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Viernes, 2 de abril de 2004

CINE

vivir antes de morir

Apartándose de fórmulas lacrimógenas y golpes de efecto, la directora española Isabel Coixet narra en Mi vida sin mí la odisea secreta de una joven madre a la que le diagnostican un cáncer galopante que apenas le garantiza dos meses de vida. Ann, interpretada por la extraordinaria Sarah Polley, decide vivir a pleno ese tiempo, cumplir deseos personales y organizar la vida de los que la necesitan.

 Por Moira Soto


No es algo habitual que nos demos tiempo para pensar las cosas que deseamos hacer antes de morir, acaso porque desconocemos la fecha precisa y preferimos desentendernos del tema o a lo sumo bromear con él. Ann, la protagonista del estreno Mi vida sin mí, se sienta en un bar a escribir esta lista porque un médico le acaba de informar que los síntomas que ella creía de un nuevo embarazo, en realidad son de un cáncer avanzado y le quedan alrededor de dos meses de vida. Lejos de derrumbarse, la joven de 23 –dos hijas, empleada nocturna de limpieza, un marido semidesocupado– decide guardarse la terrible noticia y hace planes. Para sí misma y para los que ama, que van a sufrir su ausencia. No llega cumplir del todo el programa, pero hace todo lo posible. Esta historia surgió del cuento Pretending the Bed is a Raft, de la norteamericana Nancy Kincaid, que la directora española Isabel Coixet leyó hace algunos años. Pero en el original, el personaje se lo cuenta a todo el mundo, actitud que la realizadora y guionista optó por dar vuelta con la anuencia de la autora, que incluso estuvo en el rodaje que transcurrió en Vancouver, Canadá.
Aunque desafortunadamente aquí no se presentaron sus films anteriores, Isabel Coixet es una cineasta apreciada y premiada internacionalmente. Todavía adolescente, ella escribió guiones para historietas, y a los 20 ya hacía notas para publicaciones de cine. Cursó la carrera de Historia que culminó con una tesina sobre “El cine de los ‘70”, mientras colaborada en la revista Fotogramas. Llamó la atención con su primer corto Mira y verás, y en 1987, Coixet escribe y dirige el largo Demasiado viejo para morir joven, con importante elenco local. Durante años se dedica a realizar spots publicitarios y videoclips hasta que en 1995 hace Cosas que nunca te dije, en los Estados Unidos, con Lili Taylor en el rol de una chica que intenta matarse cuando su novio la deja, y luego graba una serie de videos destinados al que la plantó, pero las cintas son interceptadas por un mensajero meterete. “Amor. Falta de amor. Amor como proyección. Qué diferencia hay entre estar enamorado y creer que se está enamorado (ninguna)... La sensación de que por mucho que dos personas hablen lo más importante siempre se calla”, así hablaba de este film Isabel en época de su estreno.
Tres años después, la española –catalana, para más datos– ofreció un nuevo largo, con dedicatoria desde el título: A los que aman, en el que apelaba a la literatura (Stendhal), a la pintura (Watteau, Géricault) para relatar recuerdos de amores contrariados de juventud, en pleno siglo XVIII (“Amar es igual a sufrir. Por eso esta película es un homenaje a los que aman, aunque no sean amados”, según la romántica Coixet). Mi vida sin mí, film de muy bajo presupuesto y sin estrellas –aunque sí con intérpretes prestigiosos– fue ovacionada en el Festival de Berlín y muy elogiada por la crítica en los países en que se estrenó. Está protagonizada por la extraordinaria Sarah Polley (Dulce porvenir, recientemente vista por el cable en Un monstruo en el camino, primor de Hal Hartley) en el rol de Ann, la joven esposa y madre que resuelve vivir su vida y preparar su partida en apenas dos meses; Mark Ruffalo –de destacada trayectoria teatral, que encabeza en futuro estreno En carne viva, junto a Meg Ryan) como el lector solitario y pensativo del lavadero que entabla relación con la heroína; Deborah Harry –la mítica integrante de Blondie– es la agriada madre, y Scott Speedman (de la serie Felicity) encarna al simpático pero algo tarambana marido; el reparto se completa con los nombres de Leonor Watling, María de Medeiros y Amanda Plummer.
Desde las oficinas de su productora Miss Wasabi, Isabel Coixet atiende cordialmente a Las/12, aunque reconoce que está “hasta el moño de entrevistas, pero vamos, hagamos ésta que me ilusiona mucho estrenar en la Argentina”. En una parte de la nota, la directora se entusiasma al referirse a Kill Bill, reciente estreno en España: “Es que últimamente he visto varias películas de mujeres maltratadas a las que les pasan cosas horrorosas, como una serie del japonés Hiroko Misane. Entonces, de repente ver a Uma Thurman con chándal amarillo cortando cabezas, es que me pareció liberador, una catarsis. Vamos, que estuve a punto de entrar a una tienda y comprarme un traje como el de ella y una katana... Creo que las películas también pueden ser eso: obras que te den un puro subidón de energía, y ya. Como Ann en Mi vida..., yo también tengo mi punto frívolo, y este film de Tarantino lo satisface”, dice la directora que el año pasado rechazó la oferta de Steven Spielberg para dirigir Memorias de una geisha, sobre el cuestionado libro de Arthur Golden. Pese a la opinión de los amigos (“no seas idiota, coge el primer avión y márchate a Los Angeles”), Isabel pensó que no tenía nada que hacer en una megaproducción de 50 millones, cuyo guión ocupaba 300 páginas. El modelo de Coixet, y no sólo por el parecido flequillo que ambas portan, es Agnès Varda, “el prototipo de la honestidad como cineasta, hago mía su frase: ‘Nunca he pensado en hacer una carrera, sólo en rodar las películas que me salían del alma’”.

Ann, la heroica
–A menudo, a las mujeres les toca llevar adelante historias de heroísmo cotidiano, sin alardes. Se podría pensar que tu película también las reivindica a ellas, aunque no pasen el trance límite de Ann.
–Claro que sí. Tantas mujeres que sostienen familias, hijos, que hacen trabajos duros, que tienen pocas gratificaciones y viven sin quejarse. A mí las que siempre me sorprenden son esas mujeres que sin una formación académica y habiendo dejado el colegio a los quince años, sin embargo tienen una especie de inteligencia natural que las hace entender de manera casi instintiva los grandes temas, ¿no? Y a mí ese sentido práctico, esa visión clara de las cosas siempre me ha fascinado mucho.
–En el caso concreto de Ann, la protagonista de Mi vida sin mí, no es que ella se convierta mágicamente en una heroína: viene llevando una vida cuesta arriba, manteniendo a la familia con un trabajo ingrato...
–Como estas mujeres de las que hablábamos antes, ella está acostumbrada a no quejarse. Y para mí, aunque no te pasen las cosas extremas que le ocurren a ella, aunque no sepas que te vas a morir pronto, tiene mucho valor ese heroísmo de la vida cotidiana llevada sin lamentos. Esto es algo muy común y me gusta mucho reivindicarlo en mi película. Yo vengo de una familia obrera, de clase baja. Y no sé, nosotros no teníamos dinero, pero nadie se quejaba. A mí me parece que los ricos tienen la equivocada idea de que los pobres, los que tienen que arreglárselas con muy poco, pasan eldía quejándose. Y esto no es así, según mi experiencia entre gente muy modesta que no andaba amargándose por ser pobres, una situación que formaba parte de la vida cotidiana. Creo que a Ann le pasa un poco eso.
–También es verdad que en casos extremos de peligro, enfermedad grave, etc., pueden aparecer en las personas reservas morales insospechadas para ellas mismas.
–Eso pasa, claro que sí. Fíjate que uno de los actores, Mark Ruffalo, tuvo un tumor cerebral y cuando lo supo, durante tres meses no dijo nada a nadie porque su mujer estaba embarazada. El pensó que con decírselo no iba a arreglar nada y encima a ella le iba a estropear el momento feliz de dar a luz. Y yo creo que esa situación que vivió, y de la que salió tan bien, le ayudó a tener una empatía brutal con el personaje de Ann.
–Una de las escenas más tiernas y poéticas de tu película es la del lavadero, cuando él va a buscar el café, regresa y la encuentra a Ann dormida, recostada sobre el asiento. Y él la mira, se sienta, va acercando su silla, y la sigue mirando dormir, como si entrara en el sueño de esa desconocida...
–Ah, me gusta mucho que te guste porque para mí es como el paradigma de cómo me gustaría que transcurrieran las relaciones entre la gente. Claro que yo sé que no son así, pero la película no es un documental. Y esto es lo que quise transmitir, alguien que se detiene a contemplar a una persona que no conoce pero le atrae, que simplemente está durmiendo.
–Esa contención, ese pudor para tratar un tema como el de la muerte, que en el cine ha dado películas tan demagógicas como Love Story o La fuerza del cariño, dejan un espacio al público para que la complete.
–Sí, que cada uno ponga su parte, la imagine. Yo misma no sé si ese epílogo que tiene Mi vida... realmente ocurre, o si es lo que me gustaría que sucediera con esos personajes a partir de la muerte de ella, que no se ve en pantalla.
–¿Que esa muerte no significa la desaparición total, que la odisea personal y secreta de Ann valga la pena?
–Eso es lo que espero, desde luego: que su coraje dé frutos. Yo estoy convencida de que sí, que valió la pena todo lo que hizo por los demás, incluso por ella misma, incluso el cumplir ciertos deseos muy personales.
–Tus películas anteriores también revelaban aspectos del mundo femenino.
–Hay una cosa que me parece que es común a todas, y es ese abismo entre la realidad y el deseo, y cómo nos manejamos en la vida para surcarlo, y cómo nos frustramos cuando no lo logramos. Todo el mundo suele ver un toque femenino en mis películas del que no soy demasiado consciente. La vez pasada, en un congreso, los participantes se habían puesto de acuerdo para señalar que en mi cine la gente hace la cama, friega los platos, cosas así que no se suelen ver en las películas de hombres porque a ellos no se les ocurre que son cosas que hay que hacer todos los días, que te llevan muchísimo tiempo, y me gusta que se hagan en mis películas. Pero, sinceramente, no sé si en un test ciego alguien podría deducir si se trata de obras de una directora o un director...
–¿Un director como John Sayles, por ejemplo, que ha hecho retratos tan humanos y profundos de personajes femeninos?
–A mí me gusta mucho John Sayles, pero no su película La casa de los babys, me sorprendió mucho que se manejara con los clichés de un yanqui hablando del tercer mundo. Pero, de todos modos, son muchas sus buenas películas, y me ha encantado la última que vi, The Sunshine State.
–Tus films, particularmente Mi vida sin mí, le han gustado mucho al escritor y crítico de arte John Berger.
–Es verdad. Por otra parte, él es alguien que siempre me inspira muchísimo, por eso al final le puse una dedicatoria. De hecho, uno de los textos que lee el personaje de Mark Ruffalo a Ann es de Hacia la boda, una de mis novelas favoritas.
–Lo que humaniza mucho a tu heroína es que en medio de su drama tenga gestos de coquetería, vaya a la peluquería... Esa es una observación que difícilmente habría hecho, con ese grado de comprensión, un tipo...
–Claro, porque al final ella es una tía de 23 que apenas ha vivido. Las cosas que aspira a hacer en lo que le queda de vida son una mezcla entre lo fundamental y lo frívolo. Ella vive esos dos meses a tope en todo sentido.
–Esta forma de desarrollar el tema de la muerte próxima, inexorable, ¿llevó al elenco y al equipo técnico a algún tipo de replanteo sobre su propia vida?
–Al menos durante cinco minutos (risas). Pero sí, creo que la película llevó a los que trabajaron, puede llevar a los que la ven a algún tipo de replanteo vital.
–Y a preguntarnos sobre el valor de esta vida que, ¿es la única que tenemos?
–Pues sí, es la única que hay. De hecho, uno de los grandes reproches que se le hizo a la película cuando se dio en los Estados Unidos, es que la protagonista nunca se encuentra con Dios, no reza. Hubo un crítico de un diario de Texas que lamentó mucho la ausencia de Dios. Y yo tuve una bronca con un periodista porque le dije que no creía, creo que se ofendió un poco.
–Tampoco en tu film se juzga a Ann cuando busca una aventura romántica extramatrimonial, que vive sin la menor culpa.
–Bueno, a alguna gente de España, que tampoco soportó la falta de Dios, le sentó fatal que ella cometiera adulterio. Es verdad, ella no siente culpa y además no es castigada. Faltaba más.

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