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Viernes, 9 de mayo de 2008

TALK SHOW

Abismos sin medida

 Por Moira Soto

Actriz de un talento formidable para la comedia, de una asombrosa plasticidad escénica, Jorgelina Aruzzi puede sacarle brillo a su oficio tanto en la tele (Chiquititas, La niñera, Amor mío, actualmente como novia del portero Daniel Hendler en Aquí no hay quien viva, por Telefé) como en el teatro (ya en obras de las que además es coautora —Pasado Carnal, Doméstico—, ya en la versión para las tablas de Chiquititas, ya haciendo La extraña dama en 3340). Pero, probablemente, Aruzzi no había llegado nunca tan lejos, corriendo tantos riesgos, como en La madre impalpable, unipersonal actualmente en cartel que ideó, produjo, dirigió, escribió (con Mario Marino, titiritero, autor de obras infantiles, quien también participó en la puesta), inventó la escenografía, eligió el vestuario. Y, para no variar, brinda una actuación descacharrante.

Un fantasma recorre una típica escuela pública de barrio, se cuela en una reunión de padres que tiene lugar en el aula de 7º B, pasa por el patio donde ve solito a su hijo Javier que lleva los cordones desatados, hace escala en el baño, discute con el profesor de gimnasia, platica con la psicopedagoga y termina su periplo de alma en pena haciendo aquel baile con la cinta roja que la mandó al otro barrio. La amargura que arrastra esta madre encrespada, junto con la bolsa donde lleva los tuppers de la repostería que cocina para afuera, está condensada en la descalificación, cuando no la discriminación lisa y llana de la que es víctima su hijo de 12, excluido del fútbol porque le falta aire para correr, objeto de escarnio por parte de los otros chicos.

Pobre madre negadora (“yo no lo veo gordo al gordo”) y resentida (“chichón del suelo, enano, hombre rata”, le lanza al niño petiso que maltrató a su hijo), que se enorgullece de haber criado sola a Javier, a quien no puede dejar de sobreproteger desde el más allá (“mamita se está ocupando”), echándole la culpa al colegio por tener un quiosco con golosinas, por no poner los límites que ella no supo poner. Pobre madre que alguna vez fue alumna (“soy una especie de leyenda en esta escuela”) y al entrar en la adolescencia sufrió burlas por causa de sus pechos precozmente desarrollados. Encima, su propia madre —en vez de ir al colegio a defenderla— le prohibió las clases de gimnasia rítmica. “Yo no bailaba para provocar, bailaba porque era la forma de sentirme viva”, estalla ahora esta mamá que seguramente ha usado mucha azúcar impalpable para preparar los postres con los que se ganaba la vida. Y también la obesidad de su niño, atosigado de dulces y, ella lo reconoce cuando la interrogan, de comida chatarra.

La escritura y la actuación de esta tragicomedia nacieron conjuntamente, integradas a un preciso dispositivo escenográfico —tres paredes en perspectiva con tres puertas— todo blanco, donde se proyectan las imágenes fotográficas de ambientes escolares en colores saturados, oníricos, del valioso actor Pablo Palavecino (aquí en otra faceta creativa), también responsable de los efectos sonoros y la musicalización que incluye himnos escolares cantados por niños acompañados al piano (por la profesora de música, claro) y el tema I Need a Hero, de Bonnie Tyler. Ambito soñado para ser atravesado por la madre impalpable que en algún momento sale directamente del rostro ceñudo de Samiento, cuyo busto está en el patio, como corresponde. En ese espacio transformable erra la madre sin sosiego, dice frases hechas, máximas de vida, trata de mostrarse actualizada, mete la pata, deja entrever su soledad, su virtual orfandad, su incapacidad para educar a su hijo. Pero también van aflorando oblicuamente las fallas del sistema, la discriminación instalada, la tilinguería que lleva a que los chicos se llamen Kevin, Brian, Jonathan.

La gama de inflexiones, tonos, matices, gestos de Jorgelina Aruzzi es de una variedad que sorprende de continuo. Uno de sus “Ah, bueno, bueno” puede expresar un mundo de sobreentendidos que definen su patético personaje en esta obra donde cada espectador, cada espectadora tiene la posibilidad de proyectar sus propios fantasmas sobre un fantasma que divierte desde el humor negro, a la vez que inspira profunda compasión. ¤

“La madre impalpable”, los sábados a las 23 a $ 25, en el Teatro Anfitrión, Venezuela 3340, 4931-2124

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