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Jueves, 21 de julio de 2016

CINE › BAJO EL SOL, DIRIGIDA POR EL CROATA DALIBOR MATANIC

Las fronteras reales e imaginarias

A través de tres segmentos narrativos, esta coproducción de Croacia, Serbia y Eslovenia retrata los cambios brutales sufridos por una parte de la sociedad de ese territorio al que solía denominarse Yugoslavia. Las historias transcurren en 1991, 2001 y 2011.

 Por Diego Brodersen

Bajo el sol, premiada en Cannes, fue el film enviado por Croacia para representarla en los Oscar.

A partir de un puñado de imágenes de viviendas –casas y algunos edificios bajos–, las dos breves secuencias que hacen las veces de puentes entre los tres segmentos narrativos de Bajo el sol representan visualmente, de una manera precisa, los cambios brutales sufridos por una parte de la sociedad de ese territorio al que solía denominarse Yugoslavia. El primero de esos clips reúne planos fijos de edificaciones derruidas, sin techo, magulladas por decenas y decenas de impactos de bala de diverso calibre; el segundo, pautado por el movimiento de veloces travellings realizados desde un vehículo, permite adivinar la restauración de esos hogares destrozados y la construcción de nuevos edificios de departamentos. No casualmente, el trío de historias que integran el largometraje de Dalibor Matanic (Premio del Jurado en la sección Un Certain Regard de Cannes y el título enviado por Croacia para representarla en la última entrega de los Oscar) transcurren, respectivamente, en 1991, 2001 y 2011. Riguroso orden que le permite poner en pantalla uno de los primeros gritos de horror en el inicio de las guerras yugoslavas, la posibilidad incierta de la reconciliación a comienzos del milenio y, finalmente, un destello de esperanza una década más tarde.

Si la descripción suena algo programática e incluso forzada, el realizador se las arregla bastante bien para que cada uno de los relatos vibre con una sensibilidad propia, sin bajar líneas excesivamente subrayadas o hacer de la alegoría el único terreno sobre el cual transitar. El primero de los cuentos tiene como protagonista a una pareja de jóvenes de pueblos vecinos –él croata, ella serbia–, separados por una línea divisoria entre culturas que se hace presente físicamente en la forma de soldados armados. Como en una versión moderna, pero igualmente trágica, de Romeo y Julieta, las nuevas reglas del conflicto luego de la disolución del régimen comunista empujan aquello considerado normal (el tránsito de un lugar a otro, el enamoramiento) a un territorio peligroso, y ese idilio esperanzado es obligado a chocar a miles de kilómetros por horas con un contexto que anticipa las violencias que aún están por llegar.

Miles de muertes más tarde, con las cicatrices de la guerra aún en carne viva, el capítulo dos presenta a una madre y a su hija serbias regresando a su pueblo natal (el mismo del relato inicial), dispuestas a recuperar –tanto física como espiritualmente– el hogar que les pertenece. Tal vez el núcleo duro de la apuesta de Matanic, en la relación tirante, tensísima, entre esa chica y el joven croata que nunca dejó el terruño y ahora se encarga de poner a punto las paredes y puertas de la vivienda, la película pone en juego la posibilidad del perdón entre vecinos, enfrentados al punto de transformarse en irreconciliables enemigos. El punto de vista es usualmente el de la joven –taciturna e iracunda, signos de una fragilidad a flor de piel– pero el encuentro no desencadena nada parecido al amor almibarado, a pesar de que la fórmula publicitaria local del film insiste en señalar “tres historias de amor”. En todo caso, Bajo el sol retrata una micro sociedad a partir de tres relatos donde sendas parejas protagónicas debe enfrentar las consecuencias de ciertos hechos que los exceden largamente.

La última historia retrata la visita de un estudiante universitario a la casa de sus padres, casi una excusa para la reunión con una persona importante del pasado reciente, nuevamente ubicada del otro lado de esa frontera, ahora imaginaria. La decisión del realizador de utilizar a la misma dupla actoral (potentes Tihana Lazovic y Goran Markovic) parece una apuesta muy consciente del concepto de representación, aunque algún espectador pueda sentirse un tanto confundido en un primer momento. No se trata de aquí –al menos, no del todo– de retratar realísticamente los sucesos del conflicto armado y sus secuelas como de intentar aprehender y transmitir el dolor de la pérdida personal y la coerción de un entorno asfixiante, enraizado en prejuicios muy difíciles de erradicar.

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