futuro

Sábado, 3 de mayo de 2003

CIENCIA, éTICA Y NEGOCIOS

El precio del saber

Por Pablo Capanna

Una de las mayores revoluciones médicas del último siglo se inició en 1928 cuando Alexander Fleming, que trabajaba en un hospital público y gratuito en Londres, descubrió la penicilina.
Con las técnicas de entonces, resultaba sumamente difícil extraer y purificar el antibiótico. La industria farmacéutica, que prefería apostar a lo seguro desarrollando las sulfamidas, no se interesó por producirlo.
Cuando ya Fleming había desistido, un laboratorio de Oxford logró producir cantidades razonables de penicilina en 1940. Los primeros ensayos con ratones obtuvieron resultados “milagrosos” y despertaron interés del otro lado del Atlántico. Max Tischler, de Merck, fue quien se hizo cargo del tema en Estados Unidos. Con fuerte apoyo del gobierno norteamericano organizó una misión secreta, cuyos resultados a largo plazo serían tan importantes como los del Proyecto Manhattan. De hecho, fueron diametralmente opuestos, porque varias generaciones le deben la vida.
Fue así como, en momentos en que las bombas V2 arreciaban sobre Londres, los ingleses Florey y Chain abordaron un avión en Lisboa llevando consigo muestras de penicilina y lograron aterrizar en Nueva York en medio de una ola de calor que por un momento estuvo a punto de matar las cepas.
En Estados Unidos se sabía que los alemanes estaban investigando el tema, razón por la cual había tomado cartas en el asunto Vannevar Bush, el ingeniero que actuaba como asesor científico de Roosevelt. Bush convocó a varios laboratorios privados, como Merck, Pfizer, Squibb y Lederle, y en poco tiempo logró que produjeran la suficiente penicilina no sólo para la población de Estados Unidos sino también para respaldar la invasión a Normandía. El interés nacional, tanto civil como militar, había movilizado las fuerzas por encima de los intereses comerciales, y el tema de las patentes apareció recién más tarde. No cabe duda de que Bush eran los de antes...
Fleming, que había sido el padre de todo, se había negado sistemáticamente a patentar la penicilina, porque consideraba que el antibiótico era “un don para la humanidad”. Seguía la tradición de Pasteur, quien nunca patentó nada.

Los años de Robert Merton
En aquellos años, el sociólogo Robert Merton escribía con toda seriedad que la única propiedad intelectual que reclamaba el científico era el respeto y la estima de sus pares, y nadie se atrevía a ironizar.
Muchos años más tarde, cuando ya la investigación médica (generalmente financiada por el dinero de los contribuyentes) había creado enormes negocios para las corporaciones, César Milstein tuvo la misma actitud. El argentino se dio cuenta del potencial económico de los anticuerpos monoclonales que le iban a valer el Nobel en 1984, si bien nunca sospechó las cifras multimillonarias que generaría. Milstein, que fue tachado de tonto por los mismos que habían obstaculizado su trabajo y luego hicieron dinero con él, declaró, en el mejor estilo Pasteur, que “las aplicaciones prácticas de la ciencia son parte de la ciencia misma. Son avances en el conocimiento general y, en consecuencia, no pertenecen a nadie en particular, sino a la sociedad entera.”
La historia recuerda este ejemplo de ética del científico argentino, por encima de la mala fama que nos ha dado nuestra clase dirigente. Tampoco hay que olvidar que el ético Milstein había tenido que abandonar el país,después de haber sido víctima del “moralizador” Onganía y de sus largos bastones.
Por supuesto, no siempre los científicos fueron santos, como ocurre en cualquier profesión, pero antes de que los negocios comenzaran a controlar y orientar la investigación, ésa era la ética que se proponían respetar.

Ética y ciencia
El éxito que ha tenido la obra teatral Copenhague, de Peter Frayn, superando tanto las dificultades conceptuales como la penuria económica, demuestra hasta qué punto despiertan interés las implicaciones éticas de la ciencia.
Como suele ocurrir, el tema ético en la ciencia tiene distintas dimensiones. No sólo atañe a la responsabilidad social del científico, que es fácil de ver en cuestiones como la energía nuclear o la bioética. Es algo que se plantea en el propio seno de la comunidad científica y sus prácticas de investigación.
Existe una ética científica que impone hacer “buena ciencia”: plantear problemas relevantes, hacer públicos los resultados de las investigaciones, explicitar las metodologías, someterse al juicio de los pares y exponerse a la refutación. El problema se complica cuando se generan tecnologías, que por definición son de propiedad privada y se resguardan bajo patentes.
Sin embargo, existe una ética aún más básica, que no sólo vale para los científicos sino también para todos, al punto de estar contemplada en las leyes. Normas tales como “no robar” o “no mentir” gozan de venerable antigüedad y universalidad (aunque su cumplimiento sea escaso), porque sin ellas no puede haber convivencia ni credibilidad.
En la historia de la ciencia, no escasean los fraudes. Pero el método, en manos de la propia comunidad científica, termina por desenmascararlos a corto, mediano o largo plazo, como ocurrió en el caso del “hombre de Piltdown”. Se sabe, por ejemplo, que Haeckel fraguó pruebas para defender su teoría que hacía descender al hombre directamente del mono (aun a pesar de la cautela de Darwin) y tuvo que disculparse.
En aquellos tiempos se hacía trampa por la gloria, el prestigio o el Nobel. Pero, al parecer, el avance de los intereses económicos ha generado nuevas formas de mentir o robar. A la fama y otros acicates se les suma ahora el dinero.
Algo de eso ocurrió con la investigación del sida, donde se mezclan la corrupción y la impunidad en el mejor estilo de la política argentina. En esa historia, como escribe Linda Marsa en Prescription for Profits, “el dinero, el ego y el prestigio norteamericano pasaron a ser los motivos principales, desplazando a la buena ciencia”.
Quizás una buena manera de entender la ética científica sea pensar en hacer exactamente lo contrario de lo que hizo el Dr. Robert Gallo.

HTLV, LAV y HIV
El norteamericano Robert Gallo desciende de una familia de inmigrantes piamonteses, de esos que siempre hicieron lo posible para diferenciarse de la colectividad italiana, borrar sus orígenes e identificarse con los valores de la clase alta anglosajona.
Según cuenta en su autobiografía Cazando virus, se decidió a investigar el cáncer luego de que su pequeña hermana muriera de leucemia. En los años setenta, su atención fue atraída por los retrovirus; pensó que entre ellos podría llegar a encontrar la causa de esa enfermedad. Nixon les había declarado la guerra a las enfermedades oncológicas en 1971 y había hecho generosos aportes al Instituto Nacional del Cáncer, donde trabajaba Gallo. Nuestro héroe (o mejor, villano) se interesó por los “virus lentos”, que habían sido descubiertos décadas antes y tenían características pococomunes. Al revés de lo que ocurre en la mayoría de las células, donde la información genética pasa del ADN al ARN, en los retrovirus ocurría lo contrario. Más tarde se supo que eso se debía a la presencia de una enzima llamada transcriptasa inversa, que no aparece en otras células.
Ansioso por llegar pronto al Nobel, Gallo tuvo un serio traspié cuando anunció en 1976 que había descubierto el retrovirus que causaba el cáncer. Pero al poco tiempo quedó en evidencia que su llamado “virus del tumor humano” de hecho sólo afectaba a los monos. Gallo se disculpó explicando que inadvertidamente los cultivos de tejido humano se habían contaminado con el virus simiesco debido a un “accidente del freezer”. Cayó en el ridículo, y durante un tiempo todos se burlaron de su “virus del rumor humano”.
Dos años después, Gallo recuperó algo de prestigio cuando descubrió el HTLV-1 (Virus Humano del Linfoma de células-T), el primer retrovirus que resultó implicado en la leucemia humana. Pero de pronto el escenario mundial de la salud sufrió un cambio radical cuando se dieron a conocer en 1979 los primeros casos de sida. La nueva pandemia, que al principio se asociaba exclusivamente con la homosexualidad masculina (se lo llamaba “cáncer gay” o GRID, Gay Related Inmune Deficiency), tomó el nombre de AIDS (sida, en español) en cuanto se descubrió que nadie estaba exento de contagio. El nuevo desafío era encontrar su etiología.
Se había observado que muchos pacientes de sida estaban infectados con el virus leucémico HTLV, de manera que Gallo convenció a sus jefes de que la investigación debía realizarse en el Instituto del Cáncer. En realidad, el tema hubiera correspondido a otro laboratorio oficial. Pero Reagan acababa de cortar drásticamente los presupuestos de salud y cualquier motivo era bueno para obtener fondos y mantener los proyectos en marcha.
En 1982 Gallo pensó que ya había encontrado la causa del sida cuando se topó con otro virus, un primo del HTLV-1. De hecho, más tarde se supo que este HTLV-2 causaba una rara forma de leucemia, sólo conocida en el Caribe y en remotas aldeas japonesas. Para entonces Gallo había conseguido una importante financiación privada de parte de Mary Lesker, la arrepentida viuda del hombre que había lanzado al mercado los Lucky Strike, y estaba trabajando a toda máquina, decidido a cazar el escurridizo virus del sida.

Mientras tanto, en Francia...
Gallo era apenas uno de los tantos que estaban investigando el sida. Bajo la dirección de Luc Montagnier, los franceses del Instituto Pasteur también trabajaban en el tema, aunque con menos prensa. Estudiando los tejidos de Fréderic Brugière, un hombre gay sumamente promiscuo que había muerto de sida, encontraron toda una gama de agentes infecciosos, pero uno de ellos les pareció particularmente interesante.
Pensando que podría tratarse del HTLV, y considerando que la investigación del sida era de interés para toda la humanidad, Montagnier no perdió tiempo y le mandó una muestra a Gallo. El norteamericano le hizo llegar los anticuerpos de que disponía, pero éstos no reaccionaron con el virus galo. Evidentemente, se trataba de otro agente, que prudentemente Montagnier llamó LAV (virus asociado con la linfo-adenopatía). En realidad, había descubierto el HIV, que es un lentivirus de otra clase.
Cumpliendo escrupulosamente con las normas éticas, Montagnier le mandó a Gallo en 1983 un informe y algunas muestras del LAV, a pesar de que algunos de sus colaboradores le habían advertido que los norteamericanos se lo iban a robar. Gallo ignoró sus informes, pero pidió otras muestras.
Entonces fue cuando súbitamente Gallo “descubrió” un tercer retrovirus de la familia HTLV y anunció al mundo que había develado el enigma del sida.

Entre Gallo y medianoche
El 24 de abril de 1984, la secretaria de Salud de los Estados Unidos Margaret Heckler se apresuró a anunciar “un nuevo triunfo de la ciencia (norte)americana”, mediante una pomposa conferencia de prensa convocada en Washington. El sida era causado por “una variante de un virus del cáncer llamada HTLV-3, descubierta por el eminente científico norteamericano Dr. Robert Gallo”.
Al parecer en el texto del discurso figuraba una mención del trabajo de los franceses. Por lo menos así lo había prometido Mikulas Popovic, el brazo derecho de Gallo, quien hasta había firmado un compromiso escrito con los del Pasteur. Pero sorpresivamente la ministra se salteó el párrafo. Según explicó Gallo, con gran imaginación, la ministra “estaba resfriada” y los medicamentos que estaba tomando la confundían.
Pronto, a las protestas de los franceses se sumaron las de muchos científicos norteamericanos, algunos de los cuales estuvieron a punto de perder sus empleos por afirmar públicamente que el descubrimiento pertenecía a Montagnier. El más duro fue Peter Duesberg, una autoridad en retrovirus, quien sentenció que “no se hace ciencia con gacetillas de prensa” y hasta hoy sigue sosteniendo que toda la investigación está errada.
No era la primera vez que Gallo hacía ciencia mediática: en 1975 sus colegas se habían enterado por los diarios de uno de sus variados anuncios sobre el cáncer.
Una norma básica de la ética científica indica que los descubrimientos deben publicarse en revistas especializadas antes de darlos a publicidad, para someterse al juicio de los pares y corroborar las pruebas, pero aquí habían privado el interés nacional y el sensacionalismo.
Pronto la verdad se abrió paso, cuando los expertos dictaminaron que el HTLV-3 yanqui era idéntico al LAV francés. No había confusión posible. En un campo donde los virus mutan a cada rato, era imposible que dos muestras se parecieran. Los dos virus eran tan iguales como si uno fuera la fotocopia de otra. No cabía duda de que alguien se había robado el HIV. ¿Quizás el eminente Dr. Gallo? Gallo se indignó, y empezó por descalificar a Montagnier, de quien dijo que no tenía experiencia en retrovirus (falso), que hacía pésima ciencia (falso), y que nunca se le hubiera ocurrido tomarlo en serio. Pero en privado, su socio Popovic seguía colmando de elogios a los del Pasteur, quizás para calmarlos.
Según Gallo, lo que había ocurrido era que en su laboratorio, que evidentemente tenía problemas con la cadena del frío, se había producido otro “accidente de freezer”, por el cual su muestra se había contaminado con la francesa. Más aún, algún ayudante había cambiado por error las etiquetas y lo había hecho confundir, según contó en su autobiografía. Evidentemente, Gallo pertenece a esa clase de personas a quien le convendría hacer voto de silencio en defensa propia.

Negocios son negocios
En una entrevista, Gallo declaró que “toda esta estúpida polémica fue provocada solamente por razones de patentes y dinero”. Nunca dijo nada más cierto.
En efecto, los franceses del Pasteur, asociados con una empresa norteamericana, habían presentado en diciembre de 1983 una solicitud de patente para el test de HIV, que fue convenientemente cajoneada. El National Institute of Health, de quien dependía Gallo, la presentó cuatro meses más tarde, en abril de 1984, y misteriosamente la obtuvo en tiempo record, a pesar de todas las irregularidades de que se acusaba a Gallo. Es más, entre las cinco empresas que resultaron adjudicatarias de la patente 4.520.113 había tres que estaban asociados al laboratorio de Gallo. Los franceses contrataron el mejor estudio de abogados disponible en Estados Unidos y siguieron pleiteando, hasta que intervinieron sus respectivos gobiernos, en busca de una “solución política”.
La cuestión se dio por resuelta mediante un acuerdo firmado en 1987 por Ronald Reagan, flanqueado por George Bush (padre) y Jacques Chirac, donde se repartían en partes iguales entre Francia y Estados Unidos los derechos por la patente del test, aunque los franceses renunciaban a sus acciones legales.

¿Se hizo justicia?
El escándalo desembocó en un informe oficial del Office of Scientific Integrity, que en 1992 dictaminó que Gallo había tenido “comportamientos poco honestos” y era responsable de “engaños graves”. La investigación oficial absolvía a Gallo de los delitos de fraude y hurto, determinando que de los veinte errores cometidos, sólo ocho eran debidos a engaño, pero dejaba bajo sospecha a Popovic.
Más contundente resultó una investigación periodística de John Crewdson, publicada por el Chicago Tribune, que denunciaba y documentaba auténticos fraudes. Gallo, por ejemplo, había suprimido dos líneas de un informe y censurado párrafos de un artículo donde Popovic reconocía el mérito de los franceses. Al margen, había escrito de puño y letra “Mike, ¿estás loco?” En el mismo contexto, cambió una foto por otra, y sólo atinó a echarle la culpa al ayudante de laboratorio que se había equivocado al rotular las muestras.
No sería la famosa “pistola humeante” ni nada que se le pareciera (algo como un teclado aún tibio o un bolígrafo húmedo), pero no dejaban de ser pruebas. Sin embargo, aunque por engaños menores se han desencadenado guerras, la benevolencia de la Oficina de Etica absolvió a Gallo.
Cualquiera hubiera dicho que a todo esto tenía que haber quedado como el Gallo de Morón, desplumado y cacareando, pero la solución resultó más que conveniente para alguien tan sospechoso. Con el convenio firmado por Reagan y Chirac, el instituto estatal norteamericano recibía unos cinco millones de dólares. Por su parte, Gallo y Popovic se beneficiaban con modestas regalías de unos cien mil dólares anuales.
Claro está que nunca le dieron el Nobel. Pero tampoco se lo dieron a Montagnier.

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Cesar Milstein, Louis Pasteur y Alexander Fleming se negaron a patentar sus descubrimientos por considerarlos patrimonios de la humanidad.
 
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