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Jueves, 3 de octubre de 2013

CINE › GUSTAVO FERNáNDEZ TRIVIñO Y SU DEBUT CON DE MARTES A MARTES

Dos películas dentro de una

Operador en decenas de largometrajes, Fernandez Triviño se estrena como director con De martes a martes, una película protagonizada por un gigante de 120 kilos, sin experiencia actoral, que sin embargo fue premiado en Huelva y Mar del Plata.

 Por Oscar Ranzani

Recibido hace dieciséis años en la escuela de cine Cievyc, Gustavo Fernández Triviño tiene una amplia experiencia como operador técnico: trabajó en alrededor de setenta largometrajes. Pero nunca había podido dirigir. Ese sueño se le cumplió a los cuarenta años. Y lo concretó con un film –De martes a martes, estreno de hoy en Buenos Aires– que despertará más de un debate sobre la ética de las decisiones de su protagonista. En diálogo con Página/12, el flamante director reconoce que no podía acceder a filmar una película porque “para un operaprimista que no lo conoce nadie es muy difícil poder filmar la primera”. Por eso, trabajó tanto tiempo detrás de una cámara como técnico. Pero todo tiene su recompensa: después de golpear muchas puertas con el guión, Lita Stantic leyó el texto y, si bien le comentó que ella estaba con otros proyectos y no podía ser la productora, le sugirió presentarlo en el concurso de Operas Primas del Incaa porque le veía chances de ganar el concurso. Incrédulo del sistema de evaluación, Fernández Triviño lo presentó y en 2009 ganó el concurso. “El guión estaba escrito para ser filmado con cinco gatos locos detrás de cámaras y pocos actores. A partir de que el proyecto ganó, me puse a reescribirlo, siempre austeramente porque tampoco era un dineral de plata, pero lo pensé para hacer una película más elaborada y no tan austera como era antes”, cuenta el director que en estos días está en Madrid presentando el film en el ciclo ArgenCine.

Planteada como dos películas en una, De martes a martes tiene una bisagra que la divide de esa manera. En la primera mitad del film, Fernández Triviño presenta al personaje principal, Juan Benítez, un hombre amante de las pesas, con un cuerpo trabajado que parece el típico “ropero”. Benítez está casado y convive con su mujer y su hija, pero la plata no le alcanza para transformar en realidad su deseo de tener un gimnasio propio y dejar la fábrica textil, donde el dueño y los compañeros lo ningunean. Es que Benítez es un tipo de pocas palabras, un hombre parco. Hasta que una noche, volviendo de su trabajo, es testigo de una violación. Pero Benítez no se mete ni grita y, entonces, se verá en la encrucijada de optar por el silencio cómplice o el compromiso de decir la verdad. Uno de los méritos de la película reside en la encarnación de Benítez que realiza Pablo Pinto, un desconocido hasta ahora en el mundo de la actuación a quien el cineasta conoció casi por casualidad. Pinto no sólo no desentona, sino que se luce al lado de importantes actores como Alejandro Awada, Daniel Valenzuela y Roly Serrano.

–¿El film es una conjunción del género dramático con el de suspenso?

–Yo creo que hay dos películas dentro de una. Hasta la violación hay una y, a partir de ese giro dramático, hay otra. En la primera parte no hay música, la cámara está siempre detrás de la vida de Juan y no sabemos de qué va la película. Son cuarenta minutos detrás de la vida de Juan y lo único que yo buscaba era no caer en el “bodriometraje” de aburrir al espectador. Y busqué que mientras fuera pasando la vida de Juan, le fueran sucediendo cosas y que el espectador se ponga del lado de Juan, que lo quiera, que entienda sus necesidades, que entienda el trabajo de mierda que tiene en la fábrica, su pasión por la musculación y su necesidad de ganar plata haciendo horas extras como patovica para comprarse su gimnasio. Y a partir de la violación, la película toma otra velocidad, empieza la música, el montaje es más dinámico y el espectador ya sabe de qué trata la película. La idea era que cuando llegue la violación, ese espectador que estaba emparentado con Juan cambie. Y por la experiencia de haber circulado con la película por treinta y dos festivales, las sensaciones que tienen los espectadores, desde Alemania a la India, es siempre la misma: están con un nudo en la garganta, con impotencia, con preguntas y con muchas lecturas posibles de la peli.

–Es que se trata de una historia universal...

–Sí, la verdad es que es algo que no sucede solamente en la Argentina, sino en todo el mundo. Yo fui a Alemania, donde parece que todo funciona y cuatro días antes de la proyección a una chica la hicieron mierda y la dejaron tirada en cualquier lugar. Es una cagada, pero es una realidad que nos toca.

–¿Cómo incide en este hombre la humillación de sus compañeros de trabajo?

–Es indiferente a todo tipo de burlas, a todo tipo de agresión en el trabajo, ya sea en la fábrica o en la puerta del boliche. Por todos los lugares donde va Juan, lo van molestando y él es indiferente a todo. Juan es un tipo que va comiéndose todo.

–¿Cómo conoció a Pablo Pinto y por qué lo eligió para ser protagonista sin que tuviera experiencia como actor?

–Yo daba clases de Jiu-jitsu y uno de mis alumnos tenía ese físico. Le ofrecí hacer ese papel, pero él finalmente se recibió de abogado y no pudo actuar. Entonces, empecé a buscar a alguien que podría llegar a dar con el físico de Juan, pero no hay actores gigantes, patovicas, con mirada amenazante, de cuarenta años. O yo no los conocía. Entonces, sabía que iba a caer en un no actor. Empezamos a buscar, pero no encontrábamos a nadie. Hasta que la directora de arte, Lola Sosa, me dijo que había trabajado en una peli y que el hermano del director de ese film podía llegar a andar. Lo llamé a Pablo Pinto y quedamos en encontrarnos en un bar. Ese día llovía un montón, y a los diez minutos llegó él corriendo, encapuchado para cubrirse de la lluvia y del frío. Todos se dieron vuelta y pensaron que venía a robar. Y yo lo miré y dije: “O este tipo afana el bar o va a ser el actor de la película”. Y terminó siendo el actor.

–¿Y cómo trabajaron la transformación física del personaje?

–El pesaba 91 kilos y estaba armadito. Le dije que leyera el guión, que íbamos a filmar en seis u ocho meses cuando nos dieran la plata del premio. También le dije que se pusiera de nuevo a hacer fierros y a hacer una dieta con proteínas, carbohidratos, carnes. El proyecto se demoró desde el 2009 al 2011, cuando recién pudimos filmar. Entonces, estuvo haciendo fierros, siguió la dieta y subió 29 kilos. Por suerte tuvo su recompensa: ganó como Mejor Actor en el Festival de Mar del Plata y también en el de Huelva.

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“Lo único que buscaba era no caer en el ‘bodriometraje’”, dice Triviño de la primera mitad de su film.
 
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