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Viernes, 27 de junio de 2008

"EL CONFLICTO DEL CAMPO"

Argentina en blanco y negro

La antropóloga argentina radicada en Brasilia Rita Segato desarrolla una visión original y optimista sobre los términos en que se dirimió la argentinidad en el reciente conflicto “del campo”. Traza un panorama de cómo se fue gestando el clon de la argentinidad en la historia mientras pone en tela de juicio algunos conceptos que suelen dejar tranquilas a las conciencias bienpensantes, como “diversidad” e “inclusión social”.

 Por Verónica Engler

“No escribo para publicar, escribo para comprender mejor”, comenta en diálogo telefónico con Las12 la antropóloga argentina Rita Segato desde Brasilia, su lugar de residencia.

Desde que se fue de la Argentina –poco tiempo después del asesinato a manos de la Triple A del diputado Rodolfo Ortega Peña, su profesor de Historia Argentina en ese momento– Segato no ha cesado de observar y estudiar a los países de América, en especial Brasil –donde se desempeña como profesora del Departamento de Antropología de la Universidad de Brasilia y como investigadora de nivel máximo del Consejo Nacional de Investigaciones– y Argentina.

Para salir del país en 1975 consiguió una beca del Instituto Interamericano de Etnomusicología y Folklore de Venezuela, que entonces dirigía la argentina Isabel Aretz. Durante los tres años siguientes esta antropóloga –que además estudió música en el Conservatorio Manuel de Falla de Buenos Aires– se dedicó a viajar por buena parte del continente recopilando los sones tradicionales de sectores campesinos, indígenas y negros. Esta experiencia le permitió comenzar a forjar una visión amplia de las culturas locales del continente, que luego trabajaría teóricamente para desarrollar ideas en torno de las identidades nacionales, tema que discute ampliamente en su último libro La Nación y sus Otros. Raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de Políticas de la Identidad (Prometeo Libros).

Hace poco más de cien días, la argentinidad (“ese clon de laboratorio –dirá Segato–, con su colesterol bueno y su colesterol malo”) apareció como objeto de franca disputa. Piquetes y escraches, por ejemplo, pasaron a tener el signo contrario al que veían los sectores que no hace tanto impugnaban esas formas de protesta. Recientemente se llenaron varias plazas en donde se cantó de viva voz el Himno Nacional y también hubo manifestaciones (mediáticas) de fuerte sesgo racista y discriminatorio. La semana pasada, sin ir más lejos, un señor a favor del lockout del agro expresaba frente a cámara que estaba en contra de las retenciones propuestas por el Gobierno porque su destino serían “los negros de La Matanza, que hace dos mil ocho años que no trabajan”, decía indignado. (Según esta particular interpretación de los hechos, los muchachos bonaerenses habrían sido, por lo menos, coetáneos de Jesucristo).

Segato –autora también de Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos– se anima a ver una dimensión positiva en la presente crisis que despierta temor en muchos sectores. “Quizá, por primera vez, empieza a verse de una forma clara que hay una disputa por el control de la narrativa de la nación. En el curso de nuestro historia nacional es un paso importantísimo”, considera, consciente de que la apropiación pueden darse en un sentido de inclusión, pero también de exclusión, como ha sucedido en la mayoría de los casos en nuestro país.

–Actualmente en la Argentina parece haber una tensión entre una patria blanca (cierta clase media urbana y la patronal agropecuaria) y otra oscura. ¿Qué lectura puede hacer de estas diferentes apropiaciones del concepto de patria, de esta puja por la identidad nacional?

–La dimensión buena de la crisis que está ocurriendo en el presente es que empieza a verse de una forma clara que hay una disputa por la apropiación de esos símbolos nacionales, por el control de la narrativa de la nación. Y esto es positivo. No está claro quién va a apropiarse. Cuando todas esas voces se levantan para decir, por ejemplo, “son los chacareros blanquitos, los caceroleros rubios”, lo que importa de ahí es que está puesta la disputa, está expresada, está narrada, está nombrada. En un momento, el peronismo produjo de alguna manera un tipo de racialización muy importante, fue una política racial, casi diría que anticipó la política de las identidades en la forma en que están puestas ahora en el escenario global.

–¿Cómo racializó el peronismo?

–De repente quedó claro de que los pobres no eran solamente un conjunto de clase, sino también una imagen, una cara, rasgos raciales, que la marca de la historia, de apropiación y de exterminio, dejaba un rastro en los cuerpos y en la manera en que vemos los cuerpos. La raza es un trazo externo visible a un ojo que está informado por la historia, y esa historia es única en cada una de las naciones, y a veces también es regional. La raza es construida para construir la blancura, se produce la marca racial del no-blanco, y se produce la no-blancura de una forma diferente en cada país. Se produce la no-blancura como estrategia para producir la blancura.

–¿Cómo se produce no-blancura en la Argentina?

–Es la mirada racializadora, es la mirada que expulsa determinados cuerpos de determinados escenarios, la mirada del profesor que no ve que su alumno negro villero va a tener una capacidad interesante como para apostar en él un esfuerzo pedagógico. Las apuestas que hacemos cuando entramos en un ómnibus, salimos a la calle, entramos en un espacio público, de una forma casi automática estamos haciendo apuestas por la inclusión o exclusión de cada persona que nos cruzamos.

–Entonces el peronismo racializó en el sentido de hacer una apuesta por la inclusión...

–Sí, el peronismo mostró que la nación es racializada, y mostró que la exclusión tiene rostro, es racial, eso fue importantísimo, fue como un preanuncio de cierta concepción de las políticas de identidad que es contemporánea. Pero eso sin otros análisis de las coyunturas y de lo escenarios económicos, sin profundidad, no sirve de nada.

–En relación con la conformación de las naciones en la región, usted propone para la Argentina el concepto de “terror étnico”. ¿Cómo se dio este proceso de modelación de las identidades a partir del terror?

–Propongo la idea de “terror étnico” porque al crear la nación, sobre todo a partir de la generación del ‘80, el modelo del “sujeto argentino” fue el de la neutralidad. Entonces, la solución fue el genocidio indígena, al igual que en Estados Unidos, y la gran inmigración europea. En todos los países hispano y lusoamericanos, la nación tenía que ser algún tipo de dilución de su composición étnica. Y en Argentina eso fue radical, con una eficacia del Estado que posiblemente fue la mayor de todo el continente en crear la representación de la nación como ideología nacional. El Estado no podía ser administrado sin una simbología fuerte de la unidad de la nación. Y eso pasa a ser opresivo, silenciador de una pluralidad de voces que están ahí, que continuaron fluyendo en la superficie o a veces en una verdadera clandestinidad durante siglos. Hay varios grupos que tienen un hilo de memoria con el que consiguen vincularse con un pasado precolonial y preestatal. El de los huarpes (grupo indígena de la zona de Cuyo) es un caso maravilloso, extraordinario. Ese hilo de memoria permite el reafloramiento de eso que estuvo sumergido y que vincula a los pueblos del presente con pueblos que estaban ahí antes de la colonización.

–¿Cómo funciona este “terror étnico”?

–Las elites políticas se propusieron crear un “sujeto nacional” que tiene unas particularidades que son completamente argentinas, es un clon, y como todo, tiene el colesterol malo y el colesterol bueno. El colesterol malo es que el clon argentino es generado en el laboratorio de la generación del ‘80 y otros posteriores. Hubo un laboratorio hecho por los médicos, los novelistas, los políticos de la Argentina que trabajaban para producir la imagen de nación, que querían generar un sujeto que no tenga el rostro de las etnias derrotadas. Porque hubo dos grandes guerras en nuestro país, primero con la metrópoli europea y luego con la metrópoli estatal. Y antes estuvo la guerra en el Africa, de la conquista. Las derrotas bélicas fueron en Africa y aquí. Entonces, la nación no podía tener el rostro de los pueblos derrotados. Y las élites criollas se propusieron construir un sujeto nacional que no fuera ni gringo ni vencido, que no tuviera el rostro del colonizador español ni tampoco el rostro del derrotado africano o indio. En nuestros países nos inculcaron, nos atornillaron la cabeza con el “crisol de razas”. Esa imagen tiene contenidos totalmente diferentes en cada país y en la Argentina esa amalgama se formula como neutra, la argentinidad pasa a ser tratada como si fuera una nueva etnicidad. El “terror étnico” en la Argentina se refiere a todo lo que se diferencia de ese clon, de esa síntesis nacional que procuramos ser por mucho tiempo. El lado perverso de ese clon nacional es que se aterroriza cuando aparece algo que no se clasifica con facilidad dentro de ese híbrido que es el sujeto argentino, que resulta tremendamente represor de las diferencias. Pero no quiero ser injusta, porque hay un lado positivo de este clon, que estamos viendo en este momento, que es ese esfuerzo por construir consistentemente una nación de una cierta forma, homogeneizadora, con muchos problemas de represión de la diferencia pero que produjo un sentimiento de ciudadanía bastante generalizado. Hay una ciudadanía extendida que, con todos sus defectos, todavía está ahí.

–¿Por qué dice que las políticas de la identidad –de mujeres, de pueblos originarios, de afrodescendientes, de las distintas opciones sexuales–- sirvieron en muchos casos para que el Imperio (EE.UU.) intervenga y participe “con cierta dignidad” de los asuntos internos de los países del continente?

–Porque las identidades pueden ser usadas, como todas las formas de producción de repertorio simbólico, como en el caso de la de nación. Siempre está el riesgo de la apropiación desde arriba o desde abajo. Cuando la cultura entra a funcionar en el panorama de las identidades globales hay una tendencia a congelarla, a entender que la cultura no es historia. Deja de ser historia cuando está en la heráldica de las elites. Y también deja de ser historia cuando está apropiada por la comunidad local como un baluarte de “esto somos nosotros”. En este caso hay otro tipo de elite, de hegemonía, que es del orden local, que presiona por el congelamiento de las prácticas culturales. Cuando la cultura pasa a ser entendida fuera de la historia se pervierte y se deteriora. La cultura no es nada más que decantaciones sucesivas de procesos históricos. Y, simultáneamente, la cultura son prácticas que aglutinan a la comunidad para que exista en el escenario de esa práctica una deliberación histórica, una conversación sobre el presente. Todo mito, toda leyenda, todo encuentro para una danza, son oportunidades para el debate histórico sobre el presente, esos elementos establecidos en una comunidad sirven para hablar y deliberar sobre lo que está pasando aquí y ahora.

–¿Usted discute el concepto de “diversidad”?

–Sí. La diversidad parece formada de compartimentos estancos, más dentro de una visión multiculturalista. El multiculturalismo puede significar simplemente una distribución de la torta en grupos que están a su vez estratificados internamente, con la misma opresión interna. Diversidad es un concepto más afín con la noción del multiculturalismo burgués capitalista que dice “vamos a construir riqueza de la misma forma”. El significado de la riqueza es el mismo, las leyes de mercado de acumulación y concentración no se tocan. Simplemente se incluye a las élites dentro de cada compartimiento del mapa multicultural. Así no sirve, porque la maquinaria queda intacta. Entonces lo que hay es pura falsa conciencia. Yo trabajo desde hace años en antropología y derechos humanos, y uno de los elementos fuertes son las políticas de inclusión. Pero la inclusión es un tipo de falsa conciencia, porque en un nivel se dice “inclusión” y en otro se dice que “el mercado es intocable”. El mercado no puede sino producir exclusión, es parte de su mecánica, no hay cómo poner límite al proceso de muerte, de exterminio, al proceso genocida que es dejar al mercado operar libremente. Pero otros dicen que las políticas de inclusión son maneras de contener el mercado. ¿Es el mercado una fuerza contenible por leyes, cuando hay otras leyes que lo apoyan, lo sustentan y lo promueven? Ahí hay una contradicción irresoluble, no hay inclusión posible en un sistema de mercado.

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Imagen: Rodrigo Dalcin
 
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