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Viernes, 3 de abril de 2009

CRóNICAS

Paseo con amigos

 Por Juana Menna

Anita no ve la hora de llegar. Enzo hubiese querido quedarse remoloneando en el departamento. A Chula le gusta hurgar la basura. Ramona y Fido son dos hermanos llegados de Santa Fe que aúllan cuando un colectivo les pasa cerca. Quincy camina todas las mañanas más de cuarenta cuadras aunque es la más pequeña del grupo. Arnoldo, Rita, Dagma y Ramona tiran de sus correas para llegar más rápido porque olfatean el olor a pasto y tierra del parque al final de calle Belgrano. Virginia no se inmuta. Ella mide un metro sesenta y pesa menos que dos labradores juntos. Pero como explica, estos bichos obedecen cuando sienten que hay alguien que manda. Virginia es paseadora de perros y, en este contexto, jefa de la manada.

Ella tiene 27 años. Vive en Congreso y estudia Biología. Cada mañana cerca de las ocho sale por el barrio a buscar a las mascotas de sus clientes. Como hace tres años que se dedica a lo mismo, algunas personas le confían la llave de sus casas para que se lleve a los perros y los deje otra vez cuando los dueños aún no llegaron. El recorrido termina en la reserva ecológica, cerca del museo de Telecomunicaciones, con las torres de Puerto Madero como centinelas espigadas, vidriosas, ciegas.

Conoce bien la zona porque trabajó en uno de los restaurantes de Madero como moza. También intentó ser telemarketer y promotora para pagarse los estudios. Pero los horarios siempre cambiantes y las paredes la asfixiaban. Así que una vez vio un clasificado donde un paseador buscaba socio, y se presentó. “El quería alguien con fuerza y yo le ofrecí actitud y un amor incondicional por los bichos. Los animales perciben tu fuerza de carácter y eso es mejor que un par de bíceps peludos de gimnasio”, se ríe Virginia, cuyos brazos son firmes como los muslos que asoman bajo su calza. Igual, reconoce, no hay muchas chicas en el gremio paseador.

En la calle debe abrirse paso entre avenidas atestadas y veredas angostas. Las personas adultas a veces le dejan paso y a veces reaccionan con miedo. Los más curiosos son los chicos. Algunas madres dejan que se acerquen a los perros con permiso de Virginia. Muchos varones aprovechan la volada para lanzar piropos como “Te ayudo a llevar lo que quieras” y “Llevame a mí”.

Cuando llegan a la costanera, Virginia suelta a los animales. Si hay uno díscolo, ata su correa con la de otro más tranquilo y entre ellos se van guiando. Juegan hasta el mediodía. A tarascones, a revolcones, a ladridos, a montadas uno sobre otro en un gesto que no necesariamente es sexual sino de reconocimiento mutuo. Después llega el momento de juntarlos para devolverlos a casa. A veces, alguno se va lejos y hay que rastrearlo. Eso hizo Anita, la perra ansiosa, una de las primeras veces que salió de paseo. Virginia no logró encontrarla y llamó por celular al dueño, preocupada. “Está acá, en casa. Debe haber llegado sola”, le respondió él. Virginia se deshizo en disculpas. “No te hagas problema –le respondió el hombre–. Me alegra saber que Anita no necesita correas para andar por ahí.”

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