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Jueves, 26 de marzo de 2015

CINE › VICIO PROPIO, ESCRITA Y DIRIGIDA POR PAUL THOMAS ANDERSON

Cómo respetar los párrafos de Pynchon

Joaquin Phoenix y Josh Brolin, entre otros, se lucen en una película que asume el desafío de trasladar una compleja obra literaria al cine: al cabo logra un vuelo propio que la independiza de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia.

 Por Diego Brodersen

Una “primera vez” esperada con ansiedad y algo de miedo por los lectores de Thomas Pynchon, Vicio propio lleva a la pantalla la letra impresa del autor de El arco iris de gravedad con respeto, imaginación y una necesaria dosis de autoconfianza. Inherent Vice tal vez sea la novela más trasladable (más “filmable”) de todas las escritas por Pynchon, pero ello no implica necesariamente que la historia de Doc, Shasta y Bigfoot –su tono, esa enorme personalidad, sus recovecos y resonancias– fuera fácilmente reconvertible en imágenes y sonidos. Mucho menos que la adaptación lograra un vuelo propio que seccionara el cordón umbilical, independizándola de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia. Si el texto original es, entre otras muchas cosas, una relectura de la novela hardboiled pasada por el tamiz (lisérgico o fumado, ¿qué más da?) de una mirada desencantada sobre el fin de una era, la película de Paul Thomas Anderson retoma hitos y mitos del film noir clásico (y no tanto: los ecos de Barrio chino se escuchan en más de una ocasión) y los atraviesa de punta a punta con una flecha envenenada de imposibilidades personales, colectivas y narrativas.

Lo esencial es inmutable: el investigador privado Doc Sportello recibe la visita de una ex, la flaquita y rubia Shasta, ansiosa por recibir ayuda ante lo que parece un típico caso detectivesco: un triángulo amoroso que puede en realidad ser cuadrilátero, la posibilidad de un chantaje, una tramoya criminal, sin dudas. De allí en más, después de una noche de pizza y porro, la cosa a Doc se le complica, como en cualquier aventura de sus padres putativos décadas antes. Un asesinato, la mala suerte de estar al lado del cadáver, una prostituta con pistas –que pueden ser falsas o no serlo–, la desaparición de un magnate y su amante, un puñado de nuevos clientes con encargos que se rozan, alambican y retuercen con el caso central. Y la Ley, personificada por el detective Christian “Bigfoot” Bjornsen, antítesis, némesis y complemento casi carnal de Doc, la otra cara de una misma, devaluada moneda.

El guión del propio Anderson traslada y fija la narración central del libro –una narración inidentificable, inasible, ¿la de Pynchon?– a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia: una amiga “del alma” y del alma (en el sentido espiritual de la palabra) de Doc, habitantes ambos de una Los Angeles circa 1970, ciudad que transita la resaca del hippismo, el amor libre y otras yerbas coterráneas y coetáneas con una pizca de orgullo, mucho cinismo y una fragilidad que se evidencia en cada vuelta de página. Un relato en off que describe y analiza, que aparece y desaparece, no tanto una voz experimentada –y mucho menos sabia– como esperanzada. Por momentos, el film toma prestadas líneas de diálogo y traslada literalmente colores, angustias y obsesiones; en otros, se vuelca a una reinterpretación de determinadas situaciones o elimina escenas completas (puede imaginarse, sin mucho esfuerzo, un primer corte del film de muchos más minutos que los 148 finales).

Anderson recorre ese camino y sus miles de vericuetos con una morosidad constitutiva, marcada por planos extensos en los cuales la cámara describe lentamente –sea por traslado, paneo o zoom, movimientos muchas veces imperceptibles– a los personajes y a aquellos espacios que ocupan temporalmente. No menos delicada es la construcción de un tono sardónico, presente en la novela de Pynchon, que en pantalla puede confundirse con el de la comedia más visceral; tal vez esa sea la jugada más osada de Anderson. En ese cuidado por los detalles no es menor la elección del reparto, encabezado por Joaquin Phoenix (por momentos, su mirada transmite a la perfección esa mezcla de desconcierto y desamparo que late debajo de la capa exterior de dureza de Doc) y un Josh Brolin pulcramente afeitado que le impone al personaje de Bigfoot un peso específico indispensable. Acompañan, entre otros, Katherine Waterston, Reese Witherspoon, Owen Wilson y Benicio del Toro.

Como en su anterior The Master y, fundamentalmente, en Boogie Nights – Noches de placer, Anderson se esfuerza por asir cierto espíritu de época por los bordes, obviando las superficies del diseño de producción –que, de todas formas, está presente, aunque nunca de manera expansiva o intrusiva– para concentrarse en los efectos colaterales sobre los personajes, las influencias directas e indirectas sobre formas de pensar, actuar, sentir y relacionarse con los congéneres. Por cada “groovy” y “far out” que surge de la boca de alguna víctima o victimario circunstancial, por cada fea construcción moderna erigida en cuadro, por cada objeto de utilería construido en falso acrílico, por cada tema musical de la precisa y sorpresivamente sutil banda de sonido hay un acontecimiento, banal o profundo, que describe un mundo en descomposición luego de la caída de las mil y una certidumbres. Que no es otro, en otras circunstancias y rodeado de otras tecnologías, que el mismo que habitamos aquí y ahora. Como si esos vicios redhibitorios del título original se escaparan a los saltos de la jerigonza leguleya para iluminar las tinieblas que habitan en el corazón humano. “¿O acaso el amor es más fuerte?”, podría afirmar de manera torva Bigfoot, luego de ingerir de manera poco elegante varios cientos de gramos de la más pura Santa Marta Gold.

El guión de Anderson traslada y fija la narración a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia.

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Todo transcurre en 1970 en Los Angeles, una ciudad que transita la resaca del hippismo.
 
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