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Martes, 9 de julio de 2013

CINE › VRINDAVANA, UN DOCUMENTAL NO CONVENCIONAL DE ERNESTO BACA

En busca de la ciudad de Krishna

Criado en Florencio Varela sin puntos de contacto con la cultura hindú, el director se fue acercando a esa cosmovisión filosófica y religiosa. Y plasmó sus inquietudes en una película que registra la vida y los rituales en esa ciudad india, pero alejándose del cliché occidental.

 Por Andrés Valenzuela

“Una vez nos fuimos a caminar por el Ganges, subimos a un bote y encontramos cosas súper asombrosas, ahí entendimos que cuando nos desprendimos de nuestras búsquedas personales, las cosas empezaban a llegar a nosotros mucho más fluidamente”, explica Ernesto Baca la producción de Vrindavana, su octavo largometraje, en que retrata la vida en esa ciudad religiosa hindú. Vrindavana se exhibe los martes de julio a las 20 en el Centro Cultural Borges (Viamonte y San Martín) y –vale advertirlo– desde la organización piden a los espectadores quitarse el calzado antes de ingresar en la sala.

“Cuando uno va al cine acepta condiciones: estar sentado en una butaca, comer pochoclos, la señora que hace comentarios, el que la hace callar”, explica Baca a Página/12. “Entonces como en el espacio de Experiencias en escena podemos hacer una puesta diferente, buscamos algo con la temática de la película. Los espectadores sentirán el piso bajo sus pies y el aroma del incienso en el ambiente mientras transcurra la hora y media de película”, señala Baca. Un modo de entrar en sintonía con los templos y lugares de peregrinaje que recorre la cámara, y con el hacer cotidiano de esa ciudad que se encuentra a 100 kilómetros de Nueva Delhi.

–¿Cómo llegó a interesarse por la ciudad?

–Más que la ciudad, por la India. Siempre me despertó bastante interés, sobre todo cuando era muy pequeño. Cantaba “ohmm” y no sabía qué era. Mi familia, nada que ver. Es una familia de clase media trabajadora de Florencio Varela. Soy un chico del conurbano varelense, entonces nunca sabían de dónde salían esas ideas naturales para mí, sobre el mundo espiritual. Cuando fui más grande advertí de dónde provenían y con el tiempo fue madurando la idea de realizar un viaje, de encontrarme con la vida cultural de la India. Más que nada con la espiritualidad y esa cosa del encuentro cotidiano con el mundo sagrado. Hasta que surgió armar el proyecto, presentarlo al Incaa y tuve la suerte de que aprobaran una película con una propuesta tan arriesgada como ésta.

–¿Qué distingue a Vrindavana, entonces? ¿Por qué elegirla por sobre otros lugares sagrados?

–Básicamente, en este lugar nació una encarnación de Vishnu, o Dios, que se llama Krishna. Lo particular es que según las escrituras Krishna no saca un paso de Vrindavana, entonces hay unos pasatiempos que él realiza en ese lugar, sobre todo en una etapa de adolescencia. Manifiesta una serie de actividades con las cuales trata de reentablar muchos aspectos del verdadero mundo espiritual. Entonces los hindúes van a tratar de tomar percepciones de lo que él ha dejado.

–¿Cómo es la vida cotidiana ahí?

–Dicen que la ciudad es un lugar fuera del tiempo. Y vos llegás y notás que la gente está como en otro lado. Sí, leen los diarios, pero están en otra frecuencia. Van a practicar yoga, a meditar, muchos van a pasar ahí los últimos días de sus vidas. Es un lugar muy fuerte donde lo que uno siente es un despojo de la vida material. Yo iba muy preparado, pero de repente fue como un cachetazo. Si vos estás en una manifestación piquetera y sentís esa energía de la que no podés escapar, en Vrindavana sucede lo mismo. Imaginate rodeado de devotos, gente meditando, santos que viven de la limosna en la calle.

–La película elude las explicaciones narradas en off y la estructura de un documental tradicional. Es más un retrato antropológico, ¿por qué?

–Hay mucho de eso y también de percepción de la conciencia. Así como un pintor pinta su cuadro y te transmite un estado de conciencia, que vos no tenés que entender, yo intentaba abordar el documental desde el mismo punto de vista. Plasmar nada más las sensaciones que llegan a través de las vivencias, los paisajes, los animales, la gente, el acontecer diario de tres jornadas que no están delimitadas.

–Esta elección exige prestarle mucha atención al sonido ambiente, que se oye de modo muy particular. ¿Cómo lo trabajó?

–Ahí hay una construcción que pudimos hacer con Emiliano Biaiñ, que fue el encargado de sonido directo que viajó conmigo a la India. Hubo una premisa de trabajar dos puntos de vista. Uno sonoro y otro visual. Yo no quería que él estuviera tomando los sonidos desde el lugar mismo donde se suponía que la cámara estaba filmando. El método más tradicional es que yo estoy filmando, hacés de cuenta dónde está el que está mirando y ponés el micrófono ahí. Lo que le dije fue “andate lejos, tomá el registro que mejor puedas desde otro punto de vista”. Me parecía que esa distancia entre lo auditivo y lo visual construye otro espacio. Permite tener dos puntos de vista. No es un sonido construido desde el realismo. Luego está el entramado sonoro, el registro, que armamos con Gaspar Scheuer, que buscamos que se sostenga por sí mismo. Editamos como un long play que es casi independiente de lo que se ve. Si vos lo escuchás, lo podés sostener por la rítmica, por cómo se construyen los espacios.

–También hay momentos de silencio.

–Sí. O, por ejemplo, en la parte del Festival de Colores a mí me gustaban tanto las imágenes que no quería ningún sonido detrás. En ese tramo se escuchan cosas muy puntuales. Ahí construimos una banda de sonido que no se corresponde con el directo, sino con algo que hicimos en estudio.

–En el recorrido abundan las miradas a cámara de la gente. ¿Cómo era llegar y plantar la cámara? ¿Cómo era el trato con la gente?

–Muchas veces sucede que si alguien mira a cámara pone en evidencia el artilugio. En la India con cierta gente nos sucedía todo lo contrario. Nos estábamos filmando y se nos quedaban mirando como si estuviéramos detrás de la cámara, como contemplándonos ellos a nosotros. Al principio pensábamos: “Qué raros que son”. Pero claro, los raros éramos nosotros. Que apareciéramos en un campo, en el medio de la nada, con gente trabajando, haciendo sus tareas, a filmar, realmente a ellos les llamaba muchísimo la atención.

–¿Sufrieron algún rechazo o resistencia?

–No, en ningún momento. Porque ellos tienen una forma de poder captarte las intenciones con las cuales vos estás yendo. Sé de muchísima gente que trató de filmar en un montón de lugares o situaciones y la gente les cerró las puertas. Y nosotros íbamos con respeto por todos los lugares y ellos nos llamaban, abrían las puertas de su casa o de un templo, que por ahí no se lo abren a cualquiera.

–Eso es difícil de prever. ¿Cómo se plantearon la producción?

–Teníamos recorridos establecidos, porque el proyecto fue escrito sabiendo qué rituales se ejecutan en cada lugar. Eso te facilita una puesta en escena, dónde poner la cámara. En ese sentido la película está escrita como un recorrido de espacios. Pero cuando nos dimos cuenta de que era imposible planear algo con nuestra mente occidental en este contexto completamente empapado de una conciencia espiritual, abandonamos la idea de forzar registros y nos dejamos fluir y ver qué pasaba.

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Vrindavana va los martes en el Centro Cultural Borges.
 
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