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Sábado, 3 de septiembre de 2011

MUCHOS CRATERES DE MARTE LLEVAN NOMBRES DE CONOCIDOS ESCRITORES

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 Por Pablo Capanna

Alguno de esos comedidos que llenan nuestro correo electrónico con alertas de virus y mensajes de amor y paz quiso compartir conmigo una noticia bomba: el 27 de agosto Marte iba a estar tan cerca de nuestro planeta que se vería tan grande como la Luna. No había que perderse esta oportunidad, que no iba a repetirse antes del 2287.

A esta altura ya sabemos que el anuncio era tan falso como aquel que circuló en 2003. La mayor aproximación de Marte se dará recién el 5 de marzo del 2012, aunque otro powerpoint acaba de recordarme que para entonces el mundo estará por acabar, así que no vale la pena ponerse ansiosos.

Este tipo de cadenas, un poco más verosímiles que otras, constituyen todo un género. Algún dato cierto, más cierta pirotecnia de números y nombres, pueden convencer a cualquiera, siempre que no se tome el trabajo de consultar fuentes más seguras.

Ocurre que el nombre “Marte” siempre se asocia con misterios y enigmas. Puede evocar desde los enanitos verdes hasta la Guerra de los Mundos, fábulas duraderas que no se rinden ni ante las cámaras filmadoras.

Hace años, cuando la información circulaba más despacio, cada acercamiento de Marte desataba una ola de platos voladores. Más tarde, cuando las sondas comenzaron a enviar fotos de los paisajes marcianos, lo primero que se dijo fue que en la planicie de Utopía había pirámides y esfinges. Claro que era sólo por unas horas, porque se trataba de un cambiante juego de sombras.

LAS LUNAS DE MARTE

Una de las leyendas marcianas más difundidas es “el misterio de los satélites” que nunca deja de reciclarse. Los satélites Phobos y Deimos fueron descubiertos por Asaph Hall en 1877. Sin embargo, en Los viajes de Gulliver de Swift, escrito más de un siglo antes, los sabios de la isla flotante de Laputa (sic) enseñaban que Marte tenía dos lunas. La leyenda dice que Hall quedó tan espantado por esta coincidencia que las llamó Phobos (miedo) y Deimos (terror). ¿Qué iluminación había tenido Swift, que no contaba siquiera con un buen telescopio?

El hecho es que la hipótesis se le había ocurrido a Kepler, como una de esas especulaciones numéricas a las que era tan adicto: si Venus no tenía satélites, la Tierra tenía uno y de Júpiter se conocían cuatro, a Marte le tocaban dos.

Jonathan Swift era amigo de Newton y tenía contacto con la Royal Society: en la novela hasta explicaba la tercera ley de Kepler. Los nombres Fobos y Deimos tampoco eran misteriosos: eran los caballos de Marte, dios de la guerra. Viéndolo así, no queda demasiado espacio para lo insólito.

¿Qué tiene Marte para seguir siendo misterioso, cuando ya hace tiempo que lo estamos explorando? Después de la Luna, Marte fue uno de los lugares más visitados por la imaginación, quizá porque siempre nos pareció un poco más familiar que otros mundos.

Basta asomarse al mapa de Marte compilado por la Nasa para reconocer muchos nombres conocidos de escritores que han sido asignados a cráteres y otros accidentes. Claro que más de una vez se trata más de tributos a la popularidad que a la riqueza de imaginación. Los astrónomos también son sensibles a las cosas que marcaron su infancia.

Con poco más de un siglo de historia, la lista de los viajeros a Marte se hizo numerosa. Casi se puede decir que empieza con un malentendido, cuando Schiaparelli vio “canales” y Lovell entendió que eran artificiales. La popularidad le llegó cuando Flammarion se puso a especular sobre la existencia de una civilización marciana. Llevado por la fama “bélica” del dios Marte, H. G. Wells se apresuró a imaginar a los marcianos como hostiles y abrió el camino para que años después Orson Welles asustara a todos transmitiendo una invasión marciana. Cada uno de ellos cuenta hoy con su cráter en Marte.

También lo tienen el editor John W. Campbell, que tantas historias marcianas publicó en sus revistas; Isaac Asimov, que juraba haber combatido el macartismo con una novela marciana; Robert A. Heinlein, que pensaba como McCarthy, y hasta el ilustrador Chesley Bonestell, que pintó los paisajes marcianos antes de que nadie los viera. Quien todavía no tiene cráter es el gran Ray Bradbury, que nos dio unos marcianos inolvidables, con algo de amerindios, hindúes y chinos y toda la alquimia de la nostalgia.

MAS FICCION QUE CIENCIA

Aun después de Verne y Wells, para los viajes a Marte se prefería recurrir a medios tan inmateriales como los de Emanuel Swedenborg, el geólogo convertido en místico que nutrió al espiritismo con sus pintorescas descripciones del cielo, el infierno y los planetas.

A comienzos del siglo XX, cuando se pusieron de moda los “canales”, las médium espiritistas solían hablar en marciano y contar sus paseos por los canales. Así lo hacían las pacientes de psiquiatras como Flournoy, Hyslop, de Rochas, y el mismísimo Carl Gustav Jung, el discípulo de Freud.

Las primeras expediciones literarias a Marte estuvieron a cargo del yanqui Edgar Rice Burroughs y del ruso Alexei N. Tolstoi, pero todavía no parecían confiar mucho en la cohetería y preferían viajar con la mente.

Antes de hacerse rico con Tarzán, Edgar Rice Burroughs (1875-1950) había sido vaquero, vendedor de sacapuntas y soldado del 7º de Caballería. No tenía demasiadas calificaciones intelectuales (hubo que convencerlo de que el Rey de la Selva no podía tener un tigre de mascota porque en Africa no hay tigres), pero se animó a escribir novelas de cualquier género. Esto incluía la ciencia ficción, a la cual dedicó exitosas sagas ambientadas en la Luna, Marte, Venus y hasta el centro de la Tierra. Una de las más exitosas fue la serie marciana, que inició en 1912 con Bajo las lunas de Marte.

Huyendo de los apaches, John Carter se refugiaba en una cueva y sin querer emprendía un “viaje astral” a Marte. Allí se casaba con la princesa Dejah Toris, tenía un hijo (tan heroico como él) y se lo pasaba luchando contra malvados, monstruos horribles y bestias de temer.

Cuando hablamos de Burroughs hay que ser muy benévolos para hablar de “ciencia ficción”, porque no parecía tener el menor escrúpulo de verosimilitud científica. Su Marte estaba poblado por humanos de color rojo, amarillo, blanco y negro, pero los verdes tenían cuatro brazos y también había hombres-plantas. Todas las razas eran ovíparas, pero tenían ombligo y las mujeres ostentaban generosos senos.

En el reino animal, hay una verdadera obsesión por la polipodia: leones y perros de diez patas, caballos de ocho, osos-centauros con cuatro patas para correr y dos para pelear...

A pesar de todas estas tropelías, Burroughs cuenta con un destacado cráter en Marte, casi igual al que tiene Stanley Weinbaum, que tanto se esmeró por inventar el tweel, un marciano convincente. Los ricos y famosos siempre tuvieron privilegios. El día que haya tours de jubilados a Marte, recomendaría a los lectores no visitar ese cráter, por más que Disney ya está amenazando con la película para el 2012 y puede llenarse de gente.

La influencia que ejerció Burroughs ha sido inversamente proporcional a su calidad literaria. Sin él sería difícil imaginar a Flash Gordon y hasta la entera saga de Star Wars le debe algo. Habrá que creer que el famoso espíritu de la aventura pudo más que la credibilidad y la lógica.

LA PRINCESA RUSA

El otro que viajó a Marte para seducir a una princesa fue el “conde-camarada” Alexei N. Tolstoi (1883-1945), que fue sucesivamente emigrado ruso y académico soviético, pero nunca dejó de hacer valer su parentesco con el autor de La Guerra y la Paz.

En su novela (Aelita, o la decadencia de Marte, 1923) viajan a Marte el ingeniero Loss, inventor de la nave espacial, y Gussev, el típico soldado valiente y bonachón del cine soviético. Los rusos se encuentran con que, a pesar de su avanzada tecnología, Marte tiene un régimen feudal. El soldado se pone del lado de la princesa Aelita, que se ha levantado contra el régimen, y aprovecha para poner en marcha una revolución socialista.

Más famosa que la novela es la versión cinematográfica (Protazárov, 1924), a la cual se recuerda sobre todo por sus escenografías de vanguardia: durante décadas fueron la referencia obligada para quien se pusiera a diseñar ambientes “futuristas”.

En la película, la acción alterna entre Moscú y Marte. En Moscú no se deja de mostrar el racionamiento, los problemas del transporte, la vivienda, la burocracia y hasta la corrupción. Pero Marte está gobernado por una oligarquía que no vacila en meter a los obreros en un frigorífico con tal de disimular el desempleo. Los rusos participan de la guerra civil marciana, pero Aelita, que estaba del lado del pueblo, de pronto se proclama reina. Entonces, el ingeniero despierta y descubre que por suerte su viaje sólo había sido un mal sueño. En ningún momento llegamos siquiera a ver la nave espacial.

El cráter que le adjudicaron a Alexei Tolstoi mejor podían habérselo dado a León. Como en el caso anterior, se aconseja dejar pasar el tour y en todo caso aprovechar el día para comprarles regalitos a los parientes.

ARGENTINOS EN MARTE

La literatura argentina tiene una tradición fantástica en la cual incursionaron casi todos los autores importantes, pero su fuerte nunca ha sido la ciencia-ficción. Nuestra experiencia histórica del último siglo ha pasado por muchos géneros: surrealismo, policial, western y hasta horror, pero siempre ha costado hacer que la ciencia fuera popular en estas tierras.

Con todo, el primer escritor argentino dedicado al género a quien reconocen los historiadores fue el naturalista Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937), una figura de la Generación del Ochenta, que entre otras cosas dirigió el Jardín Zoológico de Buenos Aires. Holmberg escribió sobre las polémicas del darwinismo, sobre los autómatas y hasta sobre un viaje a Marte, lo cual le da suficientes créditos como para ser el fundador de la ciencia-ficción argentina.

Su novela corta El maravilloso viaje del señor Nic Nac a Marte no tiene otro valor que el histórico, y quien tenga la ocurrencia de recomendársela a los escolares habrá contribuido sin duda a alejar de la lectura a todos aquellos que no piensan dedicarse a la historia.

El viajero de Holmberg tampoco viaja en cohete, pero se somete a prácticas ascéticas para “liberar su espíritu” y viajar a Marte. Encuentra que el paisaje marciano se parece al del norte argentino, lo cual podría ser verosímil. Pero pronto todo se diluye en alegorías bastante diáfanas. Hay una ciudad bipolar, con dos barrios. El de la Ciencia está poblado por gente brillante, divertida y simpática. El de la Religión es lóbrego y lo habita gente fea y depresiva. Pero no todo es tan claro, porque cuando están por morirse a los marcianos los llevan de una ciudad a otra para que se reencarnen. Esta mezcla de positivismo y espiritismo era bastante común en esa época, si pensamos en Lugones. El resto es una sátira de la Argentina, que incluye una disertación del autor ante la Academia y la presencia de un avatar de Sarmiento.

Antes que a alguien se le ocurra reclamar ante la Cancillería porque Holmberg no tiene cráter en Marte, habrá que hacerle saber que aunque pudieran dárselo por su gran labor como naturalista, sin duda no sería por este viaje, que de maravilloso sólo tiene el título.

En cambio, quien lo merecería es mi marciano favorito, el astronauta argentino Juan Pablo Zaramella, autor de Viaje a Marte (2004), una joyita de la animación que se ha cansado de cosechar premios en todo el mundo.

Ese chico de plastilina que sueña con aventuras espaciales como el Capitán Beto de Spinetta viaja a Marte en la camioneta del abuelo. Cuando despierta se encuentra en el Marte soñado: un paisaje rojo y desértico donde sólo hay un quiosco de choripanes. La energía que lo ha llevado hasta allí es la misma que impulsaba al joven Bradbury con los sueños del niño Ray. Al final hasta los astronautas de Cabo Kennedy terminan comiendo empanadas... Para el autor de este Viaje... reclamamos ya no un simple cráter sino un canal entero. Si no existe, los argentinos lo haremos. Eso sí, quizá salga un poco caro.

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John Carter dibujado por Frank frazetta.
 
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