las12

Viernes, 22 de marzo de 2002

SOCIEDADES

Nacer marcados

Zunilda, Nancy, Alicia y Sabina conocen la impunidad policial. Las amenazas de muerte que recibieron sus hijos, ninguno mayor de 16 años, se cumplieron. Hay informes oficiales que adjudican los homicidios a un escuadrón de la muerte que opera en la zona de Bancalari, al norte del Gran Buenos Aires. Hasta ahora hay un solo responsable preso.

 Por Marta Dillon

El portón de chapa se abre antes de que nadie intente golpearlo. Tal vez el ruido de las gomas de un auto sobre los charcos que inundan la calle de barro, en una de las entradas del barrio Bancalari, haya sido suficiente para saber que había visitas. Zunilda espera adentro, espera también que quien entre sepa que tiene que hacerlo. Ella sólo se para allí, en la boca de un patio de cemento que divide el kiosco familiar de la vivienda y apenas después de saludar corre la mesa bajo el cielo abierto. Así es mejor, necesita esa poca luz que permite la oscuridad intermitente de la tormenta. A Zunilda le duele el alma. Acaba de ver por televisión cómo un vecino de Don Torcuato reivindicaba la actuación de Hugo Alberto Cáceres, acusado de ser la cabeza del escuadrón de la muerte que actúa en Zona Norte, donde vive Zunilda allí donde se bajan a balazos a niños que roban con la misma naturalidad con que un agricultor dispara a las cotorras que comen sus semillas. “Hugo se ocupa de esos negros que vienen a robarnos, ¿los balean? Muy bien, son los mismos negros que nos balean a nosotros”, dijo el hombre ante las cámaras de un programa de la tarde. “Qué casualidad, ¿no? –ironiza la mujer para conjurar la angustia–, todos los chicos que mataron eran negritos, ni uno rubio. Me duele que digan eso, porque a mi hijo, cada vez que la policía lo detenía le decía negro. ¡Claro! Ellos son blancos ¿no?”. Ellos son “la yuta”, ellos son “los verdugos de la crítica”, la comisaría 3° de Don Torcuato, donde el Monito, Gastón Galván, el hijo de Zunilda, fue torturado sistemáticamente desde los 12 a los 14 años. Entonces apareció muerto junto a su amigo Miguel “Piti” Burgos. Once disparos cada uno, las manos atadas y una bolsa de nylon en la cabeza que envolvieron sobre los cadáveres, según le dijeron a Zunilda, “para que no manchen el tapizado del auto” del que los tiraron en la jurisdicción de San Martín, en el conurbano bonaerense.

La primera vez que se llevaron a Gastón, el Monito, Zunilda corrió a la comisaría con la rabia enredada entre las piernas. En la mano, la partida de nacimiento del niño y los documentos, esos papeles indispensables para quien está obligada a demostrar cada vez su vínculo con el hijo. “El comisario me metió en el escritorio y me empezó a verduguear, que yo no los cuidaba, que Gastón tenía que ir a un colegio pupilo, me mostró la bolsita y la camisa manchada de pegamento. ¿Se cree que yo no trataba de ayudarlo? ¿Alguien me ayudaba a mí para sacarlo? No, lo cagaban a palos. Cuando me lo dieron esa vez estaba todo sangrado, rengueaba, casi en andas lo tuve que llevar”. Faltaban unos meses para que cumpliera los 12 y ya conocía la tortura. “Si yo hubiera sabido lo que se podía hacer, si alguien me hubiera dicho, ¿por qué nadie nos escucha?, ¿por qué el juez no te sienta y te dice cómo es? Te hablan de los papeles, de cómo están los papeles y una no entiende nada. Tienen que estar muertos los pibes para que hagan algo”. La beba de un año busca bajo la blanquísima remera de su madre, lo intenta una vez, protesta, lo intenta otra, hasta que Zunilda le ofrece el pecho del que la beba se prende. Ser madre ha sido su tarea más compleja,seis veces ha parido desde los 17 y siempre se dedicó a los chicos. Por eso tiene un kiosco en la parte delantera de esa casa de ladrillos que su marido fue levantando desde los 90, cuando se mudaron a Bancalari, ese barrio que se extiende a los pies de una de las zonas más opulentas del Gran Buenos Aires. “Alguien tendría que saber lo que luchamos contra esa latita de mierda, si el Negro quería salir pero no podía. Se levantaba a la mañana y ya quería drogarse. ¿Sabés cuántos centros recorrí? Lo que pasa es que al que es pobre no lo sacan, si no tenés alta alcurnia te dejan que te mueras. Los mismos del centro de apoyo del barrio llamaban a la policía, ¿no se daban cuenta que por la mínima excusa que le dieran los mataban a palos? A ese lugar no me arrimo más, son unos sinvergüenzas avarientos. ¿Por qué no lo ayudaron? Ellos querían que se cure de la adicción y después que lo lleves, qué graciosos, lo que querían es que pusieras algo de plata”. Zunilda relata los últimos años de su hijo como si hubiera transitado por la manga que conduce al matadero. Y a ella misma tratando de rescatarlo, envuelta siempre en una soledad glaciar en la que morían sus pedidos de ayuda. “Hizo la escuela hasta quinto grado, pero una vez se intoxicó con unas pastillas de mierda que le vendió una que andaba con la policía y no lo quisieron más. No hay vacantes, me decían, para él, que era el mejor compañero y el mejor alumno. Me lo dejaron en la calle, como a un perro, todos lo pateaban. Hasta la gente de acá a veces no se da cuenta, no quieren ver lo que hacen los hijos, hablan de los drogadictos como si fueran otros, como si no fueran nuestros hijos. Y después se agarran la cabeza cuando se los encuentran muertos. Acá nos quieren hacer creer que los chicos están muertos ni bien agarran la lata, pero mi hijo no se quería morir. Tenía los ojos y la boca bien abiertos, de la desesperación, seguro, porque él estaba tan loco que quería vivir. Si le hubieran dado tiempo seguro que cambiaba, porque él quería cambiar. Pero no podía”.


Sesenta niños y adolescentes acribillados por balas policiales en la provincia de Buenos Aires en sólo un año. Niños que estaban bajo la tutela del Estado provincial, según lo denunció la Corte Suprema de Justicia de esa provincia hace casi seis meses, niños institucionalizados por carencias sociales o por estar en conflicto con la ley penal. Chicos que parecen sobrar si se toma en cuenta la ausencia de interés con que el cuerpo judicial, en general, archiva las causas que se abrieron por sus muertes. Es un número impresionante pero acotado, como la punta de un mantón que quedó atrapado tras una puerta cerrada. “Hay muchos más casos de chicos amenazados por determinado personal policial que luego resultan fusilados –dice María del Carmen Verdú, abogada de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi)–. Este tipo de acciones directas sólo son posibles en el marco de un discurso oficial que habla de seguridad ciudadana, que implica eliminar a los delincuentes y en particular a los menores”. Ese discurso que Zunilda escuchó masticando el vidrio de la bronca, de boca de algunos comerciantes de Don Torcuato, en la pantalla de su televisor, cuando llegaron a las puertas de canal 2 para “defender” a Cáceres, ese policía pasado a disponibilidad, pero que según el último informe de la procuraduría de la provincia sería el vértice en el que se articula personal de distintas comisarías de la zona norte del Gran Buenos Aires, los que limpian su sector de pequeños delincuentes, eliminándolos.


“Yo fui salvaje, yo sé cuál es la ley de la calle. Pero una es mujer, es más fácil renegar de los amigos y no dejarse llevar. Los pibes se dejan porque sino se sienten menos, para las mujeres es más fácil rescatarse. Los pibes se ve están jugados”. Tiene 29 años, pero no es fácil darse cuenta. Sus encías rosadas parecen el día después sobre un campo de batalla. Le da la teta a su tercer hijo y se acuerda junto con Zunilda de tantas veces que fueron a buscar a los chicos a la comisaría, trayéndolosa la rastra como sacos de huesos. “Yo no soy la mamá del Piti, estoy casada con el padre no más”, pero igual Nancy Frías se hace cargo de ir a las reuniones en las que se empezaron a juntar las familias de los quince jóvenes ejecutados en las villas de Bancalari, Bayres, San Pablo y San Francisco. Reuniones que se demoraron porque al principio cada una de estas mujeres se sentía sola con su estigma. El Piti tenía 16, aunque parecía de 12 y junto con Gastón “empezaron juntos y terminaron juntos”. Algo que todavía puede leerse en alguna de las paredes de material del barrio donde todavía quedan las pintadas de sus nombres. “A él le gustaba mirar los dibujitos, era un pibito bueno, pero lo tenían muy marcado, estaba muy martirizado”. Los chicos se asomaban todos los días al ojo oceánico de su miedo, sabían que la muerte les mordía los talones, se los había anunciado la policía de la 3ª y ya sabían de otros dos chicos muertos después de anuncios similares: Guillermo Ríos y Fabián Blanco. “Cómo sería –dice Zunilda–, que Gastón se pasaba a mi cama del miedo”. Pero ninguna de las mujeres que corría detrás de sus hijos cada vez que se perdían en los pasillos de la villa encontró recurso alguno para torcer al destino. Recién hace un año que empezaron a juntarse, y pocos meses desde que responden en conjunto cuando saben que las balas policiales perforaron la vida de otro adolescente. Eso que sigue sucediendo cíclicamente. “Yo al principio me enojaba con las otras madres porque me parecían que les permitían que se droguen. ‘¿Y qué quiere, doña, que se lo eche a la calle?’, me decían. Y tenían razón, después me di cuenta de que ellas también hacían lo que podían y que estaban tan solas como yo”. Solas y desorientadas, con la única opción de poner el cuerpo entre sus hijos y la policia, cuando pudieron. O denunciandoa los gritos las torturas en los oídos sordos de otros policias.

“Al principio salíamos a buscarlos con la madre del Piti, pero nos dimos cuenta de que los poníamos en peligro. Claro, ellos nos tenían respeto, nos veían aparecer y disparaban, pero una vez los vimos todos mareados correr por la vía, casi los mata el tren, pobrecitos”. A la madre se le tiene respeto. A la madre no se la toca. Es una regla que conocen quienes están habituados a caminar por la cornisa o más abajo, en el abismo de los barrios marginales, en el pozo ciego de las cárceles. Es una de las reglas que quedan cuando hasta los ladrones reconocen haber perdido la mayoría de los códigos. Zunilda lo sabe, como lo sabía la madre de Piti antes de que la acribillaran en la puerta de un negocio en el que su supone que iba a robar. “La mataron como a un perro –dice la mamá del Monito–, estaba con un pibito al que se la tenían jurada, el hijo de Fabiola, otra amiga. Le habían dicho que no iba a cumplir 18. Y fue así, la joda la hicieron el sábado a la noche y el lunes los mataron a los tres. Lo que me da bronca es que nadie, nadie salió a decir que limpiaban la Iglesia por un sachet de leche, que ayudaban en el Centro de Apoyo porque tenían problemas de drogas y se querían cuidar. Como perros quedaron, una semana tiradas en la morgue”. Las mujeres “se rescatan” más fácil, dice Nancy, porque siempre tienen a alguien más para cuidar. Pero el laberinto en ese afuera de todo en donde parece estar ubicado Bancalari el estigma de haberse “perdido” se paga con la vida.
Sabina no se anda con vueltas: “Sacá tu plata sucia, metétela en el culo”, era lo que le decía a su hijo Víctor “Frente” Vital cuando intentaba invertir en su casa del barrio San Francisco el botín de sus robos. “Yo no quería que fuera delincuente, pero eso empieza por la droga y pasa el tiempo y empeora. Porque es fácil drogarse si tu papá puede ir al cajero y sacar la plata. Mi hijo no tenía cajero y terminaba robando, pero robaba para darle al barrio, acá ha llenado la villa de leche para los chicos”. Detrás de sus inmensos anteojos de carey propios de Sofía Loren en su apogeo, se deslizan las lágrimas de los días malos. No es que sea de llorar, son sólo algunos días en los que la impotencia y la impunidad le parecen murallas que lleva una vida escalar. Y ni aun así. Pero Sabina sabe colarse por las grietas. Desde que su hijo fue ejecutado bajo una mesa, desarmado y pidiendo por favor, por favor que no lo maten,aprendió a caminar juzgados y fiscalías, a decir sin que le tiemble la voz que su hijo era chorro, sí, pero ésa no es razón para ejecutarlo. Ahora su nombre se escucha en los barrios de la Zona Norte porque es la que reúne a esas madres, cada vez más madres, que saben quién asesinó a sus hijos, que repiten los mismos nombres para designar a los ejecutores, que esquivan las amenazas policiales porque al fin se terminó la inercia y el miedo empieza a ralear. Como todas, ella hizo lo que pudo para sacar a su hijo de la lista de los condenados, le importaba poco que en el barrio lo adoraran por su generosidad al estilo Robin Hood, o su versión nacional, el Gauchito Gil. “Me recorrí todos los psicólogos y los centros de rehabilitación, pero no encontré solución ni ayuda para mi hijo. Por eso dejé de ser cocinera y me hice vigiladora, a lo mejor así lo paraba. O aprendía a controlarlo”. Y no, ese recurso, el último, tampoco sirvió. Por el asesinato de su hijo hubo un policía preso, pero en un juicio abreviado recuperó la libertad. “Yo veía por televisión otras madres que se quejaban de la policía. Los hijos eran muy distintos al mío, alguno era jugador de fútbol, otro profesor de música. Las veía en las marchas y pensaba qué dolor tendrían esas mujeres. Para ellas, igual, es más fácil que las escuchen, es más fácil hacer marchas con los vecinos. A nosotras nos costó, a muchas les cuesta darse cuenta, les da vergüenza decir que tienen un hijo que es chorro, pero ésa no es razón para matarlos en el piso, con las manos levantadas. Es todo lo mismo, podés ser chorro o profesor, igual la policía te puede matar. Estos tipos están cebados”. Sobre ella, dice, el Estado descargó su porquería. “Un hijo muerto por la policía, el otro cambiado durante la guerra de las Malvinas, porque el más grande primero fue un héroe pero para mí ya es otro chico como que el frío que sufrió ahora lo tiene adentro”.


Mariana tiene 22, pero parecen muchos menos. Es la que le saca la beba a Zunilda de los brazos; a esa chiquita, de pelo lacio y tieso, la crían entre las dos, desde el principio. “Hice hasta séptimo grado porque con los problemas de mis hermanos, primero el más grande, que está preso, y después el que mataron, mi mamá no podía. Entonces me quedé sin tiempo para ir a la escuela, pero me gustaría terminar, anotarme en una nocturna, lo que pasa es que nunca hay vacantes”. El pelo atado en un rodete y la nariz llena de pecas, Mariana camina por el barrio como un salvoconducto para las cronistas. Dice que está cansada de ver a la “yuta” patrullar por su casa. Que se cansó de ver cómo maltrataban a su hermano, que hasta quiso poner el cuerpo una vez para que no se lo llevaran, porque no había hecho nada, “porque se lo llevaban de gusto, para judearlo, porque son unos hijos de puta”. Esa vez, cuando estaban en una esquina tomando cerveza y cayó la patrulla de la 3ª uno de los policías la zamarreó, “me hizo volar la bicicleta no se a dónde y me insultaba, a mí y a mi hermana de 17. ‘Puta de mierda, revolcada’, me decían”. No tiene novio, ni hijos, dice, como si fuera una gran victoria haber llegado a esa edad sin haber acunado más que a sus hermanos. “No es que las chicas sean tan distintas de los pibes, o no sé, que sé yo. En el grupito de mi hermano había algunas que andaban con la bolsita –ese signo inequívoco de que se aspira pegamento para perder la conciencia–, pero las minitas tienen otra relación con los canas. Las obligan. Si una vez mi hermano encontró a dos que se estaban manoseando a unas pibitas redrogadas y se les fue encima, porque él era muy cuida de las mujeres. Lo siguieron y lo cagaron a palos, como siempre. Y una de las pibas vino a avisar, sí, pero después se subió al patrullero”. No hace juicios, cada una se cuida como puede. “Los varones se preocupan para que no te metas, al menos mi hermano era así, si íbamos al baile nos controlaba que no tomáramos. Yo sé que para él la peor tortura, peor que le peguen, era que el miedo que tenía que nos hicieran algo a nosotras, a las hermanas o la madre. A él le hicieron la cabeza, que es lo peor, vivía con pánico, ya ni podía salir a la puerta, cuando lo mataron él ya no daba más”. Mariana, como su mamá, habla de su hermano con orgullo. “Yo me sentía protegida con mi hijo, porque él tenía el sistema de mi papá, nos cuidaba, más que mi marido. Mi marido trae la plata a casa y hacemos lo que queremos. Pero Gastón era de mandar, siempre estaba diciéndoles a las hermanas cómo me tenían que ayudar. Eso sí, después se mandaba a mudar”. En la familia los roles estaban claros, las mujeres tenían su lugar adentro. Aunque más de una vez se encontraron en la calle tirándole piedras a un patrullero, de pura impotencia, después de ver cómo al Monito se le llevaban haciendo convulsiones después de una paliza.


Hace tres años que no pare. Toda una sorpresa para ella que todavía se mira la panza como si en ella faltara algo, “es que desde que tengo quince no hago otra cosa que criar chicos, con el esfuerzo que cuesta”. Como a todas las mujeres que ya tienen familia, a Alicia Velázquez, de 32, los más jóvenes la llaman doña. Así le dice Mariana cuando pasa la cortina que hace de puerta pidiendo permiso para entrar. Sobre la única sala de la casilla en la que cuesta imaginar un invierno, se improvisó un ténder en el que se alinean más de una decena de bombachitas y pequeños calzoncillos, remeras de todos los tamaños y algún pañal de tela. La lluvia tiene cercados a los ocho hijos que le quedan a Alicia. El mayor está en un hogar, “en estado vegetativo, porque cuando era bebé no tenía cocina y el humo del carbón se le fue a la cabeza y quedó mal”. El que le sigue está muerto. Lo ejecutaron frente a testigos el 30 de enero pasado. Alicia explica con detalles mínimos cómo un vecino escuchó cuando Leandro García, su hijo, pedía que lo dejaran, que tenía que volver con su mamá, que tenía muchos hermanitos que cuidar. “Yo le había dicho que volviera temprano, que le iba a hacer una tortilla que a él le encantaba. Era un muchacho hermoso, grande, estaba en noveno grado y el año pasado faltó nada más que dos veces a la escuela. Me lo mataron como a un bicho, con lo que me costó criarlo, yo sola lo tuve que criar porque el padre nunca me dio un peso ni nada”. Cuando en el barrio le dijeron que habían matado al Mono, como también le decían a Leandro, le dijeron también que “se habían equivocado”, como si todo el mundo supiera que hay balas que tienen nombre antes de salir del cargador. “Los que lo mataron son los mismos del Duende Salto –un joven acribillado en agosto de 2001– y ahora me dijeron que hay una marcha del silencio. Yo voy a ir con un cartel que diga a ‘Leandro García lo mataron Gallardo y Esquivel’, el de esta señora va a tener que decir lo mismo. Ella es como quedada, como triste. Pero yo tuve que apechugar con todos estos hijos, a mí no me van a calmar con nada hasta que no estén todos presos”. La “marcha del silencio” es la que se hace cada 24 de marzo en repudio al último golpe militar, pero Alicia no lo sabe. Es una mujer enérgica que entiende que para criar a los hijos hay que ser dura y no ahorra coscorrones ni tiradas de pelo para evitar que los chicos salgan a la calle. “Acá no podés estar tranquila, menos ahora que la yuta sabe que está marcada porque los vieron cómo fusilaban a mi hijo, y tengo miedo por los que quedan. ¡Bah! miedo no, pero tampoco soy boluda”. El día que fue a buscar el cuerpo de su hijo a la comisaría una mujer policía le dijo que si lo mataron por algo sería, una frase común en esa época que se recuerda el próximo domingo. “Yo la agarré, la puse contra la pared y le pegué dos patadas ahí donde te dije, en la concha. Para que aprenda. Es una atrevida, una maleducada, ¿qué sabe ella de mi hijo? Me la tuvo que sacar el comisario de las manos. Y le dije bien claro, con los míos no te metas, limpiate la boca antes de hablar de ellos”. Atrevida es un insulto común para Alicia, lo usa cada vez que alguien se dirige a sus hijos sin respetar su omnipresente autoridad. “Por suerte ahora somos muchas las mujeres que nos movemos”, dice Alicia antes de despedirse de Mariana hasta el próximo encuentro en casa de Sabina.

La inundación es un fantasma que se conjura de a ratos en el fondo del barrio Bancalari, en el límite con la vía. Las calles de barro serpentean entre las casas y los pozos ciegos de basura. Cada tanto se escucha una salva de disparos. Es una música habitual, un tam tam seco que lleva a las mujeres a meter los chicos adentro, a los coscorrones si es necesario. En este barrio y en el de enfrente –Bayres–, los muertos se cuentan como cuentas de un rosario. Pero hasta ahora esas marchas que suelen seguir a los casos de gatillo fácil en zonas menos marginales –como en Floresta a fin de año o en Tablada cada viernes desde que en los primeros días de marzo una patrulla fusiló a un joven remisero– no han encontrado aquí su escenario. En este borde la vida es fugaz y hasta la indignación parece una hilacha atrapada en un alambre de púas como el que separa la vía de los barrios acomodados. Pero tal vez por acumulación, por ese eco que corre por los pasillos de la villa, porque ya nadie quiere seguir enterrando niños para después convertirlos en santos privados de sus madres y hermanos, el miedo parece estar terminando. Como dice Zunilda, “si al principio tuve miedo ya se me pasó. Mi hijo resistió tres tiros antes de morirse, yo puedo aguantar más. No sé qué va a pasar, pero no van a seguir pasando por encima nuestro”.

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