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Jueves, 17 de julio de 2014

CINE › EL COLOR QUE CAYó DEL CIELO, NOTABLE DOCUMENTAL DE SERGIO WOLF

El universo para explicar lo terrenal

Con referencias a Lovecraft pero a la vez con una saludable carga de ideas propias, la película de Wolf parte de un fenómeno natural para meterse en asuntos de innegable carnadura humana. Y rinde especialmente en el retrato de personajes que contrastan entre ellos.

 Por Juan Pablo Cinelli

Como una puerta de entrada desvergonzadamente abierta, Sergio Wolf bautizó a su nueva película con el mismo título de uno de los relatos más conocidos de H.P. Lovecraft, “El color que cayó del cielo”, una decisión que condiciona de entrada a quienes paguen para verla (desde aquí se sugiere hacerlo). Una provocación, además, en tanto pone en evidencia los puntos de contacto entre ambos objetos, pero también obliga a realizar el esfuerzo de no anclar sobre esa referencia única, intentando ir más allá de lo obvio. Porque si bien ambos relatos tienen sensibles puntos de contacto, el film de Wolf desarrolla una búsqueda propia. Que el original sea una ficción, un cuento de horror fantástico y el film, en cambio, un documental, es uno de esos puntos donde la brecha entre cuento y película se ensancha. Pero el desarrollo cinematográfico se encarga de relativizar esa distancia aparente.

El comienzo mismo de la película, de hecho, podría ser una adaptación casi literal del inicio del cuento de Lovecraft. “Al oeste de Arkham se alzan colinas selváticas y hay valles con bosques profundos en los cuales jamás ha resonado el ruido del hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan de manera fantástica, entre los que discurren estrechos arroyitos que nunca han sido sorprendidos por el reflejo del sol.” Ubicada en un punto elevado y moviéndose con suavidad de izquierda a derecha –el mismo sentido en que se lee en Occidente–, la cámara de Wolf va revelando un amanecer que de a poco ilumina a una pequeña ciudad que se aprieta contra la orilla de un río. Es probable que el monte boscoso que la rodea haya sido selva alguna vez y la música que acompaña las imágenes remite con astucia a las películas de ciencia ficción clase B de los años ‘50, completando una atmósfera que no ayuda a dejar de pensar en Lovecraft. Pero no se trata de Arkham: a modo de primitivo GPS, uno de esos carteles verdes de señalización vial revela un punto exacto. Esa pequeña ciudad es Gancedo, al sur del Chaco, muy cerca del Parque Provincial Pigüem N’Onaxa, conocido popularmente como Campo del Cielo, una región en la que hace más de cuatro mil años impactó una lluvia de meteoritos metálicos.

El color que cayó del cielo, la película, resulta una rareza: un western documental sobre buscadores de tesoros en el que no faltan ni los gringos (los buenos y los malos) ni los indios inocentes, ni el sheriff ni los cuatreros, y cuya trama gira en torno de una peculiar fiebre del oro. Literalmente. Porque es cierto que uno de los personajes que alimentan la historia es Bill Cassidy, científico de apellido ilustre en materia de westerns al que qoms y mocovíes llamaban “el gran indio blanco”, más preocupado por revelar los efectos del impacto de esos trozos de cielo al caer sobre la Tierra que por el objeto en sí mismo. Pero también están Miguel Rubín de Celis –explorador español del siglo XVIII que buscaba meteoritos por el valor metálico, ignorando su origen cósmico– y Bob Haag, suerte de Indiana Jones chanta, pícaro y peligroso, un moderno saqueador que se llama a sí mismo Meteorite Man y a quien se define como el mayor traficante de aerolitos del mundo. Pronto queda claro que Wolf es otro eslabón en la cadena de exploradores que, cada uno a su modo, viven obsesionados con esos fragmentos del universo caídos en desgracia. Tanto Cassidy como Haag son grandes hallazgos del film, dos personajes soberbios que representan bien la oposición entre bien y mal que es propia de las películas del Oeste. Sin embargo, el mayor mérito en ese sentido consiste en crear la idea de que no se trata personajes autónomos, sino de una entidad única partida en dos: el científico y el loco, Jeckyll y Hyde, el Jano de las dos caras. Un monstruo digno de Lovecraft.

Pero el acierto más grande del documental consiste en entender cada hecho como parte de un cosmos, de una trama que excede lo anecdótico para llegar al centro de la cuestión humana. En ese sentido resulta pariente cercano de Nostalgia de la luz, documental del chileno Patricio Guzmán que relaciona los observatorios astronómicos del desierto de Atacama con los desaparecidos de la dictadura pinochetista. Wolf realiza una operación de alguna manera análoga, ligando los meteoritos a la construcción mítica de qoms, mocovíes y wichí, pueblos originales de la región, cuya comprensión del mundo resultó marcada por la milenaria lluvia de fuego, que al arrasar con la selva chaqueña se convertía en uno de los relatos de origen de aquellas culturas. Sin llegar a las luminosas revelaciones que Guzmán expone en su película, Wolf consigue que El color que cayó del cielo sea el registro fílmico de la energía liberada por el choque de dos cosmovisiones irreconciliables que todavía tienen pendiente aprender a convivir.

8-EL COLOR QUE CAYO DEL CIELO

Argentina, 2014

Dirección y guión: Sergio Wolf

Fotografía: Fernando Lockett

Música: Gabriel Chwojnik

Duración: 73 minutos

Estreno: Arte Multiplex Belgrano (Av. Cabildo 2829) y BAMA Cine (Diagonal Norte 1150)

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El director opera como otro eslabón en la cadena de exploradores del fenómeno caído del cielo.
 
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