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Martes, 31 de enero de 2006

PLASTICA › RETRATOS EN EL TEATRO AUDITORIUM DE MAR DEL PLATA

Cincuenta retratos con historia

Una muestra que se presenta en Mar del Plata permite acercarse a muchos de los más significativos retratos y autorretratos de la colección del Museo de Bellas Artes.

 Por Fabian Lebenglik
Desde Mar del Plata

El retrato, marco de identidad es una exposición itinerante que la Dirección Nacional de Patrimonio y Museos de la Secretaría de Cultura de la Nación organiza en un recorrido por varias ciudades del país, a partir de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes.

La muestra, curada por María José Herrera y diseñada por Tam Muro, incluye medio centenar de obras, entre pinturas y fotografías y se exhibe junto con la proyección del film Retrato de una Colección, colección de retratos, dirigido por Heinz Peter Schwerfel. En cada ciudad del país se incluye la obra de un artista local, relacionada con el género del retrato. En Mar del Plata, donde la exposición se presenta en el Auditorium –montada con la colaboración del artista y curador Daniel Besoytaorube–, el artista invitado es Raúl La Cava, que muestra un autorretrato repetido y seriado, con distintos títulos.

El género del retrato en la Argentina tiene un relato de origen, algo así como una escena de iniciación, que funciona tan bien como una ficción.

El escenario es perfecto: una de las tertulias top de la primera mitad del siglo XIX, el salón de Mariquita Sánchez de Thompson, en el que se reunía “lo más granado” de la sociedad argentina y donde, en 1813, se cantó el Himno Nacional por primera vez. Aunque Mariquita Sánchez fue un modelo de luchadora libertaria y una suerte de feminista avant la lettre, tan patriota como solidaria –cosa que queda demostrada en su diario y cartas–, sin embargo aquella escena primaria del himno cantado en su casa es la que congeló su imagen para la historia de los manuales escolares.

Hacia 1810, el Salón de Mariquita Sánchez albergaba a la intelectualidad revolucionaria e independentista. Allí fue a dar, en 1829, el culto y refinado saboyano Charles Henry Pellegrini, nacido en 1800, que se había recibido de ingeniero en París y estaba en la Argentina por un contrato de obra pública que finalmente –por esas delicias de la Argentina– no se realizó. Su contratista, el presidente Rivadavia, había sido expulsado del sillón que luego llevaría su nombre y eso forzó al joven ingeniero a buscar trabajo en Buenos Aires y Montevideo.

Se dice que un buen día, con el ingeniero de Saboya presente en su mundana tertulia, Mariquita Sánchez se quejó por la falta de retratistas en Buenos Aires y que ahí nomás, a pedido de los contertulios, el ingeniero le hizo un retrato a mano alzada a la anfitriona, en menos de dos horas, arrancándole un “¡Bravo, maestro!” y un aplauso cerrado a la concurrencia. Ese fue el punto de partida de la nueva profesión del joven ingeniero europeo desempleado y el comienzo de la fiebre del retrato en estas pampas.

La noticia corrió por todos los salones porteños y en poco tiempo el retratista no daba abasto con la cantidad de pedidos. El tout Buenos Aires fue a inmortalizarse a lo de Pellegrini. El maestro llegó a realizar casi un millar de obras, entre retratos, paisajes rurales y urbanos y cuadros de costumbres, pintados o dibujados. El esquema de los retratos era más o menos siempre el mismo: los varones laicos posaban escribiendo, pluma en mano, ante un biblioteca, con la mirada desafiante o soñadora, según de quién se tratara; los religiosos se plantaban ante el templo, y las damas, fajadas hasta la asfixia, con peinados y tocados a cual más barroco y peinetones extra large, sostenían la mirada sentadas en un canapé, enfundadas en atuendos que lucen como un gran esfuerzo de producción escenográfica, más que como vestidos. Los retratos –inscriptos en los rigurosos cánones del realismo que la época y la profesión de ingeniero le habían imbuido a don Pellegrini– son de una calidad notable y, como dicen las vecinas, “capturan el alma del retratado”.

Para entrar de lleno a la muestra en cuestión, durante el régimen rosista, Pellegrini siguió dibujando y pintando, pero desde una suerte de exiliorural, ya que se hizo agricultor y ganadero. Uno de los retratos más pequeños –mide sólo 22 x 15,5 centímetros–, más antiguos y al mismo tiempo más significativos de la exposición es, precisamente, el retrato de Juan Manuel de Rosas, quien por entonces ostentaba el cargo y título de brigadier general: en rigor no es un retrato tomado del original, sino de una efigie. Y esto da un carácter imperial al “Restaurador de las leyes”, visto de perfil, como acuñado para la posteridad. Es conocida la afición de Rosas por hacerse retratar y su cínica aversión a ser fotografiado. A pesar de que en su tiempo ya existía la fotografía (en realidad, el daguerrotipo), el jefe de la Mazorca decía que la fotografía “es cosa de gringos”, como si el origen del género del retrato pintado fuera otro que el gringo.

La colocación social y política del pintor Pellegrini fue tal, que logró ubicar a uno de sus cinco hijos, de nombre Carlos, en el corazón de la clase dirigente argentina. Fue diputado y senador nacional, ministro de Guerra de los presidentes Avellaneda y Roca, vicepresidente de Juárez Celman y cuando éste renuncia por la debacle de 1890, pasa a ser presidente de la Nación entre 1890 y 1892, en una transición que consistió en “poner en orden” la economía y las finanzas del Estado, en los términos del conservadurismo de la época.

La producción de Carlos Pellegrini padre se enmarca en la tradición del pintor viajero que, desde los cánones de la estética europea, mira con ojos de extranjero las particularidades de los rostros, paisajes y costumbres rioplatenses. La historiografía de la pintura local fija esos cruces estéticos y culturales, tanto como la contaminación entre las miradas, como el paradójico inicio de una pintura nacional.

Hasta que se impuso la fotografía, los retratos pintados tenían una función entre estética y documental: el retratado podía reconocerse en el cuadro y decir para la posteridad “ese/esa soy yo”. Con el tiempo, los retratos también se dedicaron a explorar cierta trama secreta del rostro; algo así como su estructura profunda, su verdadera naturaleza. Hay una sintaxis de las líneas de la cara que incluye una morfología, un sentido, la atracción, la distancia, la armonía o el desarreglo de sus escasos componentes. Se perciben minúsculos campos de fuerzas, expresiones y actitudes predominantes, que van dándole forma al rostro. Con los años se van teniendo diferentes caras, hasta que, pasado cierto tiempo, cada uno tiene la cara que se merece –según sentencia la sabiduría popular–, hasta llegar al rictus final, a la mueca mortuoria. Los retratos no sólo hablan de los retratados sino también de quien los pinta, dibuja o fotografía.

En la muestra se incluye obra que parte de Pellegrini y Prilidiano Pueyrredón, pasando por Eduardo Sívori, Gómez Cornet, Walter de Navazio, Emilio Centurión, Miguel Carlos Victorica y Eugenio Daneri, hasta llegar a Berni, Noé, Maccio y Testa, entre otros.

Entre los fotógrafos, hay obras de Grete Stern, Annemarie Heinrich, Humberto Rivas, Anatole Saderman y Sara Facio, hasta llegar a Alejandro Kuropatwa y Marcos López, entre otros.

La exposición se divide en seis núcleos: “El poder y su imagen” –con obras del siglo XIX–, “Las edades” –en donde se busca fijar al retratado en un momento real o idealizado–, “El espejo” –autorretratos y retratos entre colegas–, “¿Retratos?” –con obras que cuestionan el retrato tradicional–, “El otro” –pinturas europeas donde los retratados no pertenecen a la clase dominante ni son notorios– y “La fotografía, imagen múltiple”, con personalidades, aspectos sociales o, más acá, construcciones ficcionales de identidad.

En las pinturas, el terreno del realismo que domina la muestra se quiebra con Noé, Macció y Testa, donde aparece la tachadura de la mirada y la ruptura de la organización compositiva clásica, al mismo tiempo que se impone la insistencia del gesto, la densidad de la materia y la dimensión táctil de la obra. Sin embargo esas tres piezas resultan tan “fechadas” como las obras realistas. Las marcas del tiempo y de sus respectivas épocas resultan ineludibles. De algún modo aquí se puede ver que a pesar de los estilos y del tiempo transcurrido entre la más antigua y la más actual de las obras, el género del retrato, desde la ortodoxia hasta su explosión visual, goza de una suerte de inmunidad a las transformaciones, tal vez porque en algún punto se conecta con un rostro. La imagen de una cara es algo conocido para todo espectador. Todos estamos especializados en ese territorio extraño y familiar al mismo tiempo.

“El retrato” no sólo permite mirar –como dice María José Herrera– “a nuestros próceres y personalidades ilustres, las familias criollas, las etnias autóctonas y los inmigrantes, las costumbres, los mitos como han sido vistos por nuestros artistas”, sino también permite acercarse a un género desde el punto de vista estético, filosófico, psicológico, histórico e ideológico. (En el Teatro Auditorium de Mar del Plata, hasta el 3 de marzo. Entrada gratuita).

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Ramón Gómez Cornet: Retrato de Rosario, 1934.
 
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