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Viernes, 22 de julio de 2016

RESCATES

El desierto soy yo

Lhasa de Sela 1972-2010

 Por Marisa Avigliano

A la hora más temprana del despunte cruje el desierto de Lhasa e inventa la mejor forma de templar cuerdas. La voz de la mujercita de Big Indian –el diminutivo aparece solo para hacer juego con el ondular de sus hombros– humedece palabras cortadas por rachas de subsuelo seco y modula vocales nuevas. La mexicana por parte de padre deja que su inglés materno olvide convenciones fonéticas y canta “He venido yo corriendo, olvidándome de ti/dame un beso pajarillo, no te asustes colibrí/He venido encendida al desierto pa’ quemar/porque el alma prende fuego cuando deja de amar”. Canta desde la médula de sus huesos y termina cantando desde ahí, dijo –así o parecido– un rumor de difuntos en la despedida.

Lhasa murió en Montreal, tenía treinta y siete años, dos más desde que le diagnosticaran cáncer. Si terminaba desde la médula ¿desde dónde empezaba el ruego de la boca con sabor tecno, gitano y klezmer que la hizo cantar itinerante a los 13 por San Francisco o por donde llegara con ese micro escolar convertido en casa, escuela y patio en el que viajaba y vivía con su familia (madre fotógrafa, padre maestro y hermanas) y años después también en esos bares perdidos donde nadie parecía escuchar al que cantaba? A ella sí, a ella sí. Un llanto hipnotizador, un grito suave y una voz fulgente tibetana nacida y guardada en su nombre, Lhasa, lograban la atención que la cerveza acostumbrada al estrellato compartía con ganas. El bar entero -como en la estereotipada imagen de una propaganda- hacía silencio y la voz de Lhasa con distinto nivel de incisión de aire tomaba puerto en el rincón más desatento y ahí se quedaba. Llegaron entonces los discos, Llorona (1997, su disco en español), The living road (2003) y Lhasa (2009) y después los premios, las revelaciones y sus canciones repiqueteando en imágenes de otros (De cara a la pared en el soundtrack de Los Soprano) o en documentales, Lilith Fair: A Celebration of Women in Music y en recuerdos, como en Leonard Cohen Everybody knows, por ejemplo. Una ranchera mexicana con tonalidad francesa en alargue inglés silbaba árabe en la saliva de su boca cantora evocando viajes imaginarios y reales, una fusión misteriosa que la volvía imprescindible en el silencio de la ruta o en el circo europeo en el que trabajaban sus hermanas (una funambulista, una acróbata y una contorsionista) y donde Lhasa estuvo por algún tiempo componiendo canciones (Con Toda Palabra y La Marée Haute son de aquella época). También hubo tiempo para un dúo con Yves Desrosiers (Mi morenita) y para un fado de ternura y tormento (Meu amor meu amor). Pero fue corto más corto que lo que alertan los refranes irlandeses y, mientras todxs esperaban disco nuevo, Lhasa moría en su casa canadiense. Murió el primer día de un año nuevo con ecos de repetición ausente de Taraf de Haïdouks, Sam Cooke, Amália Rodrigues, Al Green, María Callas y Chavela Vargas. Como si un dardo de sueño de juguete o una pistola de agua la hubiera distraído solo por rato el silencio de sus letras sostuvieron la espera corta, “una canción es una destilación. Igual que cuando hierves algo, se evapora el agua, y queda la esencia” repetía Lhasa mientras componía o recordaba una canción vieja que volvía una y otra vez a escuchar. En ausencia sin promesa de escondrijo y desvanecida por los artificios de la despedida su frase era aún más cierta. Dicen que cuando el desierto se enteró de su muerte se oyó “y que me quedé sin voz” ¿o se escribe vos?

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