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Sábado, 23 de agosto de 2014

VIDEO › TODO ESTA PERDIDO, DE JEFFREY C. CHANDOR, CON ROBERT REDFORD

Nuestro hombre en Sumatra

El protagonista sufre un accidente en medio del océano Indico. A partir de allí será la lucha del hombre contra las circunstancias, la naturaleza y el azar. Pero sin golpes bajos, con una épica de la supervivencia que se manifiesta de modo espartano, sin concesiones.

 Por Horacio Bernades

Presentada en Cannes 2013 y estrenada en Estados Unidos en octubre del año pasado, All Is Lost no recibió más que una mísera nominación al Oscar en la última entrega. Compitiendo en la terna de Mejor Actor por segunda vez en su carrera (la primera fue por El golpe), Robert Redford encima perdió frente a Matthew McConaughey. Aunque la de All Is Lost es, por lejos y sin lugar a dudas, la mejor actuación que jamás haya dado The Sundance Man. Que nunca fue un gran actor, convengamos. La película en su totalidad es, por otra parte, una de las mejores que Hollywood haya generado en años. El opus 2 del hasta aquí semidesconocido J. C. Chandor –a quien habrá que seguir como el perro al sulky– es un film asombrosamente osado, espartano y sin concesiones para lo que puede esperarse de uno más-o-menos mainstream. Desprogramada de la cartelera local en el mismo momento en que se anunció la derrota de Redford a manos de McConaughey, All Is Lost viene de ser editada en DVD por el sello Transeuropa, traducida literalmente como Todo está perdido.

La frase del título es lo primero que se oye. La enuncia la reposada, resignada voz de Redford, mientras la imagen muestra unos restos náuticos flotando en medio del interminable océano. “Hice todo lo posible, no lo he logrado. Me queda una última ración de comida. Me despido de todos ustedes, a quienes nunca olvidaré”, remata aproximadamente. Un cartel nos avisa que vamos a retroceder ocho días. Navegante solitario de quien en toda la película no va a saberse ni el nombre (“Nuestro hombre”, apuntan los lacónicos créditos finales), a la altura de Sumatra el yate de Redford sufre un accidente absurdo. Un container a la deriva lo escora y el agua empieza a entrar. De ahí en más es el hombre contra las circunstancias, los elementos, el maldito azar.

El hombre es un homo faber y marino experimentado, que mantiene la calma, el músculo y el seso alerta, mientras todo va para mal.

Nuestro hombre está bien equipado –las herramientas, mapas, instrumentos de medición, antorchas y elementos de autosalvataje de los que dispone harían imposible una versión criolla– y se pone manos a la obra. Emparcha la escoración, repara el mástil y la vela, improvisa brújulas, rescata víveres hundidos, sobrelleva puestas en campana de la nave, se sobrepone a tormentas pluscuamperfectas, se reduce a espacios de sobrevivencia cada vez más mínimos: del yate a un bote inflable (¡pero qué bote inflable, capaz de convertirse en hermético iglú de hule!), del bote inflable a un simple salvavidas y, finalmente, al agua. Ya lo dijo en off, ya lo escribió en la carta que metió en un jarro y tiró al Indico: lo intentó todo y no lo logró. ¿Es un héroe americano? No, es un sobreviviente. Templado y capaz, sí, pero sobreviviente al fin. La suya no es una épica de conquista, como las que a Hollywood le gusta imaginar para su país, sino de simple sobrevivencia. Que puede dar buenos resultados o no: no todo depende de él, no todo depende del hombre.

Puede leerse en escorzo, en esta cuasi inmóvil versión de La Odisea, el temor americano por lo que acecha afuera. La posibilidad o fatalidad histórica de perderlo todo, aun contando con todos los medios al alcance. El título, más explícito imposible. La respuesta que ensaya Todo está perdido no consiste en pedirle ayuda a Dios (aunque en verdad sea esa, pero como expresión de desesperación, la única palabra que Redford pronuncia en toda la película) ni materializar la imagen del peligro en un tiburón o ballena que permitan canalizar el instinto belicoide del american middle man. Nuestro hombre (designación altamente sugestiva) se aplica a resolver el problema, más cerca del estoicismo profesionalista que en sus películas ensalzaba Howard Hawks que de la invención del enemigo perfecto, a la que la cultura oficial estadounidense se abocó a lo largo de su historia.

La puesta se pega como un autoadhesivo a la acción del héroe, sin perder el tiempo en otra cosa que no sea lo fáctico y observable. Nada de efectitos especiales ni golpes por debajo del cinturón, ningún paisajismo o postalismo distractivos, cancioncita melosa o pensamiento en off, chantaje emocional, suspenso manipulativo o cualquier otra zarandaja à la page. En otras palabras: nada de lo que harían nueve de cada diez amanuenses de la dirección cinematográfica contemporánea. Nacido en Nueva Jersey en 1973, este buen señor Jeffrey C. Chandor (cuya ópera prima, Margin Call, no estaba mal y se editó aquí en DVD un par de años atrás, con el título El precio de la ambición) es el décimo hombre. El que recupera para el cine estadounidense un conductismo que de tan ascético se diría cuasi bressoniano o alonsiano.

Sostenido del timón mientras puede, arrojado al mar por olazos gigantes, resbalando por cubierta, con canas y arrugas a la vista, los labios resecos por la falta de agua y aún así, claro, tan pintón como lo será hasta el último día, lo de Robert Redford, que hace unos días cumplió 78, es, simplemente, de no creer.

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Robert Redford en la mejor actuación de su larga carrera.
 
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