hasta ahí junto a su equipo de rodaje todos los 8 de enero durante diez años, del 2000 en adelante, para conseguir esos planos, tomados antes, durante y después de los festejos. Pero lo más notable son los testimonios con los que va construyendo una narración que ayuda a conocer la historia del personaje, que incluyen desde estancieros y ex intendentes hasta viejos pobladores de la zona, algunos centenarios. O eso permiten imaginar sus voces, porque el film no pone en escena ni una sola cabeza parlante. Sólo interminables filas de personas ataviadas de rojo, el color del Gauchito, o el campo devastado y sucio del día después. Puede decirse que en Antonio Gil coexisten al menos dos narraciones que corren en paralelo: el relato visual y el oral. Como el cine no es un espacio newtoniano, acá las paralelas pueden tocarse. O bien coincidir, si se las mira desde el ángulo correcto, para poder ver una a través de la otra, corriendo en sincronía. La imagen que se obtiene de esa superposición es la de un conjunto de ritos populares que expresan con abrumadora claridad el modo en que se construye la tradición y la identidad de un pueblo. En ese sentido, Antonio Gil es a la vez una muestra de devoción y un interesante documento antropológico hecho cine.

El otro documental es Beatriz Portinari, de Agustina Massa y Fernando Krapp, cuyo objeto de observación es un sujeto, y uno bastante particular: la escritora Aurora Venturini. Ella es un personaje de los que ya no existen, una habitante del pasado que nunca se enteró (¿o sí?) que el tiempo (la muerte, diría ella) la fue dejando quedarse. El relato en off de la primera secuencia deja bien claro que a partir de ese momento, y por todo lo que dure la película, el mundo se volverá una jaula extraña. Esa voz, que es la de Rosario Bléfari, cuenta que hace un tiempo los editores de una revista le pidieron a Venturini un texto donde recordara sus primeros días trabajando junto a Eva Perón en los centros de recuperación juvenil. Ella promete enviar el texto por correo. Al tiempo, los editores reciben su respuesta: el artículo enviado se titula “La venganza de los signos de puntuación” y su texto carece por completo de ellos. Y, por supuesto, no dice una sola palabra sobre Evita ni sobre aquel trabajo que debía recordar. Así es Aurora Venturini, escritora tardíamente reconocida, cuando ganó en 2007 el concurso de novela organizado por Página/12 por su libro Las primas (bajo el seudónimo “Beatriz Portinari”). Y así es también este documental, suerte de gran relato construido a partir de las mil y una fantasías juguetonas de la escritora y su caprichosa forma de narrar (y tal vez entender) la realidad. Entre los inesperados relatos de Venturini hay espacio para uno en donde declara su amor por un duende goleador llamado... ¡Lionel Messi! Un banderín y un almanaque de Estudiantes de La Plata (ciudad en la que vive) tampoco están aquí fuera de lugar. Aunque la puesta del film es tan correcta como convencional, su valor más precioso es el de no revelar su truco. De ese modo, nunca se sabrá qué hay de cierto en las historias de arañas lectoras, en los recuerdos que le traen sus fotos viejas o en los exorcismos que relata Aurora. De lo que no cabe duda es que Venturini es un personaje al que la literatura argentina necesita reconocer y el cine se ha encargado de eso en este poético y entretenido acto de justicia.

Por último, un film de ficción pura. Habi, la extranjera, de María Florencia Alvarez, es la historia de una chica de pueblo que llega a Buenos Aires por trámites familiares. En medio de eso queda fascinada con una celebración musulmana que se celebra en una de las casas a las que debe ir. “El extranjero debe tomar del lugar al que llega lo mínimo para sobrevivir”, dice el imán durante el servicio. Y ella, encantada por ese mundo extraño que se abre ante ella, decide quedarse en la ciudad y hacerse pasar por una chica de familia libanesa. Este acto de Habi (el nombre que ella adopta para su nueva vida) no es muy diferente del que hacen otros chicos cuando devienen punks, heavies o floggers: apenas una pirueta en busca de un lugar propio. En este caso, la cultura musulmana representa el paradigma de la otredad, lugar antipódico al que es preferible entrar antes de seguir siendo quién se es. Habi, la extranjera es un relato eficiente aun cuando coquetea, afortunadamente sin caer, con los abismos de las historias de superación con moraleja. Gran trabajo de la cada vez mejor actriz Martina Juncadella.

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Antonio Gil, de Lía Dansker, un documental en el que las paralelas no sólo se tocan, también se cruzan.
 
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