futuro

Sábado, 10 de agosto de 2002

La vida en...

 Por Mariano Ribas

Por Mariano Ribas

Es un enigmático mundo helado girando en torno al planeta más grande del Sistema Solar. Allí, a cientos de millones de kilómetros de la Tierra, el Sol brilla débilmente sobre un paisaje bastante suave, pero abrumadoramente desolado. Un terreno de hielo sólo interrumpido por largas e intrincadas fisuras, y algunos jóvenes y escasos cráteres. Pero Europa parece ocultar más de lo que muestra. Todo indica que debajo de esa cáscara blanca y gélida, la luna de Júpiter escondería una de las sorpresas más impresionantes de nuestro barrio planetario: un enorme y profundo océano de agua. Y, junto con toda esa agua, habría sales, e incluso materia orgánica. ¿Chances para la vida? El cuadro, sin dudas, resulta tentador. Tan tentador, que muchos astrónomos y exobiólogos sueñan con la vida en Europa. Y no sólo ellos: en su novela 3001 (una nueva secuela de 2001: Odisea del espacio), Arthur Clarke juega con toda una fauna de exóticas especies nadando en las ocultas aguas de la luna joviana. Son sueños razonables. Y se apoyan, fundamentalmente, en las sólidas evidencias obtenidas por las sondas espaciales Voyager y Galileo, y también en algunas pistas biológicas bien terrestres. Mientras tanto, la NASA está preparando nuevas misiones para explorar Europa bien a fondo: ya se está hablando de un orbitador, de vehículos de descenso y hasta de un submarino que, dentro de veinte o treinta años, navegaría por aquellas aguas misteriosas en búsqueda de vida extraterrestre.

Descubriendo una luna helada
Vista con un telescopio, Europa es apenas un puntito de luz casi pegado al brillante disco de Júpiter. Y lo mismo ocurre con las otras tres grandes lunas jovianas descubiertas por Galileo Galilei hace casi cuatrocientos años. Por eso, unas décadas atrás, no era mucho lo que se sabía sobre este satélite: su diámetro (unos 3200 km, algo más chico que nuestra Luna), su período orbital en torno a Júpiter (3 días y medio), su distancia al planeta (casi 700 mil km) y unas pocas cosas más. Una de ellas, bastante curiosa: el análisis espectroscópico de su luz sugería que Europa estaba cubierta por hielo de agua. Pero a fines de los ‘70, las legendarias sondas espaciales Voyager I y Voyager II llegaron a Júpiter y se cansaron de estudiarlo y fotografiarlo. Y obtuvieron espectaculares primeros planos de sus principales lunas, entre ellas, claro, Europa. Aquellas históricas e inolvidables imágenes de las Voyager dejaron boquiabiertos a los científicos de la NASA: la luna joviana estaba, efectivamente, envuelta en una coraza de hielo. Una coraza atravesada, de tanto en tanto, por fisuras y rajaduras de cientos de kilómetros de largo, enormes cicatrices que parecían formar una red alocada. Y, también, terrenos superpuestos y de distintas alturas. Pero muy pocos cráteres, al menos en comparación con otras lunas del Sistema Solar. Geológicamente hablando, la superficie de Europa parecía ser muy joven, y también muy dinámica, porque mostraba claros signos de renovación permanente. Y tratándose de hielo de agua, ése no era un detalle menor.
En 1995, la Galileo, otra nave norteamericana, retomó la posta de las Voyager. Pero no siguió de largo sino que se instaló en el sistema de Júpiter. Y desde entonces ha sobrevolado una y otra vez al enorme planeta gaseoso y a sus cuatro escoltas de lujo: Io, Calisto, Ganímedes y Europa. Durante estos años, la Galileo tuvo varios encuentros cercanos con Europa, llegando incluso a pasar apenas a unos cientos de kilómetros por encima de su manto de hielo. La nitidez de sus fotografías fue contundente y aportó nuevas y sugestivas pistas que aún hoy siguen dando que hablar.

El océano oculto
Evidentemente, Europa muestra un rostro lastimado, pero joven y cambiante. Incluso se han llegado a detectar capas de hielo de distintas edades y evidencias de criovulcanismo (es decir, de chimeneas heladas que alguna vez escupieron chorros de hielo hacia la superficie). Y quizás ahora, también. Por eso, ante semejante panorama, los astrónomos y geólogos planetarios no se sorprendieron ante la relativa pobreza de cráteres de Europa: las marcas de aquellos tremendos impactos de asteroides y cometas, típicos de la infancia del Sistema Solar, han sido borrados por la continua actividad geológica del satélite joviano. Y los que quedan son los más recientes. En definitiva: una superficie de hielo de agua que se renueva una y otra vez con más hielo de agua. Y que incluso resbala, tal como se ha comprobado recientemente. Por todo esto, los científicos están casi convencidos de que debajo de esa corteza (de varios kilómetros de espesor) existe un enorme reservorio de hielo semifundido. Y más abajo, un gigantesco océano de agua líquida. Es algo único en todo el Sistema Solar (a excepción de la Tierra, claro).

Rostro helado, corazón caliente
Por fuera, y tal como lo han comprobado las Voyager y la Galileo, Europa es extremadamente fría. Allí, cinco veces más lejos del Sol que la Tierra, la temperatura es de 180 grados bajo cero. Pero por dentro las cosas son muy distintas. Y esto se debe a las tremendas mareas que sufre a causa de su interacción gravitacional con el colosal Júpiter, un “tire y afloje” que la estira y la contrae, una y otra vez, a medida que gira alrededor del planeta. Y a eso hay que sumarle el tironeo de sus principales compañeras, Io, Calisto y Ganímedes. Como resultado, el núcleo de Europa es un pequeño infierno. Y ese calor puede derretir sin problemas las capas de hielo más profundas, dando lugar al vasto océano de agua líquida que, según algunas estimaciones, tendría cientos de kilómetros de profundidad. Y que, en sus partes más cercanas al núcleo, sería tibio.
Si esta historia terminara aquí, nadie podría negar que Europa es uno de los lugares más interesantes del Sistema Solar. Sin embargo, hay otros indicios, recientes y no tanto, que alimentan una especulación aún más sorprendente que la existencia de un gran océano de agua líquida. Indicios que, sumados a la abundante presencia de agua líquida, hacen razonable la hipótesis de la vida en Europa.

Materiales para la vida
Ya en la época de la Voyager, los científicos de la NASA notaron algo bastante extraño: las fisuras de la helada corteza de Europa solían mostrar un color rojizo-amarronado. Aparentemente se trataba de un material que brotaba, junto con el hielo fundido, del interior del satélite. Esas mismas tonalidades fueron fotografiadas por las cámaras ultraprecisas de la Galileo. Y analizadas por su espectrómetro infrarrojo. Al parecer, esos materiales son de lo más surtido: hay compuestos de hierro, compuestos de azufre, y sales (especialmente sulfato de magnesio). Pero también algo sumamente especial: rastros de materia orgánica (por ejemplo, trazas de carbono). Y, sobre este punto, acaba de conocerse una investigación que aporta algunos detalles sumamente significativos.
Desde que sospechan la existencia del océano de Europa, los astrónomos vienen barajando un posible origen para todo ese hielo y toda esa agua: los cometas, objetos que –como se sabe– son desprolijas amalgamas de roca, polvo y distintos tipos de hielo, incluyendo agua congelada. Pero que también contienen material biogénico, como el carbono, el nitrógeno y el fósforo. Y hasta se habla de aminoácidos. La cuestión es que, hace poco, los astrónomos estadounidenses Elisabetta Pierazzo (Universidad de Arizona) y Christopher Chyba (Instituto SETI, en Mountain View, California) calcularon qué cantidad de material biogénico podría haber recibido Europa por el impacto de cometas a lo largo de su historia. Según estos expertos en exobiología, la cifra sería más que importante: varios miles de millones de toneladas de carbono, y cientos de millones de toneladas de nitrógeno, fósforo, azufre y otros elementos clave. “Es muy probable que en Europa existan muy buenas cantidades de materiales biogénicos como para permitir y mantener la existencia de una biosfera”, dice Chyba. En otras palabras: Europa tendría los materiales crudos para la vida.

Pistas biológicas terrestres
En el océano de Europa, esos ladrillos biológicos básicos tendrían un marco adecuado. Pero con eso sólo no alcanza porque, como explica Pierazzo, haría falta “algún mecanismo que, mediante esos elementos químicos, permita la formación de moléculas orgánicas cada vez más complejas (...) y, así, aquellos elementos podrían dar lugar a células vivas”. Pierazzo y Chyba son sólo algunos de los expertos que confían en la posibilidad de vida de Europa. Y hay quienes apuestan todas sus fichas a aquel mundo atado a la gravedad de Júpiter: “Si hay algún otro lugar en el Sistema Solar con chances para la vida, ese lugar es Europa”, dijo, hace poco, John Delaney, un prestigioso oceanógrafo de la Universidad de Washington. Ahora bien: ¿podría haber organismos capaces de vivir en el océano de Europa, siempre cubierto por una gruesa capa de hielo bloqueando la luz solar? Tomando el ejemplo de lo que ocurre en nuestro planeta, bien podría ser: hay microorganismos capaces de soportar condiciones extremas, y por eso se los llama “extremófilos”. Son diminutas criaturas que viven debajo de los glaciares, en finas capas de agua que separan la roca del hielo. O en las masas de nieve cercanas al Polo Sur, soportando temperaturas de hasta 80 grados bajo cero. Y, en el extremo, otros que pululan a temperaturas cercanas a los 100 grados, a grandes profundidades bajo tierra, o cerca de las chimeneas volcánicas del lecho oceánico. Pero volviendo al caso del frío y la falta de luz solar, que es el que aquí más nos interesa, bien vale la pena tener en cuenta los sorprendentes resultados obtenidos por científicos rusos, norteamericanos y franceses en el Lago Vostok, en plena Antártida (ver recuadro). La vida, al menos aquí, conoce muy bien de adaptaciones extremas. Y quizás lo mismo ocurra en la lejana Europa.

Exploración futura
La única manera de revelar el misterio es viajar a Europa y tratar de llegar a su océano oculto. Y eso, obviamente, no es nada fácil. Por empezar, la NASA tiene agendada una misión que se lanzaría en el 2008. La nave, llamada Europa Orbiter, sería la primera en toda la historia de la carrera espacial dedicada exclusivamente a una luna. Y eso habla a las claras de la importancia científica de Europa. Su arribo está previsto para el 2010, y su misión primaria será estudiar el relieve, detectar cambios geológicos (principalmente, afloramientos de hielo fundido), confirmar en forma definitiva la existencia del gran océano oculto y, en ese caso, determinar con precisión la distribución de las masas de agua líquida. Por otra parte, las imágenes y la información obtenida por el Europa Orbiter servirán también para elegir un posible lugar de descenso para otras futuras misiones. Se habla, por ejemplo, de aparatos sofisticadísimos, capaces de perforar el hielo del satélite para tomar muestras de su océano (una tarea que no sería nada fácil teniendo en cuenta que, tal como indican las más recientes estimaciones, esa corteza helada tendría unos 20 kilómetros de espesor). E incluso, y esto es sin dudas lo más espectacular, durante la década del 2020 se enviaría un submarino, por ahora informalmente bautizado “Hidrobot”. Sería la primera embarcación de la historia humana que navegaría en aguas extraterrestres.
Son, sin dudas, nuevos desafíos de exploración. Valiosos por sí mismos, más allá de sus resultados finales. Después de varias décadas de exploración interplanetaria, todo indica que la vida fuera de la Tierra sólo parece potable en otros dos lugares del Sistema Solar. Uno es el subsuelo de Marte. Y el otro, el gran océano de la helada luna de Júpiter. Por eso, la apuesta por Europa bien vale la pena.

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