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Martes, 14 de abril de 2009

PLASTICA › FOTOGRAFíAS DE ABELARDO MORELL EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Fotos de un mundo hecho de libros

El fotógrafo cubano-norteamericano evoca el mundo de los libros del mismo modo preliterario que lo hace un niño cuando hojea asombrado y curioso un volumen, antes de aprender a leer. Entre la tradición fotográfica y la invención.

 Por Piroska Csúri *

“El fenómeno... me parece participar del carácter de lo maravilloso, casi tanto como cualquier hecho que la investigación física ha revelado a nuestro conocimiento. La cosa más transitoria, una sombra, el emblema proverbial de todo lo que es fugaz y momentáneo, puede ser atrapado por los hechizos de nuestra magia natural, y puede ser fijada para siempre en la posición que parecía ser destinada a ocupar tan solo un instante”, así presentó William Henry Fox Talbot su nuevo invento en 1839 a la Sociedad Real en Londres. Esa sensación de lo mágico, frágil y delicado de la fotografía, la que despertó el asombro y la pasión del público decimonónico, es exactamente la sensación que se ve resucitada por las fotografías del cubano-norteamericano Abelardo Morell, expuestas en el Museo Nacional de Bellas Artes.

En su texto para el catálogo, Andy Grundberg presenta a Morell como un fotógrafo quien “[A] diferencia de los artistas posmodernos que en la década de los ochenta buscaron criticar el rol de la fotografía en la cultura moderna..., se focalizó en volver a descubrir la sensación elemental de asombro y sorpresa que la visión fotográfica provocó en sus inventores y en su público inicial”. Representante de un puñado de artistas de primer nivel que siguen apostando a las técnicas fotográficas tradicionales, Morell irrumpió en la escena fotográfica internacional con sus imágenes de la “cámara oscura”. En realidad, más que irrumpir en cualquier lado, su trabajo constante e infatigable simplemente produjo que su obra, de una delicadeza singular y poco vista, vaya delineándose y consolidándose de la misma manera que las imágenes proyectadas por su cámara oscura que, a la vez, capturaba con su cámara de placa gracias a largas horas de exposición. Con una sensibilidad contemplativa que evoca las imágenes de teatros de Hiroshi Sugimoto, en esta serie Morell revela, y a la vez devela, el trabajo del tiempo al modo de un dibujante algo reticente pero constante, que tarda hasta varias horas en cumplir con su tarea minuciosa de definir la imagen, mientras borra las huellas de su propia inconsistencia.

La receta para esa magia es simple: un pequeño agujero en la ventana de una habitación oscurecida convierte ese espacio en una cámara que proyecta una imagen dentro de ella. Originalmente utilizada por Morell para demostrar el funcionamiento de la cámara fotográfica –y cuidadosamente reconstruida para la exposición–, esa cámara oscura y las proyecciones que se fotografiaban con una cámara tradicional se convirtieron en una marca distintiva del fotógrafo. Mucho más que una simple técnica, la cámara oscura sirve como una metáfora de la percepción y ofrece una reformulación de la visión del mundo: una ciudad, un rascacielos, un bosque, el mar y el cielo enteros-todos entran, y caben, en el mundo pequeño de una habitación. Dentro de los confines de un lugar contenido y protegido, se unen, con todas sus tensiones, lo público y lo privado. Sin fuegos artificiales o bombos molestos, se logra una vibrante, a veces hasta inquietante síntesis de los opuestos, un hilo conductor que recorre toda la obra del fotógrafo: “Creo que estoy interesado en lograr que todo lo que fotografíe tenga esta sensación de vibración. Que no es una sola cosa, es algo inestable, y uno puede saltar ida y vuelta entre muchos niveles”.

A donde la dirija en sus incursiones en el mundo real, la lente de Morell transforma todo. De unos billetes doblados se edifica un palacio. Felipe VI, retratado por Velázquez, se despega de la pared, su lugar habitual de descanso, y se convierte en una figura monumental. De un mapa arrugado, surge un paisaje jamás visto. De las aplastadas páginas de libros, fetiches de una cultura de elite esencialmente logocéntrica, surgen paisajes vertiginosos o encuentros íntimos de personajes nunca soñados. “Yo no crecí leyendo, no era parte de mi experiencia. No había nadie educado en mi familia extendida, salvo mi tío, un arquitecto. Pero me acuerdo oliendo y tocando los libros en la biblioteca de él. Me encanta ver imágenes en libros. Más tarde, ya en los EE.UU. empecé a leer de veras, cosas intelectuales, Camus, y cosas semejantes. Entonces de una manera las imágenes de libros son una suerte de memoria de lo que eran los libros antes de que fueran palabras.” De este modo, frente a la lente de Morell un libro se convierte en una experiencia originaria y sensual, y a la vez la escena para una imaginación liberada del yugo de la palabra. “La gente dice: ‘Estás interesado en libros, libros viejos’. No, yo no estoy realmente interesado en libros. Me interesan fotografías de libros que me pueden dar una experiencia totalmente diferente. Cuando la gente lo ve y dice: ‘Ya lo he visto, pero nunca lo he visto [así]’”.

Que es exactamente donde entra en escena Alicia. Alicia, quien salta de las antiguas páginas ilustradas por John Tenniel, y quien desciende de la mano de Morell a un mundo fuera de escala, a un mundo nuevo donde los libros se convirtieron en paisaje, en arquitectura. Un proyecto propuesto originalmente por un crítico de libros infantiles, un desafío aceptado con más dudas que convicción. Una tarea de dudosa reputación en círculos artísticos. Ni la recepción entusiasta de su galerista frente a las imágenes de Alicia en su mundo de maravillas, tampoco la del público comprador, fueron suficientes para disipar del todo las dudas de Morell. Su eventual aunque algo reticente aceptación de Alicia como obra propia le llegó con una carta personal que le envió Robert Adams: “Gracias por los libros. Adoro el de Alicia donde balanceas asombro y terror. Es difícil, pienso, responder con coraje suficiente a un desafío, un desafío maravilloso que se te dio. No hay muchos ejemplos de fotografía que trabajen bien con la literatura. Coburn, por ahí Brandt de una manera menos directa, compañía selecta y excelente”.

En su obra Morell pone en diálogo un par de opuestos fundamental; opuestos de enorme peso que impulsan e inquietan a cualquier artista con un sentido de responsabilidad: tradición e innovación. Con una elegancia de bajo perfil, Morell oscila con agilidad entre su apoyo en la tradición y su creatividad: “Me siento muy arraigado en la tradición fotográfica, pero hasta un cierto punto, intento no dejar que me encarcele. Me gusta preparar una base tradicional y construir algo más extraño y personal sobre ella. Hay un dicho en Cuba: ‘Si eres un gran bailarín, puedes bailar con tus pies sobre un ladrillo’. La limitación no debería ser un problema, te obliga a mostrar todos tus movimientos en una manera muy sutil. Me gusta trabajar de esta manera”.

Mientras el fotógrafo se ocupa de transformar el tiempo y el espacio con su lente, el tiempo transforma al fotógrafo. Con el paso del los años, la insistencia de Morell en las técnicas fotográficas tradicionales, con el blanco y negro, lo dibujó, paradójicamente, como una figura rebelde, resistiendo la presión de la contemporaneidad. Grundberg lo considera “uno de los más fascinantes e innovadores fotógrafos vanguardistas que comenzaron... a rebelarse contra la noción de la fotografía que la presentaba como una actividad de representatividad forzada, sobredeterminada y mediada por la cultura de una manera irremediable”. Lo presenta como una suerte de Don Quijote luchando contra la posmodernidad y el avance imparable de la era digital. Sin embargo, Morell se siente cómodo siendo un fotógrafo: “Gran parte de mi obra se basa en la descripción fotográfica; algunos la llaman ‘obra en base a lente’. En otras palabras, las imágenes están fuertemente vinculadas con la manera en que un lente dibuja los contenidos... Yo me siento confortable con el título de ‘fotógrafo’. Alguna gente quiere llamarse artista para escapar del ghetto de la fotografía, y por ahí cobrar más dinero”.

Más que luchar, Morell sencillamente sigue trabajando “entre el asombro y el terror” por resolver algo sobre los opuestos, para lograr y sostener esa inestabilidad vibrante y vital, para mantenerse en esa línea fina que se ubica entre la realidad y la ficción que, más que separarlas, las une. Con sus fotografías construye un mundo de maravillas a la sombra de un espectro de la muerte, que según él mismo afirma, rodea todo su trabajo. Pero trabaja siempre con un pie firme en la realidad. “Conoces la frase de Wallace Stevens: ‘Lo real es sólo la base’. Pero es la base.” (En el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. Del Libertador 1473, hasta el 19 de abril.)

* Docente e investigadora de fotografía.

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“Mapa de América del Norte”, fotografía de Abelardo Morell.
 
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