futuro

Sábado, 4 de junio de 2011

TERREMOTOS, FILOSOFIA Y EL ORIGEN DE LA ILUSTRACION

De Lisboa a Fukushima

 Por Pablo Capanna

No eran aún las diez de la mañana cuando la ciudad comenzó a sentir las primeras sacudidas. En pocos minutos, enormes grietas partieron las calles y los edificios comenzaron a estrujarse como si fueran de papel. Era un día claro, pero una nube de polvo tapó el cielo, que pronto comenzó a oscurecerse con el humo de los incendios.

La gente que abandonaba el centro y huía hacia el puerto vio cómo el agua se retiraba y dejaba seco el lecho del río. De pronto, llegaron tres tremendas olas de más de diez metros de altura, que arrasaron con lo poco que había sobrevivido a los temblores. Si hubiera estado Richter, que aún no había nacido, se habría dicho que eso era un terremoto de 8,7 grados, seguido de fuertes e interminables remezones.

Sin duda era más que los 7,1 con que empezó el reciente tsunami de Fukushima, pero con dos importantes diferencias. La primera, que allí no había dispositivos de seguridad, lo cual hizo que los incendios tardaran una semana en extinguirse y hubiera muchas más víctimas que en Japón. Pero tampoco había centrales nucleares que, más allá del siniestro, configuraran un peligro diferido en el tiempo y en el espacio.

Digamos que la ciudad era Lisboa. El día, el 1º de noviembre de 1755. La población de la capital portuguesa era la que hoy tienen Resistencia o Vicente López. El tsunami mató a 90.000 personas, se llevó una decena de miles más entre Marruecos y España, se hizo sentir en buena parte de Europa y sus ecos más remotos llegaron hasta el Caribe.

Lisboa era una ciudad medieval que había crecido al convertirse en la riquísima capital de un imperio colonial. El tsunami destruyó el ostentoso malecón de mármol que el rey Joâo V acababa de inaugurar y acabó con el Palacio Real y la Opera, que aún no habían sido estrenados.

Se celebraba el Día de Todos los Santos. En la ciudad había 40 iglesias y nada menos que 90 conventos. Los lisboetas tenían fama de ser fanáticamente devotos, y ese día las iglesias estaban llenas. ¿Por qué Dios se había ensañado con ellos?

En otras ocasiones los predicadores acostumbraban mostrar estas calamidades como una prueba para la fe, pero ahora se lanzaron a buscar las causas de la ira divina. Quizá fuera culpa de los judíos, acostumbrados a cumplir el rol de chivos expiatorios, o más bien del comercio portugués con los herejes ingleses. En Inglaterra alguien hizo notar que la única iglesia que Dios había salvado era la protestante, y en Portugal, un jesuita aprovechó para culpar al marqués de Pombal porque perseguía a los jesuitas. A nadie se le ocurrió pensar en los crímenes de la Inquisición, porque había muy pocos que tuvieran conciencia de esas cosas. Algunos optaron por acusar a sus compatriotas de soberbia, avaricia, idolatría y superstición, defectos que sin duda tendrían pero no tenían relación con los sismos.

El tsunami de Lisboa se hizo sentir en dos continentes, pero donde más se proyectó fue en el tiempo, porque cambió la historia más que cualquier otra catástrofe natural. Lisboa abrió paso a las ideas de la Ilustración y aun del Romanticismo, cambiando en profundidad la cultura europea. Sus consecuencias políticas también fueron mucho más grandes que las físicas: Portugal nunca se recuperó del todo, cesó su expansión colonial y emprendió el camino de la decadencia.

Las mayores repercusiones fueron las culturales. Nadie sabe por qué fue precisamente ese terremoto el que puso en marcha el cambio. En 1690 otro sismo había sacudido a Europa, pero Leibniz había dado cuenta de él sin poner en duda la Providencia divina. El caso de Lisboa produjo una ruptura casi repentina: “En un momento toda Francia pensaba como Bossuet, y poco después como Voltaire”, escribió Paul Hazard en La crisis de la conciencia europea (1935). Quizá porque dio que hablar a tres de los mayores pensadores de ese tiempo.

VOLTAIRE

En el Siglo de las Luces no había radio ni televisión. Ni siquiera había rotativas para imprimir los diarios, pero se las ingeniaban para transmitir las noticias. Aún no habían pasado quince días del sismo cuando ya circulaban varias crónicas, bastante sensacionalistas e ilustradas con pavorosos grabados.

Rousseau, que acababa de regresar a Suiza, y Voltaire, que en ese momento estaba viviendo no muy lejos de él, se enteraron por este medio. Las noticias tardaron un poco más en llegar hasta Kant, que vivía en la Prusia oriental. Pero los tres estuvieron entre los primeros en reaccionar ante un hecho que parecía herir de muerte el optimismo de los racionalistas clásicos. Voltaire escribió el Poema sobre el desastre de Lisboa, que provocó la inmediata respuesta de Rousseau. Por su parte, Kant le dedicó tres ensayos.

Más allá de los motivos humanitarios, Voltaire tenía intereses en juego, porque había invertido algún dinero en el comercio con las Indias, y todo lo que afectara al puerto de Cádiz lo perjudicaba. Se horrorizó cuando supo que una populosa ciudad había desaparecido “como un hormiguero pisado por un caminante” y se indignó de que en París siguieran bailando como si nada hubiera ocurrido.

Voltaire no era ateo, sino deísta, de manera que no pensó en acusar a la Providencia. Tampoco enfrentó a los predicadores apocalípticos; más bien dijo sentirse engañado por esos “filósofos engañados que gritan todo está bien”. Se trataba de Leibniz, a quien no dejaba de nombrar.

Tras preguntarse, como hoy parece obvio, qué culpa podían tener los niños para merecer semejante castigo, invitaba a que admitiéramos la presencia de un Mal absurdo e irracional.

En la retórica volteriana, Leibniz quedaba como un tonto remanido. Pero el creador del cálculo infinitesimal, la principal herramienta de la ciencia moderna, no era tan idiota como el Doctor Pangloss, la caricatura que de él hizo Voltaire. Argumentaba que, en una visión global, lo que es malo para algunos puede ser parte del bien general. Simplificando mucho, “no hay mal que por bien no venga”. La falla estaba en pensar que esto no se aplicaba al presente, que era el mejor de los mundos posibles.

A posteriori, un leibniziano podría argumentar que el triunfo de la Ilustración fue un efecto benéfico del terremoto de Lisboa, lo cual, si bien no redime el dolor de las víctimas, no deja de ser cierto.

Voltaire eximía a Dios, condenaba a Leibniz y declaraba inimputable a la naturaleza, a la cual “no hay que interpelar, porque es muda”. El final era decididamente pesimista: el hombre estaba arrojado en un universo sin sentido. En el último verso, luego suprimido nos increpaba: “¡Mortales, a sufrir!”.

ROUSSEAU

Cuando Rousseau leyó el poema pensó que él era el destinatario, como el abogado de la Naturaleza que acaba de escribir los dos famosos Discursos. En sus Confesiones finge haber sentido pena por ese pobre hombre tan desesperanzado (Voltaire) que en lugar de darle consuelo le había hecho daño.

Desde su perspectiva, Rousseau también atacaba al antropocentrismo que pretendía poner a Dios y a la naturaleza al servicio del hombre. Argumentar que hubiese sido mejor que el sismo ocurriera en el desierto era como pedir que la naturaleza se sometiera a nuestras leyes.

Con todo, las desgracias que la naturaleza nos imponía eran menos crueles que aquellas que nosotros le añadimos con nuestra irresponsabilidad. Rousseau pasa así a ser el abuelo de todos los ecologistas, cuando afirma que no es conforme a la naturaleza construir veinte mil casas de 6 o 7 pisos muy cerca del mar. Ni mucho menos lo es levantar centrales nucleares en zonas peligrosamente sísmicas, añadiríamos hoy.

Para Rousseau estas expresiones del mal físico se debían a la violación imprudente de las leyes naturales. La responsabilidad la tenía la sociedad con sus valores “antinaturales” como la codicia: en Lisboa muchos habían perecido, porque volvieron a la zona de desastre en busca de dinero y joyas.

KANT

En Suiza, Voltaire y Rousseau pudieron haber sentido algún temblor del sismo, que llegó a levantar olas en las costas inglesas. Immanuel Kant, en cambio, vivía en Königsberg (que hoy se llama Kaliningrado y pertenece a Rusia) y las noticias de Lisboa tardaron unos tres meses en llegar.

Si Voltaire era un sexagenario y Rousseau un cuarentón, Kant, con treinta y un años, era el más joven. Acababa de ganarse una cátedra universitaria y tenía que enseñar materias muy dispares, como geografía y ciencias naturales. Eso lo autorizaba a escribir tres artículos sobre el sismo en un periódico local.

Si Teodoro W. Adorno dijo que el terremoto había servido para curar a Voltaire del optimismo, Walter Benjamin propuso que Kant fuera considerado el patrono de la sismología. Si uno fuera hegeliano, diría que era la síntesis entre los clamores de Voltaire y la reivindicación de la naturaleza por Rousseau. Kant se ocupó del terremoto con mucha menos pasión que aquellos, pero hizo algo más práctico: ponerse a pensar científicamente cuál era la causa de los sismos y cómo evitar sucumbir a ellos.

Su hipótesis era errónea, pero no dejaba de ser plausible. Curiosamente, ya la había propuesto Leibniz en su Protogea, y probablemente se inspirara en el Mundo Subterráneo, uno de los numerosos tratados del prolífico jesuita Atanasio Kircher. Partía de suponer que en las cavernas del subsuelo se acumulan gases que se encienden espontáneamente y estallan, sacudiendo la superficie del planeta.

Kant se hacía eco de Rousseau, cuyo retrato tenía en su modesto estudio, cuando pedía que reconociéramos que es peligroso jugar con las fuerzas naturales. Pero también evocaba a Leibniz, cuando trataba de encontrarles beneficios a los terremotos, como los manantiales de aguas termales o la ceniza volcánica que fertiliza la tierra.

La propuesta del joven Kant también era abandonar el antropocentrismo ingenuo para adecuarse a la naturaleza, sin pretender que ella se someta a nuestros fines. No se trata de explicar el “mal” físico sino de justificarlo, buscando sus causas y tratando de evitar sus efectos. Para explicar la naturaleza no hace falta una teodicea sino una ciencia.

En el siglo XVIII no sabíamos casi nada sobre el subsuelo, que era tan misterioso como la cara oculta de la Luna. Gracias a la actitud que impulsó Kant hoy no les atribuimos a un Dios cruel ni a una Naturaleza ciega las catástrofes naturales. Tenemos geología y sismógrafos, lo cual a tres siglos de distancia nos permite decir que lo que ocurrió en 1755 se originó en la falla Azores-Gibraltar y que el tsunami japonés de 2011 se debe a que la placa del Pacífico se está metiendo debajo de la placa de Ojotsk.

Pero si hemos dejado de hacer responsable a Dios, a la Naturaleza, a los filósofos o a cierta perversión que nos habría hecho abandonar la simplicidad natural, en general optamos por culpar al Estado. Esto ocurre precisamente en un tiempo en que el Estado se somete al poder del capital y después de haber visto el daño que los poderosos Estados totalitarios le hicieron a la naturaleza.

El tsunami de Fukushima, con sus temibles consecuencias nucleares, no parece fácil de atribuir a la debilidad humana o a la inoperancia estatal. Cuando la densidad poblacional era ínfima, era más fácil sobrevivir a los terremotos. Pero el mundo de hoy tiene diez veces más habitantes que el de Voltaire, lo cual nos hace mucho más vulnerables.

¿Servirá Fukushima para abrir un profundo debate, que esté a la altura de aquel de Lisboa, o se agotará en declaraciones principistas y promesas que nadie piensa cumplir? Lo primero no parece muy probable, si consideramos la escasez de la reflexión y la tendencia a pisar el acelerador sin reparar en las advertencias del GPS global...

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GRABADO DE LA BASILICA DE SANTA MARIA, CATEDRAL DE LISBOA, DESPUES DEL TERREMOTO DE 1755.
 
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